—Bueno, cuéntame tú.
Después te pondré yo al día. ¿Qué tal estás? ¿Y Querido, las herederas, cómo
estáis todos?
Era mi amiga Julieta, amigas desde el instituto,
confidentes, casi hermanas. Hasta que me dejó tirada permitiendo que me casara
mientras ella se dedicaba a vivir viendo series de Netflix completas, viajando
por el mundo y despertándose tarde después de largas noches de juerga flamenca.
En el fondo la he perdonado porque estoy in love con esta casa y todo ser que
la habita, pero no puedo evitar cierta intención de arañarle la cara cuando la
veo aparecer con dos bolsas de La Condesa en una mano y un anillo de Bvlgari en
la otra.
—No voy a andarme con paños calientes. La vida en
pareja es dura, los años desgastan, la capacidad de dejarnos sorprender cada
vez es menor; el día a día apenas nos permite conversar largo y tendido, las
redes sociales nos absorben, el trabajo, la compra, las herederas, la casa, el
grifo que gotea, este mes no llegamos, malos entendidos, tropiezos… y debajo de
todo eso, un amor que necesita atención para mantenerse vivo. Pero aquí
seguimos, felices a pesar de todo.
—Genial, cuanto me alegro. ¿A que no sabes quién
se casa?
—Hija pues no sé, ¿Terelu? —No— contesta con los
ojos en blanco.
—A ver, dame una pista. ¿Primeras o segundas
nupcias?
—¿Y qué más da?
—Pues no sé, por acotar más que nada.
—¡Yo, yo me caso! ¡Yo! ¡Yoooooo! Ajá, la hora de
la venganza había llegado.
—¡Ohhhh, no puede ser! Al final has sucumbido a
los ruegos y preguntas de James. ¿Para cuándo? Cuéntame todo. ¡Todo! Estoy tan
feliz por ti.
Y era verdad. Todas las dificultades que trae de
regalo la vida en pareja han ido a alojarse a una zona de mi cerebro que no
riega bien y solo siento una emoción infinita por ellos.
—Será en diciembre, una boda en blanco, como la
de Andrea de Mónaco. No puedo ser más feliz con James, es tan bla, bla, bla, y
tan bli, bli, bliiiii.
Tuve que abstraerme por unos momentos del
monólogo de la musa de Mr. Wonderfull para poder concentrarme en lo
verdaderamente importante: qué-me-pongo.
Boda de invierno. Ya hay que ser retorcidos.
Pálida, vestido de tela de cortina bien calentito, pelo encrespado por la
humedad, botas catiuscas por si llueve, ventisca en la puerta de la iglesia
mientras esperas a que salgan los novios para tirarles el arroz… no sé,
llamadme pesimista, pero ir espectacular a esta boda se me complicaba por
momentos.
Volví a sintonizar Radionovia con la esperanza de
que ofreciera por fin la información sobre el lugar del enlace entre elogio y
elogio al futuro esposo. Solo era cuestión de paciencia y de esperar tres
cuartos de hora.
Ahora, James, un primor.
—Y bueno, todo será muy familiar. Nos
casaremos en un pequeño castillo que heredó la madre de James el año
pasado…
—¿Un castillo? Continúa, querida— aquello
mejoraba considerablemente el tema del encrespamiento capilar cuanto
menos.
—Sí, está en un pequeño pueblecito, a las afueras
de Londres. Ya verás, te va a encantar.
Bueno, bueno, qué manera de venirse arriba la
boda de mi amiga, qué digo amiga, mi hermana Julieta. Cómo me gustan las bodas
de invierno, cómo son de bonitas, con tu ropa interior completa, no por partes
como cuando llevas un vestido con la espalda al aire, un hombro sí, otro no y
media pierna fuera.
Llegué a casa a punto de explotar porque no había
encontrado un baño (limpio) de camino a casa y por el notición que estaba
deseando contar a Querido. Una vez hube satisfecho mi primera y más básica
necesidad, senté a Querido a mi lado en el sofá y le pregunté:
—Cari, ¿dónde has querido viajar siempre y no has
podido porque al hacer el Interrail no te dio el presupuesto cuando eras joven
y con las herederas no te da la vida ya de mayor?
—Pues no sé. ¿Ya has decidido qué fin de semana
quieres que visitemos Setenil de las Bodegas?
—No cari.
—¿Las cuevas de Aracena?
—No, cari, no. ¡A Londres! ¡Nos vamos a Londres!
De carrerilla le conté todo el pastel; que si Julieta se casa, que si James es
una fantasía hecha realidad, que si el castillo, que si las catiuscas, que si
fin de semana romántico en Londres, que si a ver con quien dejamos a las
herederas, que si…
—¿Dejar a las niñas? ¿Vamos a ir solos? ¿Tú y yo
solos? —los ojitos se le salían de las cuencas, le hacían chirivitas, le daban
vueltas como a Marujita.
—Claro, cari, porque, no voy a andarme con paños
calientes, la vida en pareja es dura. Los años desgastan, la capacidad de
dejarnos sorprender cada vez es menor; el día a día apenas, apenas… tú, yo y la
chispa, cariño.
Después de meses de preparativos, buscar el
vestido perfecto, muchos nervios y supervisar cada detalle en lo referente al
cuidado de las herederas en mi ausencia, por fin, llegó el gran día. Querido y
yo volábamos a Londres solos al fin.
Al principio la conversación fue algo forzada.
Nos sentíamos raros sin escuchar a alguien interrumpiendo al medio, sin la
heredera menor colgada de mi cuello, pudiéndonos mirar a los ojos mientras
dialogábamos. Nos habíamos propuesto no monopolizar las conversaciones hablando
sobre ellas y, aunque al principio nos costó muchísimo porque todo nos
recordaba a las niñas (sobre todo otras familias a las que veíamos pasear por
la calle con sus hijos de la mano y no a miles de kilómetros como habíamos
dejado a las nuestras, snif), finalmente y tras cinco intensos minutos, lo
superamos y pudimos enlazar temas interesantes y necesarios para nuestra salud
mental.
Todo era perfecto. Londres, sus calles, su noria,
su Big Ben, su Megan y su Harry, todo. Todo menos el nivel de inglés de los
ingleses que es bastante superior al mío. El mío está bien para solucionar
alguna duda del cole, traducir algún meme sencillito, reírme con lo del
“Relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”; me vengo a mover en ese nivel.
De momento. De este año no pasa que lo mejore, tal y como me prometo todos los
primeros de enero. Querido, en cambio, maneja la lengua de Shakespeare como si
de un Colin Firth ibérico se tratase, de modo que tuve que utilizarlo de
traductor simultaneo en la boda. De lo que no entendía, claro, porque si
captaba alguna frase al vuelo a la que me veía capaz de contestar, entonces le
daba un tironcillo del brazo, murmuraba entre dientes aquello de “déjame
terminar”, y continuaba, con una media sonrisa a lo britihs, con la endeble conversación…
hasta que esta moría irremediablemente de puro enmudecimiento. Así que más que
como la Reina Leticia el día de su pedida de mano, me sentía como ZP en una
cumbre de la ONU.
Resuelta a que nadie notara las carencias que
tanto me disgustan, me dispuse a seguir la ceremonia con total normalidad,
mimetizándome con el ambiente hasta tal punto, que por un momento llegué a
pensar en inglés. ¡Oh my God! En mi cabeza, como ecos de recuerdos de un pasado
no tan lejano, resonaban sin parar aquellas palabras grabadas a fuego en alguna
parte de mi cerebro:
—My mother is rich. I´m big Muzzy. My mother is
rich. I´m big Muzzy.
Por desgracia, decir que mi madre era rica y que
en casa respondía al nombre de “gran Muzzy” no me serviría para mucho aquella
noche. Pero allí mismo, mientras se oficiaba una ceremonia tan emotiva como
sencilla, descubrí algo que realmente sí me permitiría comunicarme con los
angloparlantes como si de uno de ellos me tratase. Justo a mi lado, una señora
de unos sesen…setenta años, seguía atenta el enlace con una copa de vino en la
mano. ¿Pero qué veo? ¿Vino en la ceremonia? En la fila de enfrente descubro al
doble de Hugh Grant de joven degustando tan feliz una cerveza. Y más allá más
vino. Y más cerveza. Esto sí sabía hacerlo, aquí jugaba en la misma liga.
Busqué al camarero con la mirada y muy dignamente le pedí:
—One beer, please.
Toma ya acento de Chambrigde. Ahora ya sí. Con mi
cerveza en la mano, saludé a toda la familia del novio sin decir una sola
palabra. Esa era yo; resolutiva, comunicativa y amante de las tradiciones
inglesas.
Brindis al aire, guiños de ojos, sonrisas de
colegas ebrios antes de que empezara la fiesta… eso solo puede pasar en una
boda en la que todo, absolutamente todo, está pensado con amor. A partir de
ahí, solo me quedó disfrutar de los novios, de los amigos, de Querido, de la
alegría que flotaba en el ambiente porque simplemente se estaba celebrando el
amor.
Y eso, hables el idioma que hables, siempre
une más que las propias palabras.