Este fin de semana voy a permitirme
un lujo que llevo deseando semanas, meses incluso; tal vez años. Sueño con
ello, con quitarme el mediomoño que tan ideal luce en las cabezas de las
influencers nacionales, mundiales y de mi bloque me atrevería a decir, pero que
en mí resulta el moño de Doña Cicuta, que era una amiga de mi abuela y pionera
en esto de hacerse moños de influencers, a nivel rural, eso sí. Peinarme el
pelo con secador; ponerme un tacón, unas cuñas, un algo que permita liberar a
mis pies de la dictadura de las chanclas piscineras. Quiero también, y a ser
posible, que el pequeño koala parlante que vive adherido a mi cadera, disfrute
de unos minutos de libertad vigilada para que vaya habituándose a lo que es el
ecosistema del hogar con mamá disfrutando en otro ecosistema distinto. Aunque
igual debería empezar por algo más ligero como ir al baño sola, por ejemplo.
Tal vez esto, tan de sopetón, sin estar preparadas ambas, tal vez… En fin, que
me voy al cine. Y con una amiga; así, a lo loco.
Aunque más que al cine, parecía que
iba de Erasmus un año entero.
—Pero mami
—heredera mayor al habla— ¿Por qué tienes que ir tú sola? ¿Puedo ir contigo?
¿Puedo? Porfa. ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Y por qué te maquillas tanto? ¿Con quién vas?
¿Tienes un amigovio, mamá? ¿Tienes?— la voz quebrada; las lágrimas invisibles resbalando
por su cara.
Un amigovio dice. A ver a qué hora,
que no me da ni para leerme los adelantos que me llegan al Kindle de los libros
que me gustaría leer. Quizá cuando crezcan un poquito más me pase por el centro
de salud en hora punta, me contagie de una
buena gripe, la empalme con una gastroenteritis y me coja dos semanas de cama
del tirón. Y un montón de libros, como cuando era joven. Así soy yo; una
soñadora de la vida.
La heredera mayor realizaba el tercer
grado mientras escrutaba mi neceser de maquillaje con tanta atención, que por
un momento esperé que comenzase a tamizar polvos de talco sobre él y los
iluminase con su linterna de la exploradora que nunca fue. Entonces me diría
con su nueva voz de Sharon Stone en Instinto Básico: “Lo sé todo mamá. Sé que
vas a verlo a él”.
Y era verdad. Hacía mucho que no
sentía algo parecido; esa ilusión, esas ganas de montar un club de fans en el
que ahora sí, podría ser la presidenta. No como cuando era la fan número 15298600
de Alejandro Sanz, allá por el siglo pasado. Entonces era un número más, otra
muesca en su cinturón de muesca por fan y que podría medir aproximadamente mil
millas (que, para los no instruidos en la materia o en películas de Antena3 un
fin de semana a medio día, son kilómetros en inglés; lo traduzco porque lo
sabrán apreciar mis lectores angloparlantes).
Que no digo que mi ídolo actual no tenga ya un club de fans con su presidenta y
todo, la diferencia es que ahora iría y le diría:
—Hola,
buenas tardes ¿Hablo con la presidenta del Club de fans?
—Sí, ja, ja,
ja. ¿Quiere usted algo, señora?
—Sí, ja, ja,
ja. Que vayas a terminar la ESO que hasta entonces me autoproclamo presidenta
en funciones para siempre y siempre jamás.
Y ella me contestaría con un
emoticono llorando y un (LOL), que es un emotipalabro cuyo significado no
acierto a retener en mi pequeño órgano pensador pero que estoy segura, sabrán descifrar mis lectores
adolescentes.
Todo esto pensé a la vez que me aplicaba
máscara de pestañas con una mano y sujetaba a la koala parlante a mi cadera con
la otra, mientras ella se entretenía limpiando con toallitas húmedas el espejo del
baño en el que me veía como un retrato picassiano. A la vez intentaba alejar a
la heredera mayor de mis coloretes caros y delicados y a la heredera mediana de
la caja de tampones de la que no quedaba prácticamente ni uno dentro de su
paquetito. Y como el percal era bastante desalentador, volví a concentrarme en
el momento fan, en el sonido Movirrecord, el olor a palomitas y a ambientador
de cines universal marca ACME, en el gustazo de poder ver una película sin ser interrumpida
quinientas veces para atender esas
urgencias que se les ocurren a los niños cuando no se les ocurre nada más y
quieren dar por sac… recibir el afecto y el amor de sus queridos padres.
Querido había preparado las cenas,
pijamas y zapatillas como si de los tres ositos de Ricitos de Oro se tratase,
de mayor a menor. “Todo bajo control, Cari. Anda, vete ya que llegarás tarde,
como siempre”. Preferí ignorar la coletilla final porque mi Paco me esperaba,
pero llegar tarde cuando tienes que arreglar a tres niñas y a ti misma está
permitido en muchos países (a lot of countries. De nada). Al final se le quebró un poco la voz pero supo
mantenerse firme y esbozar una gran sonrisa para que me fuera tranquila. Y me
hubiera ido de no ser por el ataque de mamitis que le dio a la koala pequeña y
que a punto estuvo de hacerme dar marcha atrás, pero papá tenía preparada su
criptonita y en cuanto escuchó como se abría el paquete de gusanitos, me soltó
el cuello y desapareció con esos andares a lo John Wayne que le caracterizan
desde hace un par de meses, lo mismito que si se hubiese bajado de un
unicornio.
Y yo me fui. Con mi amiga. Sin
herederas. Con palomitas. Sin rencores. Dispuesta a disfrutar de lo que más me
gusta en un hombre: que me haga reír. Volví a renovar mis votos de amor de fan por
Paco Leon (Paco Lion or Luisma too) y regresé a casa sintiéndome medio piripi
por la velocidad a la que nos habíamos tomado unas cerveza mi amiga y yo y
también orgullosa por tener en casa a mi humorista particular.
— Es que me
descojono contigo, Cari— le dije como muestra de mi amor por él.
Quise sellar mi declaración con un
buen beso de película pero me desequilibré y se lo di en la oreja. Pensó que le
había perforado el tímpano, así que con la mano en la oreja y hablándome muy
alto, dijo que iba al centro de salud a corroborar su diagnóstico, pero a mí no
me engañaba; iba a por una buena gripe y una semana de cama. O dos.