sábado, 19 de enero de 2013

Nos sobran los motivos




Esta mañana me he despertado con una agradable sorpresa: me ha escrito una lectora. Antes de leerla, me he levantado prácticamente levitando para no hacer ni el más mínimo ruido que activara el “modo on" de mis hijitas. Con mi querido no tengo tanta cautela porque él, una vez ha cerrado el ojo, lo puedes poner en medio de un concierto de Justin Bieber con veinte mil adolescentes chillándole a pleno pulmón que quieren un hijo suyo o lo que surja, que él, como mucho, se da media vuelta y sigue roncando. 
Me he preparado un café y un par de tostadas con mantequilla de la buena y con un subidón que ni Paquirrín en una fiesta de camisetas mojadas, me he sentado delante del portátil para leer a mi seguidora como se merece: a plena pantalla.
Se llama Julieta y tiene cincuenta y cinco años, cuatro hijos y un marido. Me cuenta además que es natural de Alburquerque pero que a los dieciocho años cogió una bolsa con cuatro biquinis y se "plantó" en Ibiza a vivir la vida bajo el sol. Luego resulta que la vivió bajo la luna porque se pasaba el día (la noche) de juerga en juerga, echando bailoteos con diestro y siniestro y fumándose todo lo que caía entre sus dedos. Pero llegó el invierno, cada mochuelo se fue a su nido y las juergas y los bailoteos menguaron. Pero ella ya se había hecho al flaó y a las hierbas ibicencas y aquello de volver a las empanadillas fritas y al licor de orujo de su padre, como que no le atraía lo más mínimo. Así que se quedó, conoció a Dimitri, un ruso de ojos verdes que la enamoró a base de chupitos de vodca y erres marcadas y comenzó una nueva vida junto a él y junto al mar.
Llegada a este punto empecé a impacientarme porque en la barbaridad de palabras que llevaba leídas, ni una hablaba de mí. Y digo yo, que si una quiere contar su vida, pues llama a Ana Rosa o al Diario de Patricia y la maquillan, le ponen el pelo mono y sale en la tele un rato que luego podrá revivir cada vez que tenga una visita en casa. 
Se casó con Dimitri como hoy se casan las estrellas de fútbol, bajo un arco de flores y descalzos en la arena de la playa. Se quisieron  tanto que él empezó a aspirar las haches y  a decir jacha, jigo y jiguera y ella, por amor también, le decía que tenía el mismo acento que su padre, el hombre al que hasta ahora, más había querido.
Volví a leer el asunto del correo porque igual, en la pantalla ridícula del móvil y con  los ojos a media asta, me había equivocado y realmente no era una lectora sino una vendedora de enciclopedias que quería que le cogiera cariño a base de contarme su vida. Pero no dejaba mucho lugar a la duda: Julieta García// Asunto: Unas palabras para usted de parte de una lectora. Nunca me he considerado la Maraia Carey de las letras pero si una lee esto unas horas después de publicar una entrada de la que se ha sentido más que orgullosa, espera, como mínimo, que la mencionen un par de veces. Pero no, ella seguía bla, bla, bla con su Dimitri, con sus cuatro partos bajo la luna, con su vida plena junto a su amor y sus hijos…
Julieta fue una madre dedicada y feliz, no se permitía no serlo porque entendía que la vida le había proporcionado más que de sobra para sonreír cada día. Nunca perdió los nervios ante las rabietas de sus hijos, nunca les alzó la voz para mandarlos callar, nunca una mala cara. Sus hijos lo eran todo para ella y los educó lo mejor que supo.
Y creyó tanto en que cada día tenía que sonreír, que lo hizo cada uno de los 327 días que Dimitri llevaba enfermo.
Julieta termina haciendo algo que no ha hecho nunca: reñir. Me riñe por no hablar más de mi familia, me riñe por necesitar ratos de soledad lejos de ellos, me riñe porque dice, algunas veces me nota tensa, nerviosa, disgustada.
Y así, sin más, me dice adiós.
De pronto y sin saber por qué, cientos de lágrimas inundan mis ojos. Y sin saber tampoco por qué, me levanto y entro en la habitación donde ahora duermen los tres abrazados, felices, despreocupados. Y sonrío, sonrío feliz porque la vida me ha dado motivos de más para hacerlo cada día.

viernes, 11 de enero de 2013

Un misterio por Navidad


                                                                                                                   Por Bego Guerrero
                                                                                                                   Ilustrado por Inés Otero                                                               



                            Para Álvaro y Carlota, para que sigáis riendo juntos toda la vida.




- Yo cuando sea mayor voy a ser mago- contaba Álvaro a su prima Carlota mientras desayunaban.
Era Navidad. Estaban sentados mirando caer la nieve por la ventana, abrigados dentro de sus pijamas calentitos y comiendo churros a puñados.
-Pues yo voy a ser detective… detective de casos mágicos- contestó ella muy orgullosa por haber logrado asombrar a su primo.
Pasaron la mañana disfrazándose de duende y de hada, de papá y de mamá, de príncipe y princesa… fueron todo risas, carcajadas, gritos de felicidad.



No pararon de corretear por la casa emocionados con sus ropas y sus juegos. Pero de repente, algo les hizo callar. “ Plas, plas, plas”- se escuchó.
-Shhhh, calla Álvaro, no te muevas, shhhhh.
Y de nuevo el mismo ruido: “Plas, plas, plas

Álvaro cogió a su prima de la mano para que no tuviera miedo. Ella se la apretó fuerte y se llevó su dedo índice a los labios despacito.- “Shhhhh”, le repitió.

“Plas, plas, plas”.
Los dos se miraron y cómplices, se sonrieron. Carlota fue a buscar su lupa de detective y Álvaro hizo lo mismo con su sombrero de mago. Era un auténtico misterio mágico que juntos podrían resolver.


Muy despacio y de puntillas, recorrieron la casa siguiendo el misterioso ruido. Pronto se dieron cuenta de que provenía de la habitación de Álvaro y entraron con mucho cuidado, despacio, intrigados a más no poder.
Carlota miraba con su lupa por todos los rincones.
“Plas, plas, plas”- se oía cada vez más alto.
Álvaro puso su sombrero de copa sobre la cama aún sin hacer y comenzó a recitar sus palabras mágicas:
-Abracadabra Pata de Cabra, aparece sigiloso, ruido misterioso
Carlota se rió al escucharlo.
-Abracadabra Pata de Cabra, aparece sigiloso, ruido misterioso- continuaba Álvaro cada vez más concentrado.

Y de nuevo el sonido “Plas, plas, plas”. Carlota con su lupa, Álvaro con su magia… hasta que de pronto, de debajo de la cama vieron salir una pequeña luz que poco a poco se fue haciendo más grande… y más… y más.
No parpadearon, no se movieron. Se quedaron muy quietos y sin mover ni un pelo.
Y la luz se fue apagando y de ella vieron salir a un pequeño hombrecito que los miraba sonriendo.
Tenía las orejas muy largas y puntiagudas, un sombrero rojo con una gran hebilla dorada a un lado y los ojos del color del chocolate. Era menudo, muy pequeño, más pequeño que Paloma, la hermanita de Carlota que los seguía gateando por toda la casa.
El hombrecito llevaba en una mano una libreta de hojas doradas y en la otra un rotulador azul. Tenía una sonrisa tierna, amable, cálida.
- Hola- les dijo. Me llamo Antoñito… y soy un duende de la Navidad.
- ¿Un duende de la Navidad?- dijeron los dos al unísono.
-Sí, eso he dicho pequeños comedores de churros!- contestó el duendecillo con una sonrisa- y he venido porque estáis tardando mucho.
Los niños le miraban asombrados, No entendían nada. ¿Estaban tardando? ¿En qué?
-A ver – continuó el duendecillo como si hubiese adivinado sus pensamientos- ¿qué día es hoy?
-Hoy es 24 de decembre- se apresuró a contestar Carlota
-Muy bien, señorita detective- dijo el duende- ¿Y cuántos días faltan para que los Reyes Magos os dejen regalos bajo el árbol de Navidad?
-¡Muchos!- contestó esta vez Álvaro
-No, muchos no, faltan muy pocos y resulta que a estas alturas… ninguno de los dos le ha escrito la carta a los Reyes!- dijo el duendecillo algo enfadado-
El duende les contó que por eso estaba allí, que les escuchaba en secreto para poder contarle a los Reyes los regalos que más les gustaría recibir. Les contó también que no había podido apuntar nada porque se habían llevado todo el día sin darle ni una pista.
- De manera que os lo pregunto directamente: ¿qué queréis que os traigan los Reyes Magos?
Álvaro y Carlota se miraron, ellos lo tenían muy claro. Se lo pasaban tan bien los dos juntos, eran tan felices corriendo de un lado a otro imaginando ser dinosaurios, tigres o elefantes, se reían tanto bailando sin parar cualquier canción que se les ocurrieran, que no lo dudaron:
- De regalo queremos… más tiempo juntos. Eso es lo que más nos gustaría en el mundo entero.
El duendecillo sonrió y lo apuntó en su libreta de hojas doradas. La cerró y comenzó a envolverse de nuevo en la luz. Su trabajo ya había terminado. Y cuando ya se estaba haciendo aún más pequeño y más luminoso, Álvaro lo llamó.
- Un momento duende, ¿puedo preguntarte una cosa?
- ¡Qué sea rápida!- contestó el hombrecillo
- Ese ruido que escuchábamos, ¿cómo lo hacías?

El duende volvió a sonreír y juntando las manos, comenzó a aplaudir “Plas, plas, plas”.
- Eran aplausos, aplaudía vuestro juego, vuestro cariño, vuestra imaginación. Aplaudía porque aunque viváis lejos y no os podáis ver cada día, los dos sabéis que cada momento juntos… es mágico.
Álvaro y Carlota sonrieron, dejaron sobre la cama su lupa y su sombrero y volvieron a la cocina en busca de más churros. Paloma, gateando, los seguía deseosa de que llegara el día en que ella pudiera participar con ellos de cada aventura. Y el duende lo apuntó también en su libreta.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado…
Y mis niños pequeñitos,
dormiditos se han quedado.





La sustituta

Una vez superada la resaca navideña (es un decir, no me he tomado ni un triste catycola), me dispuse a poner orden en mi hogar, dulce hogar.
-"Bueno cariño, ahora tendrás tiempo de sobra! Con ese regalazo que te han traído los Reyes..."- me dijo mi querido mientras me perforaba un pulmón a base de codazos.
Yo asentí con esa mirada de medio mujer- medio abuela que se me ha puesto con los años y me fui derecha a la cocina dispuesta a enfrentarme al nuevo miembro de la familia: la termomix.
Recuerdo que una tarde, hace un par de meses, la mencioné por casualidad después de haberme pasado toda la comida escuchando a mis amigas hablar de ella.
- "¡Es que sólo le falta hablar! Yo me meto en la cocina el domingo por la tarde y a las once de la noche tengo potitos para toda la semana. Y te hace un salmorejo que riétete tú de mi vecina la cordobesa"- decía una.
- "Pues yo a Ricardo ahora le llamo Chicote. ¡Se ha convertido en un termorepostero magnífico! Claro, luego acaba comiéndose el tiramisú entero mientras descansa de la cocina viendo Homeland... Vamos, Chicote por los cuatro costados!"- contaba la otra.
- "¿Y qué me decís del Varoma? En una palabra: IN-DIS-PEN-SA-BLE"- continuaba a voces Raquel desde la puerta del baño.
Una tras otra enumeraban las múltiples ventajas del aparato. Yo, amante de montar las claras a golpe de varilla, aprovechaba para llenarme la copa más a menudo que las demás. Cuando llegué a casa me topé de frente con dos lavadoras sin tender, el lavavajillas sin poner, cuatro camas sin hacer, además de a un marido y dos hijas poseídos por el espíritu de Dalí llenando de pintura de dedos hasta el techo. A mi cabeza rellena de albariño no le quedó otra que explotar con las típicas frases que todas las madres han dicho a lo largo de la historia y que no pienso repetir aquí no vaya a ser que me lea el defensor del menor y me retiren el título de madre. Una vez desahogada, les retiré el pelo de la cara a mis niñas (como todas las madres han hecho a lo largo de la historia) y me fuí del salón soltando la única frase que quedó retenida en el cerebro masculino de mi querido esposo masculino: " y ni siquiera tengo una termomix que me haga la comida mientras yo me tomo un vermut como una reina en la terraza!".
Y allí estaba Ella, en MI cocina, decidida a llevarse todos los halagos de MI familia, dispuesta a sustituirme en el corazón de mis seres queridos. Ahora todo el mérito sería suyo, todos los reconocimientos para Ella. Ya estaba viendo a mi querido dándole besos furtivos, agradecido por el placer proporcionado... Escuchaba incluso a mi madre alardeando de nietas perfectamente nutridas gracias a Ella... me veía a mí misma incinerando a mis amadas varillas y tirando sus cenizas al Báltico desde la tierra sueca que las vio nacer.
He tardado cinco días en ponerla en marcha. Para el carnet de conducir necesité treinta y cinco clases y puedo asegurar que el Fiat Punto en el que aprendí tenía menos de la mitad de botones.
Pero al final, ocurrió. La encendí... y me gustó. Me gustó tanto que no hago otra cosa que leer blogs de cocina con termomix, tanto que no paro de experimentar platos como una loca hambrienta, tanto que hablo más con mis amigas ahora que cuando íbamos al instituto, tanto... que no tengo tiempo de poner en orden la casa. Eso sí, tengo el congelador que no cabe ni un alfiler.
Lo tengo claro: no vuelvo a beber.