miércoles, 10 de octubre de 2018

La primera vez.


Para todo hay una primera vez en la vida, incluso a veces ella misma nos sorprende guiando nuestros pasos por caminos a los que a priori nunca imaginamos que podríamos llegar; y no solo llegar, sino caminar, incluso, qué demonios, correr, escalar, hacer el pino puente ¡bailar desnudos bajo la luz de la luna roja en agosto! La vida tiene sorpresas escondidas tras las esquinas para recordarte cuánto merece la pena vivirla y la capacidad de lograr que abras puertas a las que nunca creerías que te pudieras enfrentar. Vencer tus miedos, coger el toro por los huev…

Me he hecho un piercing.

En un estudio de tatuajes.

Me quité las perlas antes de entrar en un acto de súbita tontería, la verdad; allí mismo, una chica se había colocado dos, con sendas incrustaciones de zafiros además, para simular los ojos de las hormigas Trancas y Barrancas que se acababa de tatuar.

—Es como nos llamamos mi Cari y yo en la intimidad— me dijo tras alabarle el buen gusto a ella y la firmeza de su pulso al tatuador—. Los dos tenemos los ojos muy grandes, una moto, un pijama lila y somos mirmecólogos, ji, ji, ji.

—Vaya… —apreté los labios en una muesca de dolor— ¿y eso tiene cura?

— Ji, ji, ji, me recuerda usted a mi madre. No es una enfermedad, señora. La mirmecología es una rama de la Zoología que trata del estudio las hormigas.

— ¿Y las estudiáis una a una? — dije sin acritud ninguna aún habiéndole recordado a su madre; aún habiéndome llamado señora; aún teniendo ese tono de piel que solo se consigue tras una semana en Sancti Petri sin niños al cargo… lo dije sin acritud después de asumir por fin que había llegado a esa edad en la que podría tener una hija de veinte años sin necesidad de haber sido madre adolescente. Esto debe de ser aquello que hablan de alcanzar el Nirvana. O madurar, no lo sé.

La jovial Barrancas (¿por qué doy por hecho que Trancas era el novio?) salió del estudio sin una muestra de dolor en su cara. Feliz con sus hormiguitas subiéndoles por el tobillo de mirmecóloga enamorada.

Llegó el momento.

— Hola buenos días. Vengo a ponerme un piercing porque, verá usted, sufro de migrañas desde que tengo uso de razón y me han comentado que…

— Un momento que aviso al perforador— y se dio la vuelta dejándome con la palabra en la boca y el miedo en el cuerpo. ¿Un perforador? ¿Eso no es maquinaria pesada? ¿Podría pedir la epidural? ¿Realmente me duele tanto la cabeza como para que venga este señor con nombre de película de cine de adultos poco imaginativa a mutilarme viva?

Pero entonces apareció él, un querubín de enormes ojos azules y unas rastas que daban ganas de sacar el peine del bolso y dejarle el pelo como si acabara de hacerse un alisado japonés (soy madre, a las madres nos gusta desenredar, nos vuelven locas las melenas lisas sin enredos, desenredar, desenredar, desenredar). Apareció, me lo explicó todo como para rubias y en un momentín en el que vi mi vida entera pasar, me colocó el piercing curativo.

Dolió, pero no tanto como lo que escuché al llegar a mi propia casa.

—Mamá, qué fuerte, te pareces a (NOMBRE NO RETENIDO)— ante mi cara de extrañeza, Heredera mayor aclara: — ¡la cantante! ¡la que lo peta ahora, mami!

Corrí a mirar un calendario y con los dedos temblorosos, conté los años transcurridos desde mi primer parto hasta el día de hoy. No salían las cuentas. ¿Estaban adelantando la edad del pavo como si se tratara del cambio de hora en otoño? ¿Es por todo el colacao que han tomado? ¿Será por lo que dice la tía Eusebia que le echan a las comidas y por lo que los tomates no saben a tomates sino a corvina marinada?

Mientras barajaba la posibilidad de meterla en un internado, la Heredera mediana tomó la voz cantante y me ilustró en mi propio móvil, desbloqueándolo en mi propia cara y con mi propio número ultrasecreto, el video de la cantante migrañosa.

—Venga mami, baila como ella y te hacemos un musicali.

Dije que de musicalis nada porque no sabía si me estaban hablando de una audición para “Madre no hay más que una, el musical” o de un video viral que me convertiría en youtuber instantáneamente, pero ¿quién puede negarse a un bailecito con sus herederas para mostrarles quien era la reina del movimiento de cadera antes de que la cantante migrañosa naciera? Yo no, desde luego.

Y en medio del salón, con las manos en la cintura, esperé a puerta gayola los primeros acordes del temazo que lo peta. Comenzaron a sonar las primeras notas, bah, nada para alguien que ha bailado al ritmo de Chimo Bayo estando sobria. Mami molona se contonea como en una peli de Tarantino segura de haber dejado boquiabiertos a todos los miembros de su familia. La cantante migrañosa se pasea en chándal por una calle de imitación del Bronx pero en España, a juzgar por los grafitis en castellano de un tal Toño. Apenas una minicoreografía consistente en cruzar los brazos a la altura de las caderas colocando los dedos como si estuviera sumando con ellos pero intentando que nadie se dé cuenta y en poner cara de mala muy mala. Aprecio también una leve cojera o un dejarse caer cansada de sumar llevándose cuando, sin previo aviso, el ritmo la posee y entra en trance, en shock postraumático y en una crisis de epilepsia aguda.

— ¿Pero niñas, queréis que le dé un lumbago a vuestra madre o qué se os pasa por esas mentes de bebés milenials?

Ellas se ríen a lo Peppa Pig que incluye tirarse al suelo para enfatizar lo gracioso que es todo y yo me quedo hipnotizada mirando los movimientos de la cantante migrañosa. Qué manera de mover cuerpo y melena y qué dolor de cervicales me entra solo con mirarla.

               Y entonces vuelvo a pensar en que para todo hay una primera vez en la vida y en que a veces, ella misma nos sorprende guiando nuestros pasos por caminos a los que a priori nunca imaginamos que podríamos llegar; y no solo llegar, sino caminar, incluso, qué demonios, ¡bailando Hip Hop!