jueves, 15 de enero de 2015

Desayuno con el podólogo

          Si hay algo en la vida que me guste más que comer con los dedos  eso es, sin ninguna duda, ir al médico. Y el motivo no es otro que el mismo que tiene  Holly Golightly (Audrey Hepburn) cuando le explica a Paul Varjak (George Peppard) por qué se toma los croasanes mirando el escaparate de Tiffany´s en vez de en su casa calentita y con los pies en alto como hacemos todas una vez nos hemos desincrustado los tacones después de una noche de marcha. Igual es que entonces, como no había reaguetón, no castigaban tanto el cuerpo de tobillo para abajo.

-"¿conoce usted tiffany`s?
-¿se refiere a la joyería?
-Es un sitio donde sé que nada malo puede suceder...¿conoce usted esos dias en los que se ve todo de color rojo?
-Querra decir...negro.
-No, negro es el dia en que llueve o una se engorda, se está triste y nada más...pero los dias rojos son terribles...una siente miedo y no sabe por qué...   Cuando me siento así, lo unico que me calma es coger un taxi e ir a Tiffany´s... Si encontrase un lugar donde me sintiera tan bien como en Tiffany´s, entonces compraria un par de muebles y bautizaría al gato."

          Pues eso mismito. Para una hipocondríaca como yo, la consulta de un médico es un oasis de bienestar; un lugar donde nada malo me podría suceder. Claro que el paraíso es un buen hospital dotado con las últimas tecnologías, los mejores especialistas y una cafetería donde preparen las tostadas con mantequilla holandesa en lugar de untártelas con cuatro dedos de margarina Zas del envase de cinco kilos. Porque en el hipotético e hipocondríaco caso de que me desmayara así, sin venir a cuento, después de desayunar café (no es bajada de tensión), azúcar (no es bajada de azúcar), no estar embarazada ni haber sufrido pánico escénico de ningún tipo, ¿dónde podría caerme al suelo, con tranquilidad, de no ser en ese hospital? En otro lugar podría pasarme pero, desde luego, me desmayaría completamente intranquila y con una gran desazón. Sin duda, si yo encontrase otro lugar donde me sintiera tan bien como en un buen hospital, entonces me mudaría de inmediato y Querido ya no tendría más remedio que ceder y regalarme un gato al que ponerle nombre.
          Los hipocondríacos somos los sibaritas de la sanidad; nos gusta de lo bueno, lo mejor y de lo mejor, lo superior; así que generalmente preferimos seguir teniendo nuestro VHS y nuestro Renault 5 y pagarnos el mejor seguro de salud que pulule por los mercados. Por supuesto, elegimos la compañía aseguradora en función de si cuentan en su cuadro médico con Don Apolonio y Doña Mercedes,  a quienes en lugar de ir andando a la consulta, vamos en peregrinación por la fe que les profesamos. 
          Aunque a veces, las compañías aseguradoras también te la juegan: resulta que yo, persona pudorosa donde las haya, tardé casi tres semanas en estudiarme la oferta de podólogos que ofrecía mi compañía. Tenía que ser mujer de más de cincuenta años por el motivo lógico de que sería la única persona en el mundo que no se escandalizaría al ver que yo, una jóven atractiva, elegante y con un gusto exquisito en todo lo que me gustaba, tenía, paradógicamente, durezas en los pies. Imaginaba que unos treinta años llevando zapatos de mujer, le habrían dotado de unas durezas más duras que las mías y eso, unido al secreto de sumario de los médicos y de los curas, me aseguraban que este doloroso y vergonzoso defecto mío, no saldría nunca a la luz.
          Y así llegó a mi vida María, la mejor podóloga del mundo entero. Ella me comprendía, quitaba hierro al asunto a la vez que quitaba volumen de mis pies que, poco a poco y gracias a los golpes certeros de su cincel, resurgían como esculturas de mármol, suaves y rotundos, bajo sus manos de maestra podóloga.
          Una vez al mes iba a visitarla, cuando mis andares perdían cualquier atisbo de gracia y elegancia y pasaba a caminar como si fuera la noche de San Juan y bajo mis pies solo hubiese una reguero de brasas sin fin ni escapatoria. Pero este mes, mi compañía me la jugó.
          Llegué a la clínica cinco minutos antes de la hora y me senté en mi silla, justo al lado de la puerta de la consulta de María, a esperar que me llamara. Pero en diez segundos se plantó delante de mí Susana, la secretaria.
          —Tenemos un pequeño problemilla sin importancia. Verá, la doctora Roselló no podrá atenderle a partir de ahora  ya que no está incluída, desde hoy, en el nuevo cuadro médico de la empresa.
          Y antes de que pudiera reaccionar y digerir el mazazo a nivel sanitario que acababa de recibir, me cogió de la mano y practicamente empujandome desde la espalada, me sentó en el banco de otra consulta. Cerró la puerta y se fue.
          Estaba claro que la cosa no iba a quedar así pero las voces y blasfemias ya se las daría después por teléfono a la compañía. Ahora solo quería volver a mi Tiffani´s, mi oasis, mi María. No me importaba pagar por esta vez pero por nada del mundo dejaría que otra persona, que no fuera ella ni el señor con el que me casé en su día, rozara siquiera mis pies.
         Pero justo al ir a levantarme, la puerta se abrió y me volvió a sentar en el sillón un irresistible olor a perfume masculino. Recé para que no fuera un desodorante AXE porque iría contra todos mis principios éticos, morales y femeninos. Recé... y luego abrí los ojos. Los suyos eran verdes, el pelo negro, la sonrisa perfectamente perfecta. Me quedé traspuesta unos segundos y luego caí en que ese señor que tenía delante, el de los ojos verdes y el perfume irresistible, iba a quitarme las durezas de los pies. Necesitaba un plan de huída y lo necesitaba ya.
— Pero qué boba soy ¡si hoy no me tocaba consulta! En qué estaría pensado. Bueno, encantada. Hasta otro día.
—Hoy es primer viernes de mes. Sí tienes cita. Siéntate y déjame ver.
Y todo eso lo dijo con una voz firme, segura y tan cariñosa, que no pude hacer más que sentarme, rendida y aturdida por el poder del perfume embriagador.
—¡Pero si tengo que ir a recoger a mi madre a la estación! ¿Qué hora es? Tardísimo. No llego. Bueno, encantada. Hasta otro día— pero antes de terminar la frase, ya me habia quitado un zapato y miraba mi pie como hipnotizado a través de una lupa gigante; lo mejor para verle las extremidades inferiores a una pudorosa hipocondríaca como yo.
          Y entonces me callé. Le dejé mirar, tocar, cincelar, barnizar y lo que quiso hacerle a mis castigados pies. No habló durante los veinte minutos que me dedicó en cuerpo y alma y yo me aprendí las dos primeras filas de alumnos de su orla de clase para estar entretenida y no fijarme demasiado en que ese hombre, esa escultura griega de la Naturaleza, estaba descubriendo mis podovergüenzas.
—Ya está. Hemos terminado. Ahora sí puedes ir a recoger a tu madre a la estación— me guiñó un ojo y se fue por donde había venido.
          Todavía medio atontada por la basbaridad de perfume que había inhalado mi aparato respiratorio, me puse en pie y tuve que mirar al suelo para asegurarme de que lo estaba tocando porque, por primera vez en la vida del Mundo, no me dolía ni una célula del pie. ¡Era una noticia horrible! Era una encrucijada mortal en la que me había sumergido de lleno; ¿seguir con María pagando o volver con el perfumado podólogo que me había impuesto la compañía?
          Durante horas, días y semanas estuve rumiando la solución porque no quería prescindir de ninguno... hasta que al fin, la encontré: voy el segundo viernes de cada mes a María y el primer martes de cada mes a mi podólogo perfumado. Ahora no camino por la calle, directamente levito. Los dos están muy contentos porque piensan que la evidente mejoría del estado de mis talones se debe únicamente a su trabajo y yo soy feliz haciendo a la gente feliz. Sobre todo porque me libera de la culpa por el adulterio sanitario en el que me hallo inmersa en estos momentos de mi vida.  
          Esta mañana me han llamado de mi compañía para informarme de que la clínica de mis podólogos ha ampliado sus servicios y a partir de ahora y sin ningún coste adicional en mi factura, cuento con odontólogo, neurólogo, ginecólogo y pediatra en el mismo centro. Le he dado las gracias y acto seguido me he puesto a mirar anuncios en internet. A partir de ahora estoy oficialmente buscando casa en el portal de al lado de la clínica. También estoy, claro está, buscando un nombre para mi gato.