sábado, 16 de noviembre de 2019

Hablemos de sexo


Hace tres días estuve a punto de morir. Nada glamouroso, la verdad. Estaba tan tranquila en mi sofá tras un día agotador, tomándome mi vasito de leche de coco con su canela por encima, cuando apareció en medio del salón, con su camisón blanco y su larga melena alborotada, la que podría haber sido perfectamente la niña de la curva y que finalmente resultó ser la heredera mayor.

—Mamá— dijo.

—Hija—respondí.

—Cuando los bebés… antes de nacer— aquí hizo una pausa.

—Sí, cariño— aquí tomé un sorbo de mi bebida vegetal especiada sin sospechar siquiera que podría haberse convertido en un último chupito de cicuta a lo socrático.

—Cuando son muy pequeños y bajan por la garganta— aquí ella parpadeó, creo. Los recuerdos se difuminan por mi posible defunción inminente.

—Pffffffffffffffffffffaaaaaaaaaaaaaaaaaaaagggggggggggggggghhhhhhhhhhhhhh—aquí estuve a punto de morir ahogada entre la impresión, la leche de coco que me llegó al cerebro y la canela que no estaba disuelta y que esnifé literalmente.

La heredera mayor me miraba de reojo y con las manos apoyadas en las caderas que es como la miro yo cuando me ignora abiertamente. Era evidente que no era consciente de la gravedad del asunto y tuve que salvarme a mí misma intentando reconducir la leche de coco por los conductos adecuados y estornudando todo lo posible para eliminar la canela de la que probablemente tendría que desintoxicarme en una clínica repleta de famosos.

Literalmente, un susto de muerte.

Casi.

Vi la luz al final del túnel… mi vida pasar… las reservas de comida hecha en el congelador para que subsistieran hasta que Querido se hiciera con el manejo de la thermomix. En fin, que había vuelto a nacer.

Una vez me hube recuperado, decidí dejar en cuarentena a la heredera mayor en cuanto al tema del reparto de mis posesiones y acto seguido me dispuse a afrontar el momento que tanto temía desde que me convertí en madre.

—Mamá—dijo.

—Hi… ja—respondí recién resucitada.

—Cuando los bebés…antes de nacer… cuando son muy pequeños y bajan por la garganta… ¿por qué no se deshacen con los jugos gástricos del estómago? —concluyó al fin.

—Cariño, es muy tarde. Mañana te lo explicaré todo muy bien. Vuelve a la cama y duérmete.

Parece que alguien se ha vuelto a comer sus propias palabras, sus propias ideas, sus propias intenciones de hablarlo todo muy naturalmente y muy claramente y muy todamente en cuanto surgiera la oportunidad.

Prácticamente desde que el predictor predijo mi maternidad, me imaginaba escenas de complicidad madre e hija, sentadas en un gran sofá en medio de un salón muy limpio, ordenado y luminoso, riendo y aprendiendo delante de un gran libro sobre penes, vaginas, actos sexuales y fecundaciones varias. Pero lo vas dejando, lo vas dejando, y al final la veo como a mí, enterándose de todo a través del Cosmopólitan.

Crecí mirando al suelo cada vez que intuía, por la proximidad de las bocas de los actores, sus ojos en blanco y la música de fondo, que de un momento a otro iba a producirse un encuentro romántico sexual en la televisión de mi casa. Nunca fue imperativo legal, no teníamos órdenes “de arriba” de evitar contacto visual en cuanto intuyésemos un acto de amor, pero una fuerza desconocida, un pudor extraño, un vete a tú a saber, nos obligaba a mis hermanas y a mí a mirar a la vez si el brasero estaba encendido o a buscar la tuerca de un pendiente justo en ese momento. Es un misterio sin resolver digno de estudio, sobre todo que sigamos haciéndolo con cuarenta años y habiéndonos estrenado todas en un paritorio.

De modo que por no acertar a tiempo a presionar la segunda resistencia del brasero, atender una sed urgentísima o por un ataque de tos más falso que Judas, me perdí la primera vez de Dylan y Brenda, lo que fuera que hiciesen Julia Roberts y Richard Gere encima del piano y la mitad de todos los capítulos de Melrose Place.

Por supuesto, ninguna fue al cine a ver Instinto Básico ni Historias del Kronen. Íbamos a ver Tienes un email y peliculones por el estilo. Eso oficialmente, se entiende.

Resuelta a coger el toro por los cuernos y a no permitir que las herederas buscaran tuercas de pendientes imaginarias cada vez que los de la Patrulla Canina se saludaran como los perros que son,  decidí recurrir a quien tanto me había ayudado en las ocasiones en las que me había sentido perdida como madre; momentos en los que había dudado de si mi actuación estaba siendo la adecuada; situaciones en las que titubeé, sopesé y consideré  cual sería la mejor opción cuando alguna heredera se tiraba al suelo en plena rabieta, tirando de mis pantalones hacia abajo con el único y maléfico plan de dejarme en bragas.

Tenía que recurrir a ellas: las madres del parque.

—Pues nosotros a Manolito— nombre ficticio porque hablamos de un menor— le contamos que se metían por el ombligo cuando la mamá y el papá dormían juntos y no tiene ningún trauma, oye.

—Bueno, Laurita —nombre ficticio porque hablamos de una menor— sabe desde que tenía año y medio que el espermatozoide fecunda al óvulo tras el acto sexual y no tiene ningún trauma tampoco.

—Anselmito— nombre real, porque Anselmito tiene ya treinta años recién cumplidos— nunca preguntó. Claro que teníamos dos caniches salidos que dejaban poco a la imaginación. Trauma no sé si tiene, la verdad.

Ah, cuánta sabiduría junta en un banco del parque.

Dudé entonces entre si contarle la versión edulcorada, hablarle de la reproducción humana con croquis, esquemas y una gran pizarra Veleda (a mis seguidores millenials os debe de estar pareciendo el artículo de hoy un capitulo de Amar en tiempos revueltos) o buscarle una pareja al gato y meterle viagras en el pienso.

Dudé durante horas. Dudé a solas. Dudé con Querido. Dudé en sueños y dudé con el café mañanero.

Y por fin encontré la solución: mudarnos a Finlandia donde en los colegios lo explican todo muy bien y ya vuelven a casa con el trauma ahorrado y demás.

—Mamá—

—Hija—

—Ya sé el motivo por el que los bebé no se deshacen con los jugos gástricos— me dijo muy seria.

—¿Sí? ¿Y cuál es? —necesité más que nunca oler la maldita canela.

—Bueno mamá, creo que papá, tú y yo debemos tener una conversación urgente.

Sonreí y asentí. Había llegado el momento de afrontarlo, aquel que había estado temiendo desde el día en el que el predictor predijo que iba a ser madre por primera vez: la heredera primera se estaba haciendo mayor.

viernes, 18 de octubre de 2019

El objetivo


A veces, la vida se entretiene colocando obstáculos delante de ti cuando por fin, tras muchos esfuerzos, logras fijarte un objetivo claro y firme.

Esta vez sí, te dices convencida, empoderada perdida, con la moral rebosándote por los ojos; pero llega ella, la vida en persona, y te dice: Ah, pues no, ahora no es el momento adecuado. Desempodérate ahora mismo y vuelve a tu estado natural de ameba unicelular eucariota.

Tú luchas, te resistes a abandonar al primer golpe, tú no eres de esas que tiran la toalla en el primer hueco que ven libre en la playa, no. Tú buscas cual sabuesa el mejor puesto equidistante entre el chiringuito y las olas, lejos de la pandilla de vientresplanos y cerca del centro logístico del señor voceador de cervecitas y camarones. Y allí, triunfante, clavas al fin el pincho de tu sombrilla mientras sujetas a una heredera con un brazo, agarras a las otras dos por los bañadores antes de que se metan en el agua sin crema solar, sin gorro, sin manguitos y sin socorrista personal contratado para la ocasión, y tratas de mantener cierto equilibrio, más que nada emocional.

               Pero aunque tú no eres de esas, hay veces que no puede ser. Y punto. Y tienes que aceptarlo.

               Tal y como lo he aceptado yo. Resignada. Aliviada en ocasiones. Con tilas y valerianas, por qué no decirlo. Mi objetivo estival se ha visto frustrado, vapuleado, ninguneado, aplazado, ignorado y hasta olvidado.  Este verano, mis planes de dejar la casa lista para que vinieran a tomar el té Meghan y Harry se han visto truncados por una larga lista de quehaceres inoportunos que podríamos resumir en dos: ir a la piscina a desfogar herederas y el escay de mi sofá que, a partir de las cuatro de la tarde, se empeñaba tozudo en no dejarme abandonar posición fetal alguna.

               Pero llegó septiembre. Ah, septiembre. El mes en el que comienza todo. La vida vuelve a fluir, el escay del sofá te libera, el armario empieza a pedir cita para el cambio y cada mochuelo vuelve a su olivo. Si fuera por mí, las uvas las tomaríamos el treinta y uno de agosto. Y el champán. Tres botellas, venga. ¡Feliz curso nuevo! Pura felicidad.

               El caso es que, además, este año la he conocido a ella. Flechazo total. Marie se llama. Es japonesa. Y le encanta tirar cosas.

               Yo, la verdad, tengo un lado bastante Diógenes que me incita a guardar objetos que vienen muy bien para llenar cajas a la hora de una mudanza como pueden ser los apuntes del instituto o todos los bolsos que he ido luciendo desde los quince años aproximadamente. Pero también tengo un lado destructor que compensa con el Diógenes y así puedo pasar por una persona normal si vienes a mi casa. Y si no abres los cajones. Ni los armarios. Ni el canapé de la cama.

               Así que ha sido llegar septiembre, conocer a Marie y decirle a Querido y a las herederas:

               —Querido, Heredera 1, Heredera 2, Heredera 3: que comiencen los juegos del hambre.

Querido ha empezado a sudar porque lo ha relacionado con recortes en el suministro gastronómico así que al decirle que no se trataba de la comida, ha comenzado a llorar porque lo ha relacionado con recortes en el suministro cervecero. Las herederas han sufrido ataques de hipo por la impresión de ver a su padre prometiendo, empapado entre las lágrimas y el sudor, que acudiría cada día al gimnasio si era necesario, pero que la Paulaner era sagrada. Finalmente se han tirado todos en el sofá a descansar cuando les he mirado fija y seriamente mientras les recitaba aquello de:

—Buscáis limpieza, pero la limpieza cuesta, pues aquí es donde van a empezar a pagar: con sudor. —Y he dado un golpe en el suelo con el paraguas de Peppa Pig con el que la Heredera 3 estaba jugando a Mary Poppins hace tres días y que aún seguía rondando por el salón.  Derrotaditos solo de pensarlo.

               —A ver familia, una vez superado el susto inicial y habiendo llenado la nevera de víveres como para tres bautizos, vamos al lío. Marie Kondo dice…

               — ¿Esa quién es mamá? ¿Es una amiga tuya?

               —Es una escritora que ayuda a las familias desastrosas como nosotros a vivir en un hogar ordenado de una vez por todas y a que logren ser felices con pocas cosas— dije con mi mejor sonrisa maternal.

               —¿Con pocos juguetes?

               —Sí.

               —¿Cuánto es pocos juguetes?

               —Los suficientes, cariño. Podemos dejar aquellos con los que jugáis y regalar aquellos que no tocáis ni aunque os estéis muriendo de aburrimiento total y absoluto y revoloteéis a nuestro alrededor como mosquitas veraniegas— contesté con mi sonrisa maternal visiblemente afectada.

               —La idea es sencilla: vaciamos todo en el centro de la habitación y después, cosa por cosa, decidimos si la necesitamos o no. Si sí, se queda y si no, la abrazamos, le damos las gracias por los servicios prestados y lo desechamos. Manos a la obra.

               Bueno, la primera parte del plan fue una fiesta brutal. Gritos, risas, piezas de construcción por el suelo, cabezas de pinypones por las esquinas, el gato sin saber a qué juguete rodante perseguir y las herederas dejando salir del armario el lado destructor que llevan dentro.  

               —Muy bien, chicas. Ahora vamos a ver quien es… el rival más débil— Esto lo dije enfatizándolo mucho y con cara de malas pulgas. Esa soy yo, la mujer desactualizada.

Ni que decir tiene que todo era necesario, nada podía irse de casa y cada uno de aquellos nenucos con las caras y los ojos tatuados con bolígrafos imborrables era su juguete favorito, así que para dar ejemplo, decidí que empezaríamos por organizar mi armario de los bolsos.  Y allí los puse todos ordenaditos encima de la cama, hasta la riñonera que me llevé al viaje de fin de curso en el colegio. Cada uno con su historia, sus céntimos perdidos, algún ibuprofeno caducado, aquella barra de labios que perdí algún día… Ah, si pudieran hablar.

               —Venga, dales un abrazo mami. Y tíralos. Venga, tíralos. Venga, mami, abrazo y gracias y tíralos.

               Cogí la riñonera. ¿Pero y si se vuelven a llevar? ¿Y si alguna vez me mudo a Oklahoma o lugar por el estilo y necesito una para mimetizarme con los habitantes autóctonos de allí?

               —Se queda— Y entonces la abracé con fuerza y un poco asqueada por el olor a rata muerta que desprendía. Pero era mi rata muerta y no pensaba deshacerme de ella tan fácilmente.

               Con mi riñonera bien sujeta a la cintura, nos dirigimos con paso firme hacia los dominios de Querido, quien nos miraba con cierta condescendencia con su botella de Paulaner en la mano. El muy incrédulo pensaba que no habría material vintage del que deshacernos entre sus pertenencias. Pero como por arte de magia, empezaron a surgir del fondo del armario decenas, cientos, miles de camisetas agujereadas, roídas y horribles, directamente horribles, que imploraban una muerte digna como trapos para el polvo cuanto menos.

               —¡Esta no, esta es la que me llevé el día de la octava! ¡Y esta cuando defendí el proyecto! ¡Y esta cuando murió Chanquete!

Querido revivía su pasado más o menos próximo a través de aquellas prendas y se aferraba a ellas con la misma fuerza con la que asía su botellín a medio terminar.

               —Tira tus apuntes primero.

               —¡Nunca! Deshazte tú de tu colección de chapas del mundo.

               —¡Jamás! ¿Hasta cuándo piensas guardar el calientabiberones de las niñas?

               —¡Hasta que tengas nietos a los que calentar biberones! ¿Y los cuatro mil números de los Muy Interesante? ¡Si ya todo lo miras por internet!

               —¿Pero cómo voy a tirarlos? ¡Son documentos históricos! Es oro, cari, oro.

Y mientras, las herederas se habían disfrazado con aquellas camisetas viejas, llenado los bolsos con los nenucos tatuados y montado una tienda con los cientos de objetos inservibles que habían salido de su escondite aquella mañana de septiembre.

Está claro que a veces la vida se entretiene colocándote obstáculos delante de ti cuando te fijas objetivos, aunque igual esto sucede porque esos objetivos marcados no tienen mucho que ver con lo que en realidad eres… o quieres.

¡Feliz curso nuevo!

martes, 17 de septiembre de 2019

La boda


—Bueno, cuéntame tú. Después te pondré yo al día. ¿Qué tal estás? ¿Y Querido, las herederas, cómo estáis todos? 
Era mi amiga Julieta, amigas desde el instituto, confidentes, casi hermanas. Hasta que me dejó tirada permitiendo que me casara mientras ella se dedicaba a vivir viendo series de Netflix completas, viajando por el mundo y despertándose tarde después de largas noches de juerga flamenca. En el fondo la he perdonado porque estoy in love con esta casa y todo ser que la habita, pero no puedo evitar cierta intención de arañarle la cara cuando la veo aparecer con dos bolsas de La Condesa en una mano y un anillo de Bvlgari en la otra. 
—No voy a andarme con paños calientes. La vida en pareja es dura, los años desgastan, la capacidad de dejarnos sorprender cada vez es menor; el día a día apenas nos permite conversar largo y tendido, las redes sociales nos absorben, el trabajo, la compra, las herederas, la casa, el grifo que gotea, este mes no llegamos, malos entendidos, tropiezos… y debajo de todo eso, un amor que necesita atención para mantenerse vivo. Pero aquí seguimos, felices a pesar de todo.
—Genial, cuanto me alegro. ¿A que no sabes quién se casa?
—Hija pues no sé, ¿Terelu? —No— contesta con los ojos en blanco.
—A ver, dame una pista. ¿Primeras o segundas nupcias?
—¿Y qué más da? 
—Pues no sé, por acotar más que nada. 
—¡Yo, yo me caso! ¡Yo! ¡Yoooooo! Ajá, la hora de la venganza había llegado. 
—¡Ohhhh, no puede ser! Al final has sucumbido a los ruegos y preguntas de James. ¿Para cuándo? Cuéntame todo. ¡Todo! Estoy tan feliz por ti. 
Y era verdad. Todas las dificultades que trae de regalo la vida en pareja han ido a alojarse a una zona de mi cerebro que no riega bien y solo siento una emoción infinita por ellos. 
—Será en diciembre, una boda en blanco, como la de Andrea de Mónaco. No puedo ser más feliz con James, es tan bla, bla, bla, y tan bli, bli, bliiiii. 
Tuve que abstraerme por unos momentos del monólogo de la musa de Mr. Wonderfull para poder concentrarme en lo verdaderamente importante: qué-me-pongo. 
Boda de invierno. Ya hay que ser retorcidos. Pálida, vestido de tela de cortina bien calentito, pelo encrespado por la humedad, botas catiuscas por si llueve, ventisca en la puerta de la iglesia mientras esperas a que salgan los novios para tirarles el arroz… no sé, llamadme pesimista, pero ir espectacular a esta boda se me complicaba por momentos. 
Volví a sintonizar Radionovia con la esperanza de que ofreciera por fin la información sobre el lugar del enlace entre elogio y elogio al futuro esposo. Solo era cuestión de paciencia y de esperar tres cuartos de hora.
 Ahora, James, un primor.
 —Y bueno, todo será muy familiar. Nos casaremos en un pequeño castillo que heredó la madre de James el año pasado… 
—¿Un castillo? Continúa, querida— aquello mejoraba considerablemente el tema del encrespamiento capilar cuanto menos. 
—Sí, está en un pequeño pueblecito, a las afueras de Londres. Ya verás, te va a encantar. 
Bueno, bueno, qué manera de venirse arriba la boda de mi amiga, qué digo amiga, mi hermana Julieta. Cómo me gustan las bodas de invierno, cómo son de bonitas, con tu ropa interior completa, no por partes como cuando llevas un vestido con la espalda al aire, un hombro sí, otro no y media pierna fuera. 
Llegué a casa a punto de explotar porque no había encontrado un baño (limpio) de camino a casa y por el notición que estaba deseando contar a Querido. Una vez hube satisfecho mi primera y más básica necesidad, senté a Querido a mi lado en el sofá y le pregunté: 
—Cari, ¿dónde has querido viajar siempre y no has podido porque al hacer el Interrail no te dio el presupuesto cuando eras joven y con las herederas no te da la vida ya de mayor? 
—Pues no sé. ¿Ya has decidido qué fin de semana quieres que visitemos Setenil de las Bodegas? 
—No cari. 
—¿Las cuevas de Aracena? 
—No, cari, no. ¡A Londres! ¡Nos vamos a Londres! De carrerilla le conté todo el pastel; que si Julieta se casa, que si James es una fantasía hecha realidad, que si el castillo, que si las catiuscas, que si fin de semana romántico en Londres, que si a ver con quien dejamos a las herederas, que si… 
—¿Dejar a las niñas? ¿Vamos a ir solos? ¿Tú y yo solos? —los ojitos se le salían de las cuencas, le hacían chirivitas, le daban vueltas como a Marujita. 
—Claro, cari, porque, no voy a andarme con paños calientes, la vida en pareja es dura. Los años desgastan, la capacidad de dejarnos sorprender cada vez es menor; el día a día apenas, apenas… tú, yo y la chispa, cariño. 
Después de meses de preparativos, buscar el vestido perfecto, muchos nervios y supervisar cada detalle en lo referente al cuidado de las herederas en mi ausencia, por fin, llegó el gran día. Querido y yo volábamos a Londres solos al fin. 
Al principio la conversación fue algo forzada. Nos sentíamos raros sin escuchar a alguien interrumpiendo al medio, sin la heredera menor colgada de mi cuello, pudiéndonos mirar a los ojos mientras dialogábamos. Nos habíamos propuesto no monopolizar las conversaciones hablando sobre ellas y, aunque al principio nos costó muchísimo porque todo nos recordaba a las niñas (sobre todo otras familias a las que veíamos pasear por la calle con sus hijos de la mano y no a miles de kilómetros como habíamos dejado a las nuestras, snif), finalmente y tras cinco intensos minutos, lo superamos y pudimos enlazar temas interesantes y necesarios para nuestra salud mental. 
Todo era perfecto. Londres, sus calles, su noria, su Big Ben, su Megan y su Harry, todo. Todo menos el nivel de inglés de los ingleses que es bastante superior al mío. El mío está bien para solucionar alguna duda del cole, traducir algún meme sencillito, reírme con lo del “Relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”; me vengo a mover en ese nivel. De momento. De este año no pasa que lo mejore, tal y como me prometo todos los primeros de enero. Querido, en cambio, maneja la lengua de Shakespeare como si de un Colin Firth ibérico se tratase, de modo que tuve que utilizarlo de traductor simultaneo en la boda. De lo que no entendía, claro, porque si captaba alguna frase al vuelo a la que me veía capaz de contestar, entonces le daba un tironcillo del brazo, murmuraba entre dientes aquello de “déjame terminar”, y continuaba, con una media sonrisa a lo britihs, con la endeble conversación… hasta que esta moría irremediablemente de puro enmudecimiento. Así que más que como la Reina Leticia el día de su pedida de mano, me sentía como ZP en una cumbre de la ONU. 
Resuelta a que nadie notara las carencias que tanto me disgustan, me dispuse a seguir la ceremonia con total normalidad, mimetizándome con el ambiente hasta tal punto, que por un momento llegué a pensar en inglés. ¡Oh my God! En mi cabeza, como ecos de recuerdos de un pasado no tan lejano, resonaban sin parar aquellas palabras grabadas a fuego en alguna parte de mi cerebro: 
—My mother is rich. I´m big Muzzy. My mother is rich. I´m big Muzzy. 
Por desgracia, decir que mi madre era rica y que en casa respondía al nombre de “gran Muzzy” no me serviría para mucho aquella noche. Pero allí mismo, mientras se oficiaba una ceremonia tan emotiva como sencilla, descubrí algo que realmente sí me permitiría comunicarme con los angloparlantes como si de uno de ellos me tratase. Justo a mi lado, una señora de unos sesen…setenta años, seguía atenta el enlace con una copa de vino en la mano. ¿Pero qué veo? ¿Vino en la ceremonia? En la fila de enfrente descubro al doble de Hugh Grant de joven degustando tan feliz una cerveza. Y más allá más vino. Y más cerveza. Esto sí sabía hacerlo, aquí jugaba en la misma liga. Busqué al camarero con la mirada y muy dignamente le pedí: 
—One beer, please. 
Toma ya acento de Chambrigde. Ahora ya sí. Con mi cerveza en la mano, saludé a toda la familia del novio sin decir una sola palabra. Esa era yo; resolutiva, comunicativa y amante de las tradiciones inglesas. 
Brindis al aire, guiños de ojos, sonrisas de colegas ebrios antes de que empezara la fiesta… eso solo puede pasar en una boda en la que todo, absolutamente todo, está pensado con amor. A partir de ahí, solo me quedó disfrutar de los novios, de los amigos, de Querido, de la alegría que flotaba en el ambiente porque simplemente se estaba celebrando el amor. 
Y eso, hables el idioma que hables, siempre une más que las propias palabras.


martes, 16 de julio de 2019

Julieta y el fin del mundo.




No sé, Julieta, tampoco es para tanto, ¿no? Tú siempre has vivido al límite en cierto sentido, al día, quiero decir. Ni siquiera tienes despensa en casa porque no sabes dónde vas a despertar cada mañana. “¿Y si me cae un tiesto encima mientras voy caminando por la calle y me deja en coma cerebral o difunta?”, me has dicho siempre. Pues tenemos el tiesto encima y no hay manera de esquivarlo.



No tiene sentido que llores, Julieta. Mírame a mí; toda la vida ahorrando, pasando de largo cuando me gustaba un vestido; poniendo mil excusas cuando ibais de conciertos, de cenas, al cine, que ni un cine me permitía, Julieta, porque tenía que guardar para el coche. O para el piso. O para el plan de pensiones. Como cuando fuisteis de viaje a París, ¿te acuerdas? Cuando te enrollaste con él sabiendo que llevaba años, ¡años!, gustándome. Ya salió el tema, ¿ves? No quería, Julieta, no quería porque él no tiene cabida en nuestro último día de vida, pero qué me dijiste entonces, ¿lo sabes? Pues lo mismo, lo de tu tiesto y tu coma cerebral, que la vida hay que vivirla porque nunca se sabe. Esto es igual, Julieta, igual.


La verdad es que no tenían que haberlo anunciado así, a bombo y platillo. Esto se hace en silencio, en secreto, en plan misión de la NASA y punto. A ver a qué viene someter a toda la población a este estrés premortuorio que no sirve para nada más que para colapsar los teléfonos, las urgencias hospitalarias y los tanatorios con todos los que se han adelantado y terminado con su vida, motu proprio, por el placer de ser enterrado como Dios manda, con sus coronas de flores y su misa de difuntos, antes de que el gran final nos deje fritos a todos de cualquier manera y sin una flor que llevarnos a la tumba.
Venga, levántate del suelo. Hagamos balance, que eso relaja mucho y así te vas al otro mundo con todos los chacras bien puestos y con la paz interior a tope. Piensa, relaja, respira. Son cuarenta años con una media de treinta parejas sexuales al año desde los quince. Esos son muchos, Julieta. Muchos, no sé, y para un día que me queda en el convento no pienso levantarme a por la calculadora. ¿Ves? Le has sacado todo el jugo a la vida, Julieta. Has exprimido vida y hombres como nadie. Muchos de ellos estarán ahora pensando en ti, como Romeos sin cabeza. Seguro que alguno te escribe un mensaje antes de que le pongan la inyección letal al mundo. Qué barbaridad, Julieta, son muchos, ¿no? Y ni una enfermedad de transmisión sexual, ni un embarazo no deseado ni nada. Admirable. Ya, ya, no llores, que lo del embarazo deseado se te antojó después, cuando te conté lo mío y tú empezaste a saltar imaginándonos a las dos paseando barrigas y herederos juntas. Qué ilusión te hizo, ¿verdad? A mí también, no como a él, que se quedó blanco, mudo, quieto. Aquel día no me pegó. Bueno, estuvo sin pegarme unos días, la verdad, que todo hay que decirlo, y más ahora que no sabemos si lo del Juicio Final resulta cierto o no, y lo mismo le rebajan condena por eso. Nosotras en cambio estábamos felices, poniéndonos cojines debajo de la ropa y dejándonos caer en los sillones como si fuésemos a parir de un momento a otro. Yo ya te había perdonado lo de París porque por cuatro besos no iba a echar a perder una amistad de tantos años y, aunque a veces me acordaba, la intensidad del dolor era bastante menor. Me llevó tiempo, porque una herida de puñal en la espalda tarda su tiempo en cicatrizar, pero el perdón os lo di porque os quería demasiado a los dos. Igual porque no quise dejar el camino libre tampoco. No sé, eso nos lo diría un psicoanalista, pero ya no voy a pedir ni cita porque no creo que haya ninguno de guardia sabiendo que mañana finiquitan el planeta. Aunque si abrieran la consulta ahora mismo, se forraban. Y para qué ya, ¿verdad? “Se hace multimillonario el día antes del Fin del Mundo”. Qué pardillo, en vez de estar por ahí, repartiendo su esperma a diestro y siniestro, fumándose los habanos que guardaba para la boda de su hija.


Una lista. Hay que hacer una lista, Julieta.



Cosas que hacer antes del fin del mundo. Yo, por ejemplo, diría que tengo que llamar a mi madre. No sé ni como no lo he hecho ya, soy una hija horrenda. Aunque es lógico, de tal palo, ya sabes. No contesta. Igual en la residencia les han dado una pastillita a todos y los han puesto a dormir para que les dejen pasar el último día en paz sin recoger orines rancios y pelos blancos del suelo. Adiós, mamá. Nos vemos en el otro lado. O puedes hacerte la tonta y fingir que no me conoces, así evitas que te pueda avergonzar otra vez. Sí, ya sé, Julieta, era un día importante para ella, una medalla por lo bien que había trabajado toda su vida, una mujer de su época, todos los osbstáculos que tuvo que salvar, todas las bofetadas del abuelo que aguantó estoica acumulando un odio que, parece ser, me vomitó a mí encima. Es una lástima lo de la falta de psicoanalistas hoy, de verdad te lo digo, Julieta. En el fondo sabes que me vio, pero no conjuntaban bien su Dior blanco impoluto con la cara deformada de su hija y el parte donde hablaban de las múltiples patadas y puñetazos que su adorado y reputado yerno le había propinado. Por suerte, como ella decía, ni siquiera había comentado lo de mi embarazo entre sus amistades. No estaría de Dios, decía. Eso decía.


También podría llamarlo a él. Quizás luego, Julieta. Dejémoslo para el final, cuando no haya tiempo para los reproches y solo queden buenos deseos para todos. Incluso para él. Luego, Julieta.


             Es curioso. Toda la vida diciendo que no me podía morir con las ganas de conocer esto o de hacer, no sé, aquello, y estoy en blanco en cuanto a últimos deseos. Prueba tú, Julieta. Dime, algo habrá que nunca hayas hecho y quieras probar. Pero no llores más, desde luego son ganas de gastar lágrimas y tiempo y pañuelos tontamente. A ver, ¿esto tiene solución? No. ¿Vas a arreglar algo llorando? No. ¿Van a frenarse los efectos de la bomba de mierda que ha tirado el puto loco este? Ya lo han dicho, no hay solución. Da gracias, o no, a que estamos en la otra punta del mundo y somos los últimos de la cola en respirar el gas pestilente, así que venga, Julieta, concéntrate, que tenemos tiempo de montarnos una despedida a lo grande.



 Algo habrá.


             Yo así la verdad es que no puedo, Julieta, me lo pones muy difícil, cariño. Casi hubiese sido mejor estar en la otra punta del mundo y que a estas horas ya estuviésemos criando malvas tan tranquilas y tan felices. Qué bochorno de tarde; me estás haciendo eternas las últimas horas de mi vida. Eternas.
Anda, ven, ponte de pie, déjame ver esa cara. Aparta ese pelo mojado, déjame secarte los ojos, así, a besos, tus mejillas, tu boca, besos, Julieta, que todo lo pueden. Dame las manos, tranquila, pónmelas aquí, en mi pecho, ¿lo notas? Es mi corazón. Está latiendo, Julieta. Aún no ha llegado el gas. Estamos vivas, Julieta. Desnúdate, quítate la ropa y vamos a bailar. Mira, yo ya estoy. Soy libre, Julieta. Libre para besarte. Libre para tocar mi cuerpo. Libre para cantar a gritos, para bailar, para mostrar toda mi piel. No llores, Julieta. Seguro que nunca habías hecho esto. Siempre haciéndote la liberada aunque en realidad nunca lo fuiste. Fingiendo ser como ellos. Aparentando siempre, como que no te dolió que yo me quedara con él. Ya no tienen sentido las mentiras, no juguemos más porque esto se acaba y me quiero ir en paz. Yo lo sabía, Julieta. Sabía que mi hijo y el tuyo, de haber logrado sobrevivir uno y ser concebido el otro, hubiesen sido hermanos; que tus viajes no eran más que estancias en la cama para recuperarte de la última paliza por pedirle que me dejara; que además de ti y de mí, había muchas más. Tienes que aguantar, me decía mi madre. Aguanta porque, en casa, la señora eres tú. Y eso fui. La señora, la amiga, la hija. No me mires así porque ya no tiene sentido. Ni siquiera lloré, ¿sabes? Igual al principio, cuando me mentías a la cara y me traicionabas por la espalda, pero después no, después incluso le decía que se echara desodorante si sospechaba que se iba contigo porque sabía cuánto te molestaban los malos olores. Tiene gracia que vayamos a morir por uno. Muertas por un mal olor. Qué poco glamour, Julieta, qué poquita clase está teniendo este fin del mundo.
Y ahora te ríes. Te hablo de malos olores y abro la caja de Pandora de tu risa. Tu risa. No puedo soportar que se apague para siempre, Julieta. Huye, corre, vamos, vete, sálvate. En algún lugar tiene que haber un cohete a la luna, un bunker antibombas, algún lugar donde puedan nombrar esa risa Patrimonio del Universo y que dure por siempre. No puedo respirar, la pena por saberte muerta me ahoga. Tú ríes nerviosa. Yo te miro angustiada por primera vez desde que supe la maldita noticia. Y de repente descubro que lo único que quiero hacer antes de morir es abrazarte y que me abraces. No quiero un final apoteósico, Julieta; no quiero tachar frases de una lista dramática; no quiero unirme a la orgía espontanea que recorre la parte del mundo que queda viva a estas horas.


            Ven.


Vamos a tumbarnos.


            Apaga la luz. Calla Julieta. Calla, calla, Julieta. No, no lo llamaré, Julieta. Olvídalo. Ya no nos hará más daño jamás. Ven. ¿Adónde vas? Julieta.
Julieta.


            Vuelves con las manos ensangrentadas y tu sonrisa en la cara.


—Esto es lo que había en mi lista. No llores; mañana estaría muerto de todas maneras.




Bego Guerrero.


Julieta y el fin del mundo. El día antes del fin del mundo. Editado por StreetLib. Madrid, 2018. ISBN 9788829562459.


martes, 11 de junio de 2019

La influencer.


—Bueno, bueno, cómo me he despertado esta mañana, Querido.

Querido esboza sonrisa y arquea ceja.

—Quiero ser una influencer.

Querido muestra un semblante somnoliento y de absoluto desconocimiento ante semejante neologismo lingüístico.

Influencer, Querido. Como las Kardashian.

No hay rastro de vida humana en la expresión de sus ojos.

—Chiara Ferragni.

Nada, ni pestañea. Comienza a roncar con los ojos abiertos.

—¿Recuerdas que cuando se casó tu hermano, tu madre se compró un vestido del que se había enamorado al vérselo puesto a una famosa?

—Sí, sí, a la Preysler. El mismo era. Comprado en la Calle Cuna un veinte de julio a las cinco de la tarde. Por lo que sudó aquel día, entró perfectamente en una talla menos.

Todo esto lo dice casi sin mover los labios, la mirada perdida, los párpados a media asta.

—La Preysler, Querido. La primera influencer de la Historia de la Humanidad.

—Estoy muy orgulloso de ti, cariño, lo vas a hacer muy bien, buenas noches, te quiero, hasta mañana, shhhh…

¿¿¡¡¡Cómo que hasta mañana!!!?? ¡Son ya casi las ocho y ahí fuera han colgado un sol radiante! Me tiro de la cama para prepararme un desayuno healthy de real food a tope de vitaminas, hacerle su foto y colgarlo en la cuenta que me acabo de abrir en Instagram, pero compruebo desolada que en casa solo quedan magdalenas de la Bella Easo y tres donetes tigre. Ni una manzana para darle un buen bocado con su piel incluída aunque yo siempre la pelo. Ni un poquito de chía para hacerme un buen porrigde aunque desconozca por completo la manera de prepararlo. Ni unas hojas de espinaca para mezclarlas con zanahorias baby y arreglarme un desayuno sano y nutritivo.

Me como los donetes tigre mientras miro con especial atención los vídeos que ya ha colgado una influencer de la maternidad llamada @mamaborregadecuatroborregos y caigo en la cuenta de que no he ido a ver si las herederas seguían en sus camas o se habían caído descalabradas en su primera noche sin barreras. Hemos decidido quitárselas porque de seguir así, las veíamos yéndose de Erasmus con las barreras en las maletas, o disfrutando de su Interrail con la mochila a la espalda y la bolsa con la barrera en la mano.

—¡Venga, soltad la barrera! ¡Con ellas no lograréis subir a este tren en marcha que nos llevará a conocer rincones mágicos y desconocidos! — les gritarían sus amigos, tendíendoles las manos para que, asiéndolas con fuerza, lograran subir al tren de la aventura.

—¡No podemos! ¡Nuestra madre dice que nos caeremos de la cama y que en el suelo no habrá suelo, sino un agujero negro por donde desaparecen los niños que se caen de la cama porque sus padres no les pusieron barrera!

—¡Tenéis cuarenta y dos años!¡Ya no cabéis por el agujero!¡Subid! ¡Cortad el cordón!

He borrado el anuncio de la venta de las barreras en Wallapop. No estoy preparada.

Imagino, por la ausencia de ruido nocturno, que estarán bien. Sí, ¿no? ¿Verdad? Venga, a quién quiero engañar. Me asomo a la habitación y las veo dormir plácidamente en cómodas posiciones de funambulistas circenses. Les hago una foto por si decido convertirme en influencer maternal, ya que aún no tengo muy claro en qué campo concreto quiero convertirme en una estrella.

@mamaborregadecuatroborregos ya lleva una hora en pie. Ha ido a correr siete kilómetros mientras su marido borrego colechaba en su cama gigante con los cuatro borregos. Ha vuelto y, después de hacer su media hora de hipopresivos, ha preparado un desayuno a base de batidos brotes de soja, algas wakame y boniato seco que las herederas me hubieran tirado a la cara mentalmente, claro, porque mis niñas no son de tirar cosas a la cara de su madre en directo.

Cuando los cuatro borregos se han levantado, papá borrego los ha vestido a todos iguales y los ha colocado en un sofá ideal y blanco impoluto para hacerles una foto preciosa. Yo estas fotos tampoco me las puedo permitir porque mi sofá, más que impoluto, es como el vestido de novia de Angelina Jolie cuando se casó con Brad Pitt, decorado por sus hijos con amor y cariño. Mi sofá es igual, pero con saña. Le hago una foto al sofá por si finalmente me convierto en influencer de personas con síndrome de Diógenes, ya que últimamente guardamos en casa hasta las tapas de los yogures.

@mamaborregadecuatroborregos ha colgado además dos tutoriales para explicar cómo acudir perfectamente maquillada a la feria tanto si vas de día, como si vas de noche. Tomo notas mientras los visualizo porque yo me pongo mi eyeliner tanto si voy a ir a cenar al Abades Triana como si tengo que comprar medio kilo de boquerones debajo de casa. Y no. Mal. Es un despropósito total. Le he enviado un comentario con muchos corazoncitos a @mamaborregadecuatroborregos dándole las gracias por el servicio público que hace y me ha contestado con un emoticono de ojitos de corazón. Bueno, se me han saltado las lágrimas y todo. Después de correr, de realizar sus hipopresivos, preparar los batidos de alfalfa para un regimiento, maquillarse para ir a la feria por el día y maquillarse para ir a la feria por la noche, tiene tiempo de contestar a una persona de a pie como yo.

Le pongo corazoncitos en todas sus fotos como muestra de agradecimiento. Descubro comidas preparadas como para que le pase revista la mismísima Reina de Inglaterra; habitaciones perfectamente decoradas, recogidas y ordenadas; viajes a playas paradisiacas; viajes culturales con cuatro niños aprendiendo Historia in situ; bolsos muy caros; zapatos muy caros; cremas muy caras.

—Querido, vamos a hacer la compra que con lo que hay en la nevera no puedo ser influencer de nada.

—¿Y con lo que tienes en el armario?

—Buena idea; pasaremos primero por el centro comercial que tengo que agenciarme unos básicos de temporada y algún must de capricho para el summer.

—¿Pero qué dices, cariño?

—Yo qué sé, Querido. Que quiero ser como la borrega y me he enajenado temporal y transitoriamente.

Con el fin de no obsesionarme con lo de ser la madre perfecta, he visitado otras páginas con muchos seguidores para estudiar el fenómeno influencer. Así, si finalmente no me convierto en una de ellas, tendré la información suficiente como para escribir un artículo de investigación de tal envergadura y calado social, que cruce mares y océanos y me traiga un Pulitzer bajo el brazo cuando vuelva a casa.

Debería hacerme mirar esta obsesión mía por los premios.

Descubro influencers del deporte. Lo descarto por mi escasa capacidad pulmonar y mi incapacidad para caminar con deportivas.

Descubro influencers de la moda. Lo descarto por mi famélico armario. Tres vestidos, dos pantalones y un bolso no dan para influenciar a la gente con muchos lookazos.

Descubro influencers de la comida. No lo descarto en un primer momento pero sí en un segundo. A ver, un día, una se luce, pero los macarrones con tomate y las lentejas con chorizo no tienen mucha salida comparados con los platos del Comidista y compañía.

Descubro influencers de la fotografía. Lo descarto porque odio las fotografías y además siempre las hago torcidas, desenfocadas y no sé abrir ni cerrar objetivo ninguno.

Descubro influencers famosas o hijas de. Lo descarto de momento.

Descubro a la heredera mayor mirándome mientras escribo este artículo. Me mira en silencio porque sabe que cuando mamá trabaja, las musas de la inspiración pueden asustarse y salir volando si se la interrumpe.  Detengo mis manos sobre el teclado y le devuelvo la mirada. Tiene mi sonrisa, y mi forma de colocarse el flequillo. Quiere aprender a cocinar como mamá. Le gusta ponerse mi ropa y observarme cuando me maquillo.

Y entonces descubro que ya soy una influencer, una Kardashian en esta casa. Y que tengo tres seguidoras que nunca jamás dejarán de seguirme, aunque el sofá tenga pinturas rupestres o solo haya donetes para desayunar.  




viernes, 10 de mayo de 2019

LA CHISPA DEL AMOR.


   Si me conocieras en persona (sí, así soy yo; un ser de carne y hueso que aunque pudiera parecer a priori inalcanzable, sigue manteniendo los pies en la tierra a pesar del éxito, porque eso es lo que hacemos los artistas de verdad como Bustamante o yo), sabrías que soy la mujer menos romántica sobre la faz de la tierra en la que tengo los pies.

    Y tú dirás, pero ¿cómo es posible, si eres la redactora estrella de un consultorio sentimental al que acuden miles de almas desconsoladas en busca de tu consuelo? Cómo, si eres el faro que guía a la barca perdida en el Mar del Amor cuando su estrella se ha apagado, dejándolo a la deriva, perdida, sin rumbo y en el lodo… Si eres la diosa Venus del sur, velando siempre por los intereses del verdadero amor desde tu concha de vieira gigante… Si eres la Wonder Woman del Universo Love luchando día a día para que los encuentros venzan a los desencuentros… Si eres la Norma Duval del Partido del Corazón de Purpurina.

   Si eres Cupido reencarnado en mujer.

   Si eres la Bego de su rincón.

   La respuesta es muy sencilla: finjo. Soy una impostora del romanticismo. La Milli Vanilli de las relaciones. Una mercenaria de Interflora; asalariada de joyeros del barrio; vendida al Moët & Chandom Rosé.

   Para compensar la falta de romanticismo, me defino como una persona bastante dramática, muy dada a la exageración, al uso de la paráfrasis y las descripciones innecesarias que no hacen otra cosa que ornamentar mi discurso para darle cierta profundidad. Dicho de otro modo, soy un poquito intensa. En todo. Podría haberme ceñido a dar la información objetiva de mi carencia de sentido romántico y haber terminado ahí, pero a mi lado intenso le parecía que había que otorgar una vuelta de tuerca innecesaria a lo Risto Mejide y seguro que a esta hora tengo a la mitad de mi club de fans sin hacer sus deberes, intrigados perdidos, buscando por la red quien fue el tal Milli Vanilli que me representa.

   Pero a pesar de no ser nada romántica, me considero una persona muy preocupada por mantener mi relación amorosa en su más alta cota de felicidad y bienestar mutuo. Dicho en otras palabras, y cito textualmente palabras de Querido, soy… “la cansina de la chispa”.

   Y es que es tan importante mantener viva la chispa de la relación. La llama encendida. El ascua en la sardina.

   De manera que cuando me percato de que la cosa decae porque no nos lanzamos miradas cómplices y picaronas en la puerta del cole o en la cola del Mercadona, le digo a Querido:

—Cari, la chispa.

   Él ya sabe que esas tres palabras junto con el codazo en el hígado que lo acompaña, viene a ser como la batseñal brillando en el estrellado cielo de Gotham: Robin, vete sacando el batmóvil a pasear que hay una emergencia.

   Y ahora, claro, vienen los problemas. Porque cuando tu pareja se empeña en vivir con una mariposa eterna en el estómago pero no permite alimentarla con flores ni poemas de amor, ¿de dónde sacas la gasolina para el batmóvil?

   Querido siempre ha sido un hombre de recursos, de modo que al principio se las ingeniaba tirando de conversaciones eternas sobre nosotros y vinos de reserva, acompañándolas siempre con su exquisito sentido del humor. Pero llega un momento en el que el misterio se esfuma porque prácticamente conozco hasta el orden en el que su madre le introdujo los alimentos cuando comenzó con la alimentación complementaria. Nos conocemos tanto que puedo adelantarme mentalmente al chiste que hará cuando viajemos en el coche y una de las herederas libere gases vía rectal y todos se rían proclamando a voces su inocencia en tan flagrante delito…

   Los recursos han ido agotándose, algo completamente natural después de la llegada de las tres herederas y de Netflix, circunstancias ambas que dificultan una visión clara de la hoguera en la que habita la chispa de nuestra relación. Distraídos como estamos, es más complicado percatarnos de su estado: si mantiene las constantes mediante respiración asistida… o, lo que es aún peor, si ha subido al cielo de las chispas también llamado divorcio inminente (Imminent Divorce Heaven).

   Hasta que una noche pasó lo que tenía que pasar:

—Cari, la chispa— le dije mientras hundía mi codo entre sus costillas al percatarme de que llevaba diez días con el mismo pijama.

   Querido entonces entornó los ojos a lo oriental, frunció el ceño a lo Ana Pastor y empezó a sudar a lo Camacho. Sabía que cada vez el reto era mayor y que ambos lo teníamos cada vez más difícil para sorprendernos. Yo ya nos veía en el despacho de mi abogada diciéndole, con lágrimas en los ojos, que se nos había roto el amor de tanto usarlo, que no había terceras personas y que excepto el jarrón con las cenizas de la tía abuela Margarita y su casa de la playa, no quería nada más. La tensión era cada vez mayor, ambos nos mirábamos esperando que el otro encontrara la inyección de adrenalina que necesitaba ser clavada, como una estaca vital, en el corazón de nuestra moribunda chispita.

—¡Ya lo tengo! —grité saltando del sofá —¡Disfraces! —pero me arrepentí al instante al imaginarme como una Catwoman de Burgos.

—¿Puedo componerte un poema? — chilló Querido desesperado.

—¿Bromeas? ¡Podría ser el golpe letal a nuestra chispa! Vamos, vamos, vamos. Tiene que haber algo, tiene que haberlo…

   Ambos nos sentábamos y levantábamos del sofá con nuevas ideas a cada cual más peregrina. Eran tales los nervios, que parecíamos concursantes de Masterchef con el plato sin montar y con Jordi Cruz en la nuca gritando que en un minuto tendrían que salir doscientas raciones para un grupo de ultras muy hambriento.

   Y entonces se le ocurrió. Querido, mi Mcguiver del amor, me tomó de las manos y me dijo:

—Cari, haz una lista.

—¿Perdona? ¿Ahora? ¿De la compra?

—Una lista con ideas para mí. Una lista donde me digas muy claro que cenar en DiverXo una vez cada diez años o pedir pizza todos los primeros domingos de cada mes, alimenta a la mariposa que vive en ti. Ilumíname. Muéstrame la delgada línea roja que separa el cursi romanticismo de un buen festín de adrenalina para nuestra chispa matrimonial.

   Aquella noche no pudimos dormir. Como poseídos por la mariposa gigante del amor, escribimos folios y folios con nuevas ideas con las que sorprendernos el uno al otro cada vez que los años, las herederas o los aparatos tecnológicos, quisieran hacernos creer que el amor no todo lo puede.

   Y aquello fue lo más romántico que pudo pasarme jamás.



martes, 16 de abril de 2019

Atleta por sorpresa.


La otra mañana, en una entrevista que me realicé yo misma al salir de la ducha, frente al espejo y sujetando el bote de crema de las herederas simulando un reluciente Premio Planeta 2025, me mentí como una bellaca. Sé que dudas entre si la tristeza que te produce imaginarme autoentrevistándome es mayor que la que te genera el que me autoengañe en mis propias respuestas, pero yo te sacaré de dudas en un par de nanosegundos: lo más triste es que piense que hasta 2025 tengo tiempo de escribir algo digno de un Premio Planeta. La mezcla de tanta tristeza, claro está, es como para arroparme con una mantita y darme cariño y helado de chocolate durante un mes.

Digo que me mentí. Mentir está feo pero dice poco de tu capacidad neuronal si además te mientes a ti misma como si no fueses a enterarte nunca de la verdad. Una cosa es tener dos hemisferios y otra muy distinta es pensar que no se hablan como dos vecinas peleadas. Están conectados, sorpresa.

—Y ahora que por fin ha conseguido su sueño y Bradley Cooper le ha entregado el Premio Planeta dotado con un millón de euros y una proposición de relación estable que usted ha rechazado por amor a su Querido, ¿en qué piensa invertir las dos horas semanales que le dejan libre sus tres herederas?

—Verá, apreciada Ana Pastor, después de haber pasado tantos meses frente al ordenador, tecleando palabras en el silencio de la noche mientras mi familia dormía a pierna suelta…

—Esa no es la cuestión, Señora Bego. Céntrese por favor en la pregunta que acabo de formularle o tiro de hemeroteca. Dígame, ¿en qué piensa invertir su tiempo libre ahora?

—Voy a hacerme runner.

Bueno, a punto estuve de caerme para atrás del ataque de risa que me produje y no me di con el bidé en la nuca de milagro, con lo mortal que es. Runner dije. Yo, que tengo el mismo número de prendas deportivas en mi armario que Falete; yo, que fingía dolores menstruales desde los siete años para no tener que correr las tres vueltas al patio; yo, que he somatizado mi fobia a los deportes desarrollando una alergia a mi propio sudor, gracias a la cual me he librado de asistir a educación física desde que la Naturaleza activara las glándulas sudoríparas de mi cuerpo a la vez que desarrollaba curvas y daba libertad al pavo. Yo, te amo tanto, yo te amo tanto, yo, que juré no volver a correr en mi vida, así pusiera Jimmy Choo los zapatos a tres euros para las diez clientas más rápidas en ponerse a la cola. Yo, esa yo, dijo que se iba a hacer runner.  

Frente al espejo.

Con la toalla enrollada en el pelo, creyéndome Carrie Bradshaw en Abu Dhabi aunque en realidad  guardase un mayor parecido con el sultán otomano Solimán el Magnífico. ¿Pero a quién le importaba? ¡Acababa de ganar un Premio Planeta! A veces me exijo tanto…

Runner, dije.

Y me lo creí, aún siendo mentira

—Cari, me voy a comprar unas mallas y unas deportivas bien de colores flúor y rayas psicodélicas que luego saldré a correr un rato.

A punto estuvo de caerse para atrás y darse con la bañera en la nuca, con lo mortal que ya sabéis que es. La verdad es que poco se habla de la peligrosidad que entraña el cuarto de baño en una casa. Yo he ampliado la cobertura de mi seguro médico desde que vivimos en una casa con tres cuartos de baño y las herederas tienen prohibido el paso si no es acompañados de un adulto. Creo que están fabricándose salvoconductos con washi tapes de colores y mucha purpu para emergencias. Son unas artistas hasta en momentos de represión. O quizás por eso, como los grandes.

Y como no me gustan nada, pero que nada de nada las mentiras, decidí ser consecuente con mis propias palabras e intentar convertirme en una persona deportista por primera vez en la vida. Para ello me entretuve dos horas y cuarto en visionar los directos de Paula Echeverría entrenando para estar al día en cuanto a tendencias deportivas, y luego conduje hasta el  Alcampo a comprarme unas mallas negras que son las únicas que me favorecen económicamente.

Y ya estaba preparada para runnear: mallas negras, camiseta de Querido negra y bien grande, cintillo en la frente y mis Reebok blancas impolutas. Las compré en 1999 para cuando surgiera una oportunidad de ir a pasar un día al campo o hacer algo de deporte. Sin estrenar estaban.  

—¿Mami por qué no me has avisado? — heredera mediana mirándome de arriba abajo con el entrecejo fruncido. —¿Vamos a jugar a los disfraces?

—Acabo de desheredarte, que lo sepas.

Salí de casa dispuesta a hacer mis estiramientos pero luego pensé que no tenía muy claro qué es lo que debía estirar ni cómo, así que me dispuse a iniciar la marcha directamente  y despacito.

Pero me entró sed. ¿Y ahora? Desde luego no pensaba volver a entrar en casa donde había dejado a Querido con lágrimas en los ojos diciendo no sé qué de Eva Nasarre y su despertar sexual y a las herederas intentando hacer el pino puente sin sus cascos ni protección de ningún tipo, de modo que entré en el súper de al lado de casa a comprar mi bebida isotónica, puesto que ahora era deportista y necesitaba reponer minerales.

Pero no llevaba dinero. ¿Y ahora? No podía creer que me hubiera olvidado del complemento más importante de todos los tiempos: una riñonera. Gracias al cielo, tenía la mía bien guardada en mi caja de recuerdos inútiles que nunca miro: entradas de cine ilegibles, mecheros sin gas, fotos de alguna amiga con la que ya ni hablo en su periplo bebé… y la riñonera. Contaba ya algunos años, la verdad; podría pertenecer a la generación del 89 perfectamente. Hasta su pin de Curro brillante permanecía guardado en uno de sus múltiples y útiles bolsillitos. De modo que tuve que volver a subir a casa a replantearme una salida mejor equipada. Lo haría en modo ninja, sin hacer ruido. Silenciosa como una pluma, ágil como una…

Pero no llevaba llaves. ¿Y ahora?

Me quedé sentada en el portal el tiempo que me pareció razonable para no levantar sospechas teniendo en cuenta que era mi primera salida y que no llevaba móvil. Después realicé cuatro saltos y una carrera de unos veinte metros hasta la esquina. No contenta con eso, los veinte metros de vuelta, también los recorrí corriendo. Hubiera pedido un ventolín para mí sola, una bombona de oxígeno o incluso una ambulancia medicalizada, pero en lugar de eso me puse en pie de otro salto, me mareé, se senté de nuevo y así, en una postura algo más cómoda, me prometí a mí misma volver a intentarlo al día siguiente.

Porque al fin y al cabo lo importante es no rendirse, es luchar por salir de tu zona de confort, es no mentirte en tus diálogos imaginarios poniéndote metas que no podrás cumplir. Lo importante es ser realista y concederte entrevistas que no disten años luz de lo que pudiera ser posible algún día.

Por cierto, hoy las herederas me han fabricado unas uñas de plastilina kilométricas. Voy a ducharme con ellas a ver si recojo un Grammy. Tra tra.