martes, 14 de enero de 2014

El deseo

           Desde que tengo uso de razón, acostumbro a formular deseos coincidiendo con la ingesta de las doce uvas reglamentarias, la última noche del año. En los primeros tiempos de esta costumbre, solía liarme entre los cuartos y las campanadas, como mi abuela pero con menos delito que ella, que ya llevaba practicando trescientos años. Así que hasta los doce años estuve haciendo una pequeña trampa que consistía en formular mis doce deseos en uno solo; algo así como un superdeseo compuesto por deseitos. En vez de pedir una Nancy, dos patines, Momo, El Quijote para niños, un rimel que pudiese desaparecer justo antes de entrar en casa y que me besaran los siete chicos que me gustaban (por turnos, no todos a la vez, claro está), lo que hacía era pedir "porfa, porfa, que el año nuevo me traiga solo lo que yo he pedido y no una bata nueva por si vienen visitas a casa". Y ya está; mataba doce pájaros de un tiro y me tomaba las uvas sin estreses ninguno ni riesgo de atragantamiento.
          Pero con las campanadas de los trece años, envalentonada por la experiencia que me daba toda una vida aprendiendo a diferenciar entre "carrillón, cuartos y campanadas", me decidí a pedir los deseos por separado porque estaba visto que así, en plan todos a una como Fuenteovejuna, no funcionaba. Y para prueba, la colección de batas invernales que poseía.
          Aquel año me dio tiempo a pedir tres deseos justo antes de que mi madre se atragantara de la risa por ver a mi abuela decir, a la tercera campanada y con la boca llena de uvas: "bha ejthá; bho bha he tehjminabo", toda orgullosa enseñando sus manos y su copa vacía. Era la campeona mundial de comedores de uvas anuales. Así que tuve que salvarle la vida a mi madre y, cuando estuvo fuera de peligro, ya estaba Chiquetete cantando en la tele. Otro año perdido. 
          Alcancé la perfección el año que pedí los doce deseos enteritos sin que nadie me molestara. Fue cuando ingresé de novicia en un convento, la tarde de aquel treinta y uno de diciembre. Al día siguiente por la mañana me fui con la excusa de ir a por tabaco y ya no volví. Y se ve que no obré del todo bien porque no se me cumplió ni uno solo de los deseos: ni necesité tres tallas más de sujetador, ni me crucé por casualidad con Ethan Hawke ni por supuesto, se enamoró de mí, víctima de un flechazo que duraría eternamente; ni dejé de fumar ni me apunté a un gimnasio. El resto de deseos los omito con el fin de preservar la identidad de mi exvecino del segundo y de la golfa promíscua de su entonces novia, hoy mujer.
          Pero una crece, se convierte en madre y todos los deseos del mundo se concentran en tres: que sean felices, que estén sanas, que pueda acompañarlas mucho tiempo en la vida.
          Hasta este año que se me ocurrió también pedir adelgazar los equis kilos que me sobran.
          _ "¡Qué notición! Este año nos ponemos juntas a hacer dieta y nos apuntamos al gimnasio, que yo, desde el parto, solo he perdido seis de los siete que cogí... y el veranito está a la vuelta de la esquina"- me dijo mi odiada Claudia mientras su pequeño Rodrigo dormitaba plácido y lleno de lazos y puntillas en su precioso cochecito-réplica del que paseó al pequeño Felipe Juan Froilán al nacer.
          Porque Claudia ya era mamá. Dio a luz una soleada mañana de junio ataviada con un camisón Vitorio&Luccino Maternity, después de dos empujoncillos y tres suspiros. Su niño salió todo rosita, con el pelo lavado y entonando un Aleluya mientras ascendía en manos de la ginecóloga, por el haz de luz que enfocaba directamente a la laringe de su mamá vista desde la vagina. Mario lloraba, Claudia lloraba... y Rodrigo sonreía a todas las enfermeras con las que se cruzaba y ellas, embelesadas con el pequeño ladronzuelo, le obsequiaban con más pañales de la talla cero que al resto de los angelitos nacidos en la misma clínica. Y fueron felices y comieron perdices.
          Y yo accedí con un "vaaaaaaaaaale" cuyo único objetivo era el de dar por zanjado el tema para siempre jamás en la vida. Lo malo es que a Claudia, a mi Claudia, no se le olvidó y, aunque es como una hermana para mí, pasó de ser una persona dulce, amable y cariñosa, a convertirse en la peor bruja sin sentimientos que habita el planeta Tierra. 
          A las siete y media de la mañana del lunes se plantó en mi casa después de mandarme un wasap con un emoticono de ojos saltones en foma de corazoncitos y un "¡Arriba cari! En una hora estoy en tu casa para empezar en el gimnasio¡Qué ganas!" y otros dos emoticonos de ojocorazones saltones. La gran hija de perra se había levantado a las seis y media de la mañana y encima, de buen humor. Yo obviamente no lo vi al encontrarme plácidamente soñanado con que ganaba la final de Masterchef, publicaba un libro de receta, ganaba el premio Planeta y el gordo de la Lotería. Era la única manera que tenía la vida de hacer realidad los deseos que me comí con las doce uvas este año. Los sueños y el enviarme a Candy Candy deportiva prácticamente de madrugada.
         07:30h: Llamó al telefonillo una vez. Abrí mi ojo pero no pude con el segundo y me volví a dormir.
         07:33h: Llamó otra vez al telefonillo y mi Querido me introdujo su codo en el pancreas. Ni el dolor ni el sueño me permitían abrir los ojos, así que me volví a dormir.
           07:36h: Llamó una tercera vez. Le di una patada en los testículos a mi Querido en respuesta a la doble intromisión de su tobillo en mi hígado. Abrí los ojos y miré el móvil. Decenas de emoticonos adoptando un amplio abanico de emociones, desde el que me guiñaba un ojo, pasando por la sonrisa Monalisa, la sonrisa de medio lado, emoticono serio, más serio, mueca de nopuedoconlavida y finalmente, emoticono lila cabreado. Salté de la cama y me tiré al telefonillo de cabeza. 
         Apareció ante mí con cara de haber decapitado a Heidi y habérsela comido para desayunar. Así que ahí la tenía, a ella, a la Claudia que haría temblar a una pandilla de Ñetas.
         Me hizo engullir un zumo y una barrita energética sin grasas saturadas ni polisacáridos y esperó, dando golpecitos en el suelo con su pie izquierdo, a que me pusiera mi chandal pantojil y mis deportivas Puma. A las ocho menos diez estábamos en el gimnasio, apuntadas para la primera clase de spinning. 
         Supongo que esto del spinning lo inventaron los de la Inquisición pero no lo patentaron por parecerle, igual, demasiado inhumano. He visto claramente la luz al final del tunel. Y lo peor no ha sido el monitor, quien me ha prestado su ayuda  muy amablemente las dos veces que he creido sufrir un infarto agudo de miocardio... lo peor ha sido ella. ¡Ella! Era como la Sargenta de Hierro, implacable, cruel, despiadada. La miraba y la veía diciendo “Soy la sargenta de artillería CandyCandy. He bebido más cerveza, he meado más sangre, he echado más polvos y he chafado más huevos que todos vosotros juntos, capullos.” No dejé de pedalear por miedo a que me pusiera a hacer trescientas flexiones con una mano y me castigara con no volver a ver a mi familia si ni lo conseguía. No me quitaba ojo. Era mujer muerta.
         Claudia me exige cada día fotos de mi ración de comida y cena diaria. Me obliga a pesarme en la misma báscula cada lunes y si una semana no bajo de peso, me apunta a dos clases extras de kick boxing. 
         Aun así, cada noche, me envía un "Que descanses, cielo. Merecerá la pena" adornado con millones de emoticonos a los que les salen corazones de la boca.
         Yo tengo claro que este año, cuando den las doce campanadas, estaré en el séptimo sueño para no tentar a la suerte.