Querido siempre me ha dicho que actúo por impulsos. Es una cosa que le viene muy bien cuando, estando sentada en el sillón, me levanto como un resorte y me voy a la cocina a hacer tortitas con nata para merendar porque lo acabo de ver en Modern Fámily; pero que le viene muy mal cuando, estando sentada en el sillón, me levanto como un resorte y me voy a la cocina a por una loncha de jamón de york porque he escuchado un maullido en la terraza y voy a ver si convenzo al minino de que se quede a vivir en casa.
— Cari, no podemos tener un gato.
— ¿Por qué no, Querid... tú?
— Porque espelechan, arañan, huelen y porque es un
impulso de los tuyos que tengo que atajar cuanto antes.
— Tú también espelechas, sobre todo en la bañera; tú
también arañas, sobre todo con las uñas de los pies; tú también huel...
— No quiero seguir con esta conversación. Para tener
una mascota es necesario que estemos de acuerdo los cuatro y no es el caso. Fin
de la conversación.
— Que te lo has creído.
— He dicho que no.
— Pues di que sí.
— No
— ¿Con que esas tenemos, no? Muy bien. Esto es la
guerra.
— Tráeme una cerveza si vas a la cocina, cari.
— El ñoco tu ati.
— Cari, habla bien que eres escritora.
— Belén Esteban también es escritora.
— Técnicamente sí.
— Ticniquiminti
sí— concluyo. Y ahí lo dejo, reconcomiéndose por el último golpe de efecto que
ha recibido. Es el punto y final definitivo... de momento.
Realmente nunca he sido muy amante
de los gatos. Ni de los perros. Ni de las tortugas, conejos, serpientes,
iguanas, hámsteres ni ratones coloraos.
Seguramente por herencia materna, todos los animales del planeta tierra, menos
los peces que estaban en peceras o los canarios de mi abuela siempre que
estuvieran en sus jaulas, me daban miedo. Digo lo de la herencia materna porque
mi madre ha logrado el Guines de los
chillos de loca dos veces: una vez que se le subió una cucaracha por la espalda,
y otra vez que se encontró un yorkshire sin correa, pero a un dueño pegado, que
le ladró hasta quedarse afónico. Entre mi madre chillando y el perro ladrando
despertaron a todos los bebés del barrio y de barrios colindantes. Además tuvo
que venir la policía porque varios ladrones habían aprovechado el ruido
ensordecedor para robar establecimientos con el método del alunizaje. Pero
claro, eso no se supo hasta que le entró la afonía al perro y a mi madre las
ganas de fumar, que paraba de chillar entre calada y calada.
Pero antes de que le des la razón a
Querid... él, y pienses que es verdad eso de que me muevo por impulsos porque
no es normal que, siendo la tercera generación en mi familia de buenas
cocineras y personas que sienten auténtico pavor ante cualquier integrante del
reino animal, quiera tener un gato, te
contaré una historia que me permitirá darle la vuelta a la tortilla con la
maestría con la que lo hace mi Querid... marido cuando me enfado porque no ha
hecho la cama, y él contesta replicando que más enfadado tenía que estar él por
haber elegido yo sábana bajera, encimera, manta uno, manta dos y edredón de
Lorenzo Lamas en lugar de un saco de dormir que es mucho más práctico y rápido
de recoger, dónde va a parar.
Resulta que, antes de que llegaran
las herederas a nuestras vidas, yo ya tenía complejo de madre y me veía con la
necesidad de cuidar de cosas: cuidaba la batería de cocina con la que le hacía
la comida cada día, cuidaba la plancha con la que le planchaba la ropa, cuidaba
la mopa, el trapo del polvo, el cepillo y la fregona. Pero como no hay nada más
desagradecido que un ser inanimado, me harté de no recibir ni un gesto de
cariño después de utilizar el mejor estropajo del mercado para lavar cacerolas,
o después de gastar garrafas de agua
destilada con perfume de Agua Brava soft
que se bebía mi plancha como agua del grifo, ni después de emplear verdaderas
fortunas domésticas en maravillas semejantes del espectro marujil. De modo que
le dije:
— Cari, quiero cuidar de algo que tenga vida propia— y
como vi por la sonrisilla que se le dibujaba en la comisura de los labios que
estaba pensando en algún miembro de su anatomía humana, puntualicé: —y que
pueda sacar a la calle con una correa.
Se ve que lo del rollo dominatrix no le iba mucho así que se
presentó al día siguiente con un regalo en las manos:
— Toma cari, un ser vivo de verdad para que
cuides de él con todo el amor que te cabe en el pecho.
— ¿Qué es esto, Cari?
—Un poto, Cari. Mi madre tiene uno en el salón y está
así de alto y lustroso— dijo poniéndose la mano como si fuera un Siux oteando el horizonte.
Esa noche cenó una lata de atún y un
yogurt.
Al poto lo regaba, lo miraba, lo
volvía a regar y lo volvía a mirar. Así estuvimos unas dos semanas hasta que
murió ahogado.
—Cari, no me gustan las macetas. Quiero un ser vivo
que se mueva y que pueda abrazar.
— ¿Tú quieres un ser vivo que se mueva y que puedas
abrazar?— me dijo con la sonrisilla otra vez asomándole por las comisuras de los labios.
—Y que coma en un comedero en el suelo.
Se ve que lo de comer en un comedero
no le resultaba del todo apetecible, cosa rara porque él no ha vivido una
guerra pero ha hecho el Interrail de joven y eso curte, pero el caso es que la
sonrisilla se volatilizó.
Al día siguiente, coincidiendo con
mi cumpleaños, me trajo un hámster.
—Ya lo tienes: es un ser vivo, se mueve y lo puedes
abrazar, cuidar, poner una correíta si quieres y llevarlo al parque. ¿Podemos
llamarlo Zidane? ¿Podemos?
Lo intenté, le compré hasta una
pelota de esas en las que los metes y te van siguiendo por toda la casa pero se
ve que Gabo, que así se llamó, salía
al padre y le tenía querencia al sofá. Rodaba hasta quedarse debajo de él y
allí se quedaba todo el día hasta que yo llegaba del trabajo por la noche y lo
sacaba con la escoba. Un día lo vi claro: no nos hacíamos felices, así
que lo llevé a un parque. Cuando localicé a la única madre que no me podía cara
de asco ni se subía a los bancos gritando, se lo regalé. Sus hijos brincaban
locos de alegría y ella me lo agradeció de corazón porque
tenía un trauma arrastrando desde pequeña, cuando su abuela regaló a su hámster
"David Sumer" a unos niños portugueses que pasaban por la calle un
domingo a las siete de la mañana. El trauma vino porque a ella no le cuadró que
su abuela regalara nada porque era tacaña por naturaleza, más que porque no
tuviera mucho sentido que anduvieran unos niños portugueses a las siete de la
mañana un domingo y su abuela, todos juntos en la calle. Así que acogió a Gabo, lo rebautizó como Pítbull y le leyó la cartilla a sus
cuatro hijos amenazándoles con darles paté del Mercadona en vez del de La
piara si se les ocurría acercarse a Pítbull.
Dejé a mi Gabo y me alejé de allí
canturreando mentalmente aquello de "One
two three four/uno do tre cuatro/ I know you want me/ I nanana naaa na na na na
naaa".
—Cari, deja los experimentos. Está claro que yo tengo
una necesidad vital de dar afecto a un ser vivo que dependa de mí para
subsistir. Creo que quiero un bebé.
Salió corriendo calle abajo y al
rato vino con una caja de zapatos en las manos. Vi claro que esta vez había
acertado. Sabía que desde hacía años soñaba con tener mis propios Manolos y, aunque era obvio que me los
regalaba para que dejara de pensar en pañales y cunas, tengo que reconocer que
surtió efecto. Esos Manolos había que
pasearlos por todas las terrazas de Mallorca, cosa impensable si tienes los
tobillos hinchados durante nueve meses. Esperaría a gastar las suelas por lo
menos para volver a concentrarme en mi necesidad vital de dar afect...
— ¡Ay Cari! ¡No me lo puedo creer! ¡Soy tan feliz!
¡Ven con mamá!
Tuve que abrazarle porque no
entendió que a quien llamaba era a la caja que contenía mi, a partir de ese
momento, bien más preciado. Le abracé pues, agradecida como he sido desde
siempre, con todo el amor de mi corazón. Y en medio de aquel abrazo estábamos,
cuando noté que algo se movía dentro de la caja.
—Cari, dime que no son gusanos de seda, ni nada que
vuele ni salte ni...
Y cuando a punto estaba de ponerme a
chillar como digna hija de mi madre, de aquella cajita salió la cabecita más
bonita, peluda y temblorosa que había visto en mi vida. Luego una patita,
después la otra. Dos lagrimones cayeron de mis ojos, mitad amor a primera
vista, mitad temor por mi vida porque aquello no dejaba de ser un gato
(precioso, diminuto, adorable), pero primo legítimo del rey de la selva y
potencialmente peligroso.
Poco a poco nos fuimos acercando,
conociendo, queriendo. Le di todo el amor que pude y ella me lo devolvió con
creces. Superé gracias a ella mi miedo a los gatos, me reconcilié con los
perros, dejé de temer si iba a casa de un amigo en el que el lugar de honor en
el salón, lo ocupaba un loro gigante. Me enseñó que el amor incondicional
existía y dejé de tener miedo de quedarme en casa sola, otra herencia de mi
abuela. Me hizo feliz. Pero a veces las circunstancias se tuercen y un día, del
que me arrepentiré toda la vida, la llevamos a vivir a otra casa en la que sé
que es feliz y en la que además, hace
feliz a su nueva familia. Hace cuatro años ya y no hay día en el que no me acuerde
de ella. Fue lo mejor entonces. Pero en el fondo, siempre vivirá conmigo.
Esto te lo debía, Brendi.
Y así fue como me reconcilié con el
mundo animal. Así fue como me enamoré de los gatos. Ella solita lo consiguió.
Pero yo no me doy por vencida nunca.
Tengo preparada una batería de fotos de bebés gatitos, videos de los gatos más
divertidos del planeta, lecturas sobre las maravillas de crecer con una
mascota. Vuelvo a sentir aquella necesidad y aunque tengo a mi alrededor a dos
bichitas a las que cuidar y dar todo el amor del mundo, sé que serían felices
con un nuevo miembro peludo en la familia.
Si todo eso no funciona, no me
quedará otra que esperar a que él mismo recuerde lo maravilloso que es dormir
con un gatito enroscado en tus pies, debajo del edredón, en las frías noches de
invierno.
A mi Brendi.
Siempre en
mi corazón.