Hace tres días
estuve a punto de morir. Nada glamouroso, la verdad. Estaba tan tranquila en mi
sofá tras un día agotador, tomándome mi vasito de leche de coco con su canela
por encima, cuando apareció en medio del salón, con su camisón blanco y su
larga melena alborotada, la que podría haber sido perfectamente la niña de la
curva y que finalmente resultó ser la heredera mayor.
—Mamá— dijo.
—Hija—respondí.
—Cuando los
bebés… antes de nacer— aquí hizo una pausa.
—Sí, cariño—
aquí tomé un sorbo de mi bebida vegetal especiada sin sospechar siquiera que
podría haberse convertido en un último chupito de cicuta a lo socrático.
—Cuando son muy
pequeños y bajan por la garganta— aquí ella parpadeó, creo. Los recuerdos se
difuminan por mi posible defunción inminente.
—Pffffffffffffffffffffaaaaaaaaaaaaaaaaaaaagggggggggggggggghhhhhhhhhhhhhh—aquí
estuve a punto de morir ahogada entre la impresión, la leche de coco que me
llegó al cerebro y la canela que no estaba disuelta y que esnifé literalmente.
La heredera
mayor me miraba de reojo y con las manos apoyadas en las caderas que es como la
miro yo cuando me ignora abiertamente. Era evidente que no era consciente de la
gravedad del asunto y tuve que salvarme a mí misma intentando reconducir la
leche de coco por los conductos adecuados y estornudando todo lo posible para
eliminar la canela de la que probablemente tendría que desintoxicarme en una
clínica repleta de famosos.
Literalmente, un
susto de muerte.
Casi.
Vi la luz al
final del túnel… mi vida pasar… las reservas de comida hecha en el congelador
para que subsistieran hasta que Querido se hiciera con el manejo de la thermomix.
En fin, que había vuelto a nacer.
Una vez me hube
recuperado, decidí dejar en cuarentena a la heredera mayor en cuanto al tema
del reparto de mis posesiones y acto seguido me dispuse a afrontar el momento
que tanto temía desde que me convertí en madre.
—Mamá—dijo.
—Hi… ja—respondí
recién resucitada.
—Cuando los
bebés…antes de nacer… cuando son muy pequeños y bajan por la garganta… ¿por qué
no se deshacen con los jugos gástricos del estómago? —concluyó al fin.
—Cariño, es muy
tarde. Mañana te lo explicaré todo muy bien. Vuelve a la cama y duérmete.
Parece que
alguien se ha vuelto a comer sus propias palabras, sus propias ideas, sus
propias intenciones de hablarlo todo muy naturalmente y muy claramente y muy todamente
en cuanto surgiera la oportunidad.
Prácticamente
desde que el predictor predijo mi maternidad, me imaginaba escenas de
complicidad madre e hija, sentadas en un gran sofá en medio de un salón muy
limpio, ordenado y luminoso, riendo y aprendiendo delante de un gran libro
sobre penes, vaginas, actos sexuales y fecundaciones varias. Pero lo vas
dejando, lo vas dejando, y al final la veo como a mí, enterándose de todo a
través del Cosmopólitan.
Crecí mirando al
suelo cada vez que intuía, por la proximidad de las bocas de los actores, sus
ojos en blanco y la música de fondo, que de un momento a otro iba a producirse
un encuentro romántico sexual en la televisión de mi casa. Nunca fue imperativo
legal, no teníamos órdenes “de arriba” de evitar contacto visual en cuanto
intuyésemos un acto de amor, pero una fuerza desconocida, un pudor extraño, un
vete a tú a saber, nos obligaba a mis hermanas y a mí a mirar a la vez si el
brasero estaba encendido o a buscar la tuerca de un pendiente justo en ese
momento. Es un misterio sin resolver digno de estudio, sobre todo que sigamos
haciéndolo con cuarenta años y habiéndonos estrenado todas en un paritorio.
De modo que por no
acertar a tiempo a presionar la segunda resistencia del brasero, atender una
sed urgentísima o por un ataque de tos más falso que Judas, me perdí la primera
vez de Dylan y Brenda, lo que fuera que hiciesen Julia Roberts y Richard Gere
encima del piano y la mitad de todos los capítulos de Melrose Place.
Por supuesto,
ninguna fue al cine a ver Instinto Básico ni Historias del Kronen. Íbamos a ver
Tienes un email y peliculones por el estilo. Eso oficialmente, se entiende.
Resuelta a coger
el toro por los cuernos y a no permitir que las herederas buscaran tuercas de
pendientes imaginarias cada vez que los de la Patrulla Canina se saludaran como
los perros que son, decidí recurrir a
quien tanto me había ayudado en las ocasiones en las que me había sentido
perdida como madre; momentos en los que había dudado de si mi actuación estaba
siendo la adecuada; situaciones en las que titubeé, sopesé y consideré cual sería la mejor opción cuando alguna
heredera se tiraba al suelo en plena rabieta, tirando de mis pantalones hacia
abajo con el único y maléfico plan de dejarme en bragas.
Tenía que
recurrir a ellas: las madres del parque.
—Pues nosotros a
Manolito— nombre ficticio porque hablamos de un menor— le contamos que se
metían por el ombligo cuando la mamá y el papá dormían juntos y no tiene ningún
trauma, oye.
—Bueno, Laurita
—nombre ficticio porque hablamos de una menor— sabe desde que tenía año y medio
que el espermatozoide fecunda al óvulo tras el acto sexual y no tiene ningún
trauma tampoco.
—Anselmito— nombre
real, porque Anselmito tiene ya treinta años recién cumplidos— nunca preguntó. Claro
que teníamos dos caniches salidos que dejaban poco a la imaginación. Trauma no
sé si tiene, la verdad.
Ah, cuánta
sabiduría junta en un banco del parque.
Dudé entonces
entre si contarle la versión edulcorada, hablarle de la reproducción humana con
croquis, esquemas y una gran pizarra Veleda (a mis seguidores millenials os
debe de estar pareciendo el artículo de hoy un capitulo de Amar en tiempos
revueltos) o buscarle una pareja al gato y meterle viagras en el pienso.
Dudé durante
horas. Dudé a solas. Dudé con Querido. Dudé en sueños y dudé con el café
mañanero.
Y por fin
encontré la solución: mudarnos a Finlandia donde en los colegios lo explican
todo muy bien y ya vuelven a casa con el trauma ahorrado y demás.
—Mamá—
—Hija—
—Ya sé el motivo
por el que los bebé no se deshacen con los jugos gástricos— me dijo muy seria.
—¿Sí? ¿Y cuál
es? —necesité más que nunca oler la maldita canela.
—Bueno mamá,
creo que papá, tú y yo debemos tener una conversación urgente.
Sonreí y asentí.
Había llegado el momento de afrontarlo, aquel que había estado temiendo desde
el día en el que el predictor predijo que iba a ser madre por primera vez: la
heredera primera se estaba haciendo mayor.