viernes, 25 de septiembre de 2015

La herencia


Querido siempre me ha dicho que actúo por impulsos. Es una cosa que le viene muy bien cuando, estando sentada en el sillón, me levanto como un resorte y me voy a la cocina a hacer tortitas con nata para merendar porque lo acabo de ver en Modern Fámily; pero que le viene muy mal cuando, estando sentada en el sillón, me levanto como un resorte y me voy a la cocina a por una loncha de jamón de york porque he escuchado un maullido en la terraza y voy a ver si convenzo al minino de que se quede a vivir en casa. 
— Cari, no podemos tener un gato.
— ¿Por qué no, Querid... tú?
— Porque espelechan, arañan, huelen y porque es un impulso de los tuyos que tengo que atajar cuanto antes.
— Tú también espelechas, sobre todo en la bañera; tú también arañas, sobre todo con las uñas de los pies; tú también huel...
— No quiero seguir con esta conversación. Para tener una mascota es necesario que estemos de acuerdo los cuatro y no es el caso. Fin de la conversación.
— Que te lo has creído. 
— He dicho que no.
— Pues di que sí.
— No
— ¿Con que esas tenemos, no? Muy bien. Esto es la guerra.
— Tráeme una cerveza si vas a la cocina, cari.
— El ñoco tu ati.
— Cari, habla bien que eres escritora.
— Belén Esteban también es escritora.
— Técnicamente sí.
Ticniquiminti sí— concluyo. Y ahí lo dejo, reconcomiéndose por el último golpe de efecto que ha recibido. Es el punto y final definitivo... de momento.

Realmente nunca he sido muy amante de los gatos. Ni de los perros. Ni de las tortugas, conejos, serpientes, iguanas, hámsteres ni ratones coloraos. Seguramente por herencia materna, todos los animales del planeta tierra, menos los peces que estaban en peceras o los canarios de mi abuela siempre que estuvieran en sus jaulas, me daban miedo. Digo lo de la herencia materna porque mi madre ha logrado el Guines de los chillos de loca dos veces: una vez que se le subió una cucaracha por la espalda, y otra vez que se encontró un yorkshire sin correa, pero a un dueño pegado, que le ladró hasta quedarse afónico. Entre mi madre chillando y el perro ladrando despertaron a todos los bebés del barrio y de barrios colindantes. Además tuvo que venir la policía porque varios ladrones habían aprovechado el ruido ensordecedor para robar establecimientos con el método del alunizaje. Pero claro, eso no se supo hasta que le entró la afonía al perro y a mi madre las ganas de fumar, que paraba de chillar entre calada y calada.
Pero antes de que le des la razón a Querid... él, y pienses que es verdad eso de que me muevo por impulsos porque no es normal que, siendo la tercera generación en mi familia de buenas cocineras y personas que sienten auténtico pavor ante cualquier integrante del reino animal, quiera  tener un gato, te contaré una historia que me permitirá darle la vuelta a la tortilla con la maestría con la que lo hace mi Querid... marido cuando me enfado porque no ha hecho la cama, y él contesta replicando que más enfadado tenía que estar él por haber elegido yo sábana bajera, encimera, manta uno, manta dos y edredón de Lorenzo Lamas en lugar de un saco de dormir que es mucho más práctico y rápido de recoger, dónde va a parar.
Resulta que, antes de que llegaran las herederas a nuestras vidas, yo ya tenía complejo de madre y me veía con la necesidad de cuidar de cosas: cuidaba la batería de cocina con la que le hacía la comida cada día, cuidaba la plancha con la que le planchaba la ropa, cuidaba la mopa, el trapo del polvo, el cepillo y la fregona. Pero como no hay nada más desagradecido que un ser inanimado, me harté de no recibir ni un gesto de cariño después de utilizar el mejor estropajo del mercado para lavar cacerolas, o  después de gastar garrafas de agua destilada con perfume de Agua Brava soft que se bebía mi plancha como agua del grifo, ni después de emplear verdaderas fortunas domésticas en maravillas semejantes del espectro marujil. De modo que le dije:
— Cari, quiero cuidar de algo que tenga vida propia— y como vi por la sonrisilla que se le dibujaba en la comisura de los labios que estaba pensando en algún miembro de su anatomía humana, puntualicé: —y que pueda sacar a la calle con una correa.
Se ve que lo del rollo dominatrix no le iba mucho así que se presentó al día siguiente con un regalo en las manos:
— Toma cari, un ser vivo de verdad para que  cuides de él con todo el amor que te cabe en el pecho.
— ¿Qué es esto, Cari?
—Un poto, Cari. Mi madre tiene uno en el salón y está así de alto y lustroso— dijo poniéndose la mano como si fuera un Siux oteando el horizonte.
Esa noche cenó una lata de atún y un yogurt.
Al poto lo regaba, lo miraba, lo volvía a regar y lo volvía a mirar. Así estuvimos unas dos semanas hasta que murió ahogado.
—Cari, no me gustan las macetas. Quiero un ser vivo que se mueva y que pueda abrazar.
— ¿Tú quieres un ser vivo que se mueva y que puedas abrazar?— me dijo con la sonrisilla otra vez asomándole por  las comisuras de los labios.
—Y que coma en un comedero en el suelo.
Se ve que lo de comer en un comedero no le resultaba del todo apetecible, cosa rara porque él no ha vivido una guerra pero ha hecho el Interrail de joven y eso curte, pero el caso es que la sonrisilla se volatilizó.
Al día siguiente, coincidiendo con mi cumpleaños, me trajo un hámster.
—Ya lo tienes: es un ser vivo, se mueve y lo puedes abrazar, cuidar, poner una correíta si quieres y llevarlo al parque. ¿Podemos llamarlo Zidane? ¿Podemos? 
Lo intenté, le compré hasta una pelota de esas en las que los metes y te van siguiendo por toda la casa pero se ve que Gabo, que así se llamó, salía al padre y le tenía querencia al sofá. Rodaba hasta quedarse debajo de él y allí se quedaba todo el día hasta que yo llegaba del trabajo por la noche y lo sacaba con la escoba. Un día lo vi claro: no nos hacíamos felices, así que lo llevé a un parque. Cuando localicé a la única madre que no me podía cara de asco ni se subía a los bancos gritando, se lo regalé. Sus hijos brincaban  locos  de alegría y ella me lo agradeció de corazón porque tenía un trauma arrastrando desde pequeña, cuando su abuela regaló a su hámster "David Sumer" a unos niños portugueses que pasaban por la calle un domingo a las siete de la mañana. El trauma vino porque a ella no le cuadró que su abuela regalara nada porque era tacaña por naturaleza, más que porque no tuviera mucho sentido que anduvieran unos niños portugueses a las siete de la mañana un domingo y su abuela, todos juntos en la calle. Así que acogió a Gabo, lo rebautizó como Pítbull y le leyó la cartilla a sus cuatro hijos amenazándoles con darles paté del Mercadona en vez del de La piara si se les ocurría acercarse a Pítbull. Dejé a mi Gabo y me alejé de allí canturreando mentalmente aquello de "One two three four/uno do tre cuatro/ I know you want me/ I nanana naaa na na na na naaa".
—Cari, deja los experimentos. Está claro que yo tengo una necesidad vital de dar afecto a un ser vivo que dependa de mí para subsistir. Creo que quiero un bebé.
Salió corriendo calle abajo y al rato vino con una caja de zapatos en las manos. Vi claro que esta vez había acertado. Sabía que desde hacía años soñaba con tener mis propios Manolos y, aunque era obvio que me los regalaba para que dejara de pensar en pañales y cunas, tengo que reconocer que surtió efecto. Esos Manolos había que pasearlos por todas las terrazas de Mallorca, cosa impensable si tienes los tobillos hinchados durante nueve meses. Esperaría a gastar las suelas por lo menos para volver a concentrarme en mi necesidad vital de dar afect...
— ¡Ay Cari! ¡No me lo puedo creer! ¡Soy tan feliz! ¡Ven con mamá!
Tuve que abrazarle porque no entendió que a quien llamaba era a la caja que contenía mi, a partir de ese momento, bien más preciado. Le abracé pues, agradecida como he sido desde siempre, con todo el amor de mi corazón. Y en medio de aquel abrazo estábamos, cuando noté que algo se movía dentro de la caja.
—Cari, dime que no son gusanos de seda, ni nada que vuele ni salte ni...
Y cuando a punto estaba de ponerme a chillar como digna hija de mi madre, de aquella cajita salió la cabecita más bonita, peluda y temblorosa que había visto en mi vida. Luego una patita, después la otra. Dos lagrimones cayeron de mis ojos, mitad amor a primera vista, mitad temor por mi vida porque aquello no dejaba de ser un gato (precioso, diminuto, adorable), pero primo legítimo del rey de la selva y potencialmente peligroso. 
Poco a poco nos fuimos acercando, conociendo, queriendo. Le di todo el amor que pude y ella me lo devolvió con creces. Superé gracias a ella mi miedo a los gatos, me reconcilié con los perros, dejé de temer si iba a casa de un amigo en el que el lugar de honor en el salón, lo ocupaba un loro gigante. Me enseñó que el amor incondicional existía y dejé de tener miedo de quedarme en casa sola, otra herencia de mi abuela. Me hizo feliz. Pero a veces las circunstancias se tuercen y un día, del que me arrepentiré toda la vida, la llevamos a vivir a otra casa en la que sé que es feliz y  en la que además, hace feliz a su nueva familia. Hace cuatro años ya y no hay día en el que no me acuerde de ella. Fue lo mejor entonces. Pero en el fondo, siempre vivirá conmigo.

Esto te lo debía, Brendi.

Y así fue como me reconcilié con el mundo animal. Así fue como me enamoré de los gatos. Ella solita lo consiguió.

Pero yo no me doy por vencida nunca. Tengo preparada una batería de fotos de bebés gatitos, videos de los gatos más divertidos del planeta, lecturas sobre las maravillas de crecer con una mascota. Vuelvo a sentir aquella necesidad y aunque tengo a mi alrededor a dos bichitas a las que cuidar y dar todo el amor del mundo, sé que serían felices con un nuevo miembro peludo en la familia. 

Si todo eso no funciona, no me quedará otra que esperar a que él mismo recuerde lo maravilloso que es dormir con un gatito enroscado en tus pies, debajo del edredón, en las frías noches de invierno.


A mi Brendi.
Siempre en mi corazón.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Reunión de pastoras

"Reunión urgente. Cena en mi casa. A las diez. Si alguna no puede venir, que me borre de su agenda telefónica. Besos".

Con este mensaje de mi amiga Marta me he despertado esta mañana. Así, recién levantada, con el cerebro ralentizado y la señal de la almohada surcándome la cara, he pensado como buenamente he podido que ¡esta noche hay fiesta! Lo primero es lo primero; ignoro las voces de las herederas pidiéndome su colacao mañanero porque hay ciertas cosas de vital importancia que no pueden esperar:
— Yoli necesito hora para unas mechas hoy y si no me buscas un hueco, puedes ir borrándome de tu agenda telefónica—
 Me ha dado para las doce, dice que tiene una novia pero que por nada del mundo me puede fallar a mí, su clienta estrella. No he entendido muy bien qué tiene que ver su inclinación sexual con atenderme tan solícita (ah, vale, ya, sí, lo entiendo) pero he colgado satisfecha.
A medida que han ido pasando los minutos, el olor a tostada y el ruido del exprimidor eléctrico han logrado despertarme del todo. Ha sido entonces cuando me he parado a pensar en el tono del mensaje de Marta que, aunque ambiguo, no mostraba signos claros de que mañana me fuera a levantar con resaca. Estuve tentada de anular mi cita con Yoli pero no quise hacerlo después de haberme confesado su homosexualidad con tanta naturalidad, no fuera a pensar que por ello yo, antigua fan de Mónica Naranjo, la rechazaba. Hay que estar siempre presentable para recibir noticias y si son malas, más aún. Esto último me lo he dicho para autoconvencerme de la necesidad de unas mechas que voy teniendo desde hace tres meses, pero es una máxima que podría definir perfectamente el pensamiento filosófico y vital de mi abuela Manuela: cien años y todas las semanas tiene sesión de peluquería. Ya puede haberse muerto Paquirri, que ella a su peluquería no falta. Y le ha ido bien, parece.
Total, que he ido a la pelu, me he dado las mechas, me he hecho las cejas (nuevas, que no tengo después de pasarme los cinco años de carrera depilándomelas), he consolado a la novia a la que tenía que peinar Yoli durante las dos horas y media que la ha tenido allí sentada. También he hablado con Yoli, de clienta a peluquera, de su Agustín, que la tiene harta porque "lo único que toca son los botones de la Play y ella está más quemá que el palo´un churrero y este o se espabila y la empieza a tratar como la pedazo hembra que es o le van a salir unos cuernos que ni los del toro que mató a Manolete"; he constatado que muy lesbiana no parecía y me he metido en el Zara a probarme tres monos, dos vestidos y unas botas como las de la Sara Carbonero; me he comprado las botas como las de la Sara Carbonero y pizzas en el Mercadona como para un bautizo gitano, he vuelto a casa y no sé qué más he hecho pero de pronto, han dado las nueve de la noche. Es la señal. Podéis hacer lo que os dé la gana pero la menda va a teletransportarse al cuarto de baño y de allí a la calle sin decir esta boca es mía. Bueno, a ver, tampoco hay que ser tan radical de golpe: les he puesto los pijamas, las pizzas en el horno, le he sacado a Querido tres cuentos a elegir uno y entonces sí, me he teletrans... me he ido a arreglar. Buenas noches, os quiero, que durmáis bien, déjate algún capíulo de Juego de Tronos para mañana y no me esperéis despiertos. 
Esa sensación, la de cerrar la puerta de casa  detrás de ti  y verte con tacones, notar el sabor de la barra de labios, el olor a perfume y no a Nenuco, esa sensación... shhhhhh... no hay palabras.
A las diez menos cinco estábamos todas en la puerta de Villamisterios. La mezcla de sentimientos encontrados por el desconocimiento del motivo de aquella reunión era tan grande como la mezcla de perfumes. Nosotras somos así, para una vez que salimos, que se note a cien metros a la redonda. Antes cantábamos canciones de Alejandro Sanz; ahora nos bañamos en perfumes.
Marta nos recibió con abrazos y besos efusivos, cosa rara tratándose de la Frozen original, la esquimal la llamábamos en el instituto por lo fría que era. Estaba claro que algo pasaba y que no iba a lucir las botas de la Sara Carbonero más allá de aquellas paredes.
—¡Marta habla, por Dios! ¿Son cuernos? ¿Hay otra? ¿Otro? Um ¿Hay otra?— pregunté comida por los nervios y la intriga como estaba.
—No, no hay cuernos— dijo al fin— No hay cuernos ni hay nada. Se acabó. Vamos a divorciarnos.
Se hizo el silencio primero, los abrazos después, alguna lágrima por el fracaso del Amor. 
Marta llevaba doce años casada con Rodrigo, un ilustre cardiólogo hijo de cardiólogo y nieto de cardiólogo. También era hijo de su madre y nieto de su abuela, dos brillantes poetisas que sembraron romances y sonetos en el corazón de Rodrigo desde que nació. Y así, dedicándole maravillosas poesías creadas en las insomnes noches de interminables guardias de hospital, logró deshacer el hielo del témpano con piernas que era nuestra querida Marta.
Después de dos años llenos de amor, de poemas en la almohada, de miradas que significaban todo, de sentirse musa y reina de su corazón de cardiólogo, ella dijo sí. Se casaron en una pequeña capilla perdida en algún pueblo de Granada, los dos solos, yo te elijo a ti todos los días de mi vida, y yo a ti, ya verás, voy a vestirte de besos cada día, tú y solo tú, mi vida. Tú.
A los tres meses celebraron la gran boda que sus padres querían y se fueron a vivir a un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. No necesitaban más, decían. Y era verdad; nunca he visto a dos personas que necesitaran estar tan juntas como ellos. Siempre de la mano, siempre abrazados, siempre buscando el contacto del uno con el otro. Tanto se abrazaron que llegaron a tener su momento Brangelina, mimetizados por completo hasta en la ropa que se ponían. Pero ellos eran felices y no iba a ser yo la que le dijera que las camisas de hombre tienen su punto si eres Julia Roberts hace veinte años o que se mimetizara también con Rodrigo cuando se afeitaba el bigote por las mañanas. Yo no, desde luego.
Al cabo de los años llegó Gonzalo y con él, las necesidades: necesitamos un coche más grande; necesitamos una casa más grande; necesitamos un capazo grande; un jardín; un vestidor; otro coche. Se mudaron a una preciosa y enorme casa a las afueras de la ciudad y la vida les cambió. Marta dejó su trabajo para poder cuidar de su hijo a tiempo completo y  Rodrigo pasaba cada vez más horas en el hospital intentando que en la cuenta nunca faltara dinero. Los sonetos se convirtieron en pareados y los pareados en reproches. Ella porque él no pasaba el suficiente tiempo en casa, él porque ella no comprendía la importancia de su trabajo; ella porque no le ayudaba con el niño, él porque ya no se arreglaba; ella porque él siempre estaba de mal humor, él porque ella no entendía su situación y el dolor que le producía perderse todas las primeras veces de Gonzalo. Pero un día, sin más, cesó el fuego. Ella comprendió y él lo intentó. No hubo más discusiones y los dos prometieron hacerse la vida más fácil.
—Pero ayer me dijo que él no podía vivir así, sin pasión, sin amor, en una relación inerte donde se hablaban las mismas conversaciones que en una reunión de jubilados, que era lo mejor para los dos y que nos merecíamos volver a ser felices, a escribir poemas y a inspirarlos. Así que fin, se terminó, esta mañana se ha llevado sus cosas y me ha dejado por escrito el reparto de los gananciales y un montón de cosas más que no he podido ni leer—concluyó Marta antes de echarse a llorar arropada por todas.
Por todas menos por mí. 
Las dejé en el salón diciéndose todo eso que se dice cuando una relación termina; los ya verás como todo se arregla, esto ha sido un arrebato, luego lo pensará y verá que no puede estar sin ti y volverá, verás como volverá, tú no llores, no te disgustes que no tienes motivos, mañana mismo lo tienes aquí... Yo las escuchaba desde la terraza, fumándome un cigarro y contando estrellas. Una, dos, tres... quince... treinta y dos... hasta que los llantos y las palabras cesaron. Entonces abrí la nevera, saqué  las botellas de vino blanco que encontré, cogí copas y un par de ceniceros y lo coloqué todo sobre la mesa de la terraza.
—Chicas— grité— Venid.
Había encendido velas y la luz de la piscina. Allí estábamos, envueltas en el olor del jazmín, arropadas por la sutil luz del jardín y de la luna. Y con siete botellas de vino esperando para ser ingeridas.
— ¿Cuál es el drama Marta? ¿Que tienes una nueva oportunidad en la vida? ¿Que ya no vas a volver a acostarte al lado de un señor que se había convertido en poco más que en un conocido con el que tenías una relación cordial y nada más? ¿Que vas a poder vivir la vida como te dé la gana sin necesitar a nadie más que a ti para hacerlo? — le dije bajito para no asustarla — Marta, cielo, la vida no es para vivirla de refilón, para verla pasar de puntillas, no aspirar a nada más que a la comodidad de lo conocido. La vida, Marta ¡es para vivirla!. Así que señoras, levanten sus copas y brindemos por ella y por la oportunidad  que ahora tiene de abandonar la piscina de agua templada y tirarse al volcán de cabeza. 
Entonces les cambió la cara, se iluminaron sus ojos, brindaron de verdad porque el deseo se cumpliera. 
Cuatro botellas vacías después, continuamos con las risas y las historias de abuelas cebolleta, haciendo recuento de novios, de amigos íntimos y de íntimos que no eran ni amigos.
— Marta querida, te envido, te envidio digo— dijeron las siete copas que se había bebido Claudia — es que tíiiiiia ¡ahora vas a poder volver a salir a ligar!
— ¿A ligar? ¿Yo? ¿Estás loca?
—¡Pero claaaaaro, Martuchi, a ligar tú con tu cuerpo! Es tan maravillo eso ¿cómo se llama? joder, ¡eso! ¡el prinpicio
Las risas se volvieron carcajadas. Ver a Claudia borracha ocurre una vez cada diez años o veinte. Y es una pena porque es entonces cuando Candy Candy se queda dormida y deja salir a la niña pija macarra que lleva dentro.
— No os riáis, brujas. Estáis todas tan bocharras como yo. Y tú Marta, hazme el favor de comprarte ropa interior nueva que el fin de semana que viene salimos a ligar. A ligar tú, yo no, tú, tú, tú. Pero todas iremos contigo cantando "son tan fuertes tus miraaadas, elegantes y estudiadas, yo soy na na nanananino pero entraré nanino pisando fuerte, pisando fuerteeeeeeeeeeeeeee!
— ¡Pero si yo no tengo ni idea de ligar y estoy vieja y fea y tengo una estría en la barriga y uso crema antiarrugas!
—¿Qué no sabes ligar?— dije yo con mi botella de vino directamente en la mano, cansada como estaba de llenarme la copa cada tres minutos— Querida, vamos por partes.
Y entonces, la maestra del ligoteo que vive en mí, las deleitó con una clase magistral.
— Primero tienes que decidir el segmento de la población al que vas dirigida, que no es lo mismo ligarse a un catedrático de la RAE que a un compositor de bachata y reggaetón. Si te decides por el, llamémosle, tipo A, deberás interiorizar el personaje de Melaningrifin en Armas de mujer e intentar representarlo lo más fielmente posible, ya sabes, un cuerpo para el pecado y una mente para los negocios. Lo de los negocios es comodín; aquí puedes decir "hola, soy Marta, tengo un cuerpo para el pecado y una mente para ecribir libros/ echar cuentas/  recitar la lista de los Reyes Godos/ calcular una estructura de hierro forjado/ salvar a la ballena jorobada... lo que vayas viendo según si el varón es escritor, economista, genealogista profesional, ingeniero o activista de Greenpeace. Ahora bien, si el objetivo es del tipo B, lo primero que ya llevas mal es ese pelo rubio. A los compositores de éxitos bailongos, lo que les gusta es una buena morena, también llamada "su negra" que es la que le incita a crear esas danzas del demonio. También te digo que son muy melodramas y les da un perraque si ven que la estás gozando con otro o si tu novio se activa, porque entonces él activa la guerrilla del tirón. Luego son amantes de los gatos y tienden a llamarte con nombres felinos como gata, gatita, gata en celo o gata rabiosa, así que si este es tu tipo, importante visita a al Bijúbijí, llenarte de oros, un buen eyerline, un tinte y hala, a perrear se ha dicho.
—¿Y si el objetivo es un señor normal?— preguntó Marta 
—Entonces te acercas a él mirándole a los ojos, despacio, sin prisas, que le dé tiempo a ver lo impresionante que estás. Cuando lo tengas delante, sin miedo ninguno,  le dices aquello de... Los dos cogidos de la mano por las caaaalles y regalándonos mil besos en cada rincón. Entonces, si sigue ahí cuando termines de cantar, con una sonrisa y otra copa en la mano para ti, él es tu hombre. De momento.
Marta se levantó y volvió al rato con una bandeja llena de mojitos y una gran sonrisa en la cara. Fue buena la idea de Rodrigo; hacía años que no la veía sonreír de esa manera. 
Cayeron las botellas de vino, los mojitos y alguna botella con un líquido rojo de sabor indescriptible. Cayeron las lágrimas también, pero de alegría, de risas compartidas entre amigas. Y volví a sentirme satisfecha por segunda vez en el día; primero, porque realmente creía que era lo mejor para Marta y segundo, porque  por fin, después de mucho tiempo, mañana volvería a tener una maravillosa resaca.