sábado, 16 de noviembre de 2019

Hablemos de sexo


Hace tres días estuve a punto de morir. Nada glamouroso, la verdad. Estaba tan tranquila en mi sofá tras un día agotador, tomándome mi vasito de leche de coco con su canela por encima, cuando apareció en medio del salón, con su camisón blanco y su larga melena alborotada, la que podría haber sido perfectamente la niña de la curva y que finalmente resultó ser la heredera mayor.

—Mamá— dijo.

—Hija—respondí.

—Cuando los bebés… antes de nacer— aquí hizo una pausa.

—Sí, cariño— aquí tomé un sorbo de mi bebida vegetal especiada sin sospechar siquiera que podría haberse convertido en un último chupito de cicuta a lo socrático.

—Cuando son muy pequeños y bajan por la garganta— aquí ella parpadeó, creo. Los recuerdos se difuminan por mi posible defunción inminente.

—Pffffffffffffffffffffaaaaaaaaaaaaaaaaaaaagggggggggggggggghhhhhhhhhhhhhh—aquí estuve a punto de morir ahogada entre la impresión, la leche de coco que me llegó al cerebro y la canela que no estaba disuelta y que esnifé literalmente.

La heredera mayor me miraba de reojo y con las manos apoyadas en las caderas que es como la miro yo cuando me ignora abiertamente. Era evidente que no era consciente de la gravedad del asunto y tuve que salvarme a mí misma intentando reconducir la leche de coco por los conductos adecuados y estornudando todo lo posible para eliminar la canela de la que probablemente tendría que desintoxicarme en una clínica repleta de famosos.

Literalmente, un susto de muerte.

Casi.

Vi la luz al final del túnel… mi vida pasar… las reservas de comida hecha en el congelador para que subsistieran hasta que Querido se hiciera con el manejo de la thermomix. En fin, que había vuelto a nacer.

Una vez me hube recuperado, decidí dejar en cuarentena a la heredera mayor en cuanto al tema del reparto de mis posesiones y acto seguido me dispuse a afrontar el momento que tanto temía desde que me convertí en madre.

—Mamá—dijo.

—Hi… ja—respondí recién resucitada.

—Cuando los bebés…antes de nacer… cuando son muy pequeños y bajan por la garganta… ¿por qué no se deshacen con los jugos gástricos del estómago? —concluyó al fin.

—Cariño, es muy tarde. Mañana te lo explicaré todo muy bien. Vuelve a la cama y duérmete.

Parece que alguien se ha vuelto a comer sus propias palabras, sus propias ideas, sus propias intenciones de hablarlo todo muy naturalmente y muy claramente y muy todamente en cuanto surgiera la oportunidad.

Prácticamente desde que el predictor predijo mi maternidad, me imaginaba escenas de complicidad madre e hija, sentadas en un gran sofá en medio de un salón muy limpio, ordenado y luminoso, riendo y aprendiendo delante de un gran libro sobre penes, vaginas, actos sexuales y fecundaciones varias. Pero lo vas dejando, lo vas dejando, y al final la veo como a mí, enterándose de todo a través del Cosmopólitan.

Crecí mirando al suelo cada vez que intuía, por la proximidad de las bocas de los actores, sus ojos en blanco y la música de fondo, que de un momento a otro iba a producirse un encuentro romántico sexual en la televisión de mi casa. Nunca fue imperativo legal, no teníamos órdenes “de arriba” de evitar contacto visual en cuanto intuyésemos un acto de amor, pero una fuerza desconocida, un pudor extraño, un vete a tú a saber, nos obligaba a mis hermanas y a mí a mirar a la vez si el brasero estaba encendido o a buscar la tuerca de un pendiente justo en ese momento. Es un misterio sin resolver digno de estudio, sobre todo que sigamos haciéndolo con cuarenta años y habiéndonos estrenado todas en un paritorio.

De modo que por no acertar a tiempo a presionar la segunda resistencia del brasero, atender una sed urgentísima o por un ataque de tos más falso que Judas, me perdí la primera vez de Dylan y Brenda, lo que fuera que hiciesen Julia Roberts y Richard Gere encima del piano y la mitad de todos los capítulos de Melrose Place.

Por supuesto, ninguna fue al cine a ver Instinto Básico ni Historias del Kronen. Íbamos a ver Tienes un email y peliculones por el estilo. Eso oficialmente, se entiende.

Resuelta a coger el toro por los cuernos y a no permitir que las herederas buscaran tuercas de pendientes imaginarias cada vez que los de la Patrulla Canina se saludaran como los perros que son,  decidí recurrir a quien tanto me había ayudado en las ocasiones en las que me había sentido perdida como madre; momentos en los que había dudado de si mi actuación estaba siendo la adecuada; situaciones en las que titubeé, sopesé y consideré  cual sería la mejor opción cuando alguna heredera se tiraba al suelo en plena rabieta, tirando de mis pantalones hacia abajo con el único y maléfico plan de dejarme en bragas.

Tenía que recurrir a ellas: las madres del parque.

—Pues nosotros a Manolito— nombre ficticio porque hablamos de un menor— le contamos que se metían por el ombligo cuando la mamá y el papá dormían juntos y no tiene ningún trauma, oye.

—Bueno, Laurita —nombre ficticio porque hablamos de una menor— sabe desde que tenía año y medio que el espermatozoide fecunda al óvulo tras el acto sexual y no tiene ningún trauma tampoco.

—Anselmito— nombre real, porque Anselmito tiene ya treinta años recién cumplidos— nunca preguntó. Claro que teníamos dos caniches salidos que dejaban poco a la imaginación. Trauma no sé si tiene, la verdad.

Ah, cuánta sabiduría junta en un banco del parque.

Dudé entonces entre si contarle la versión edulcorada, hablarle de la reproducción humana con croquis, esquemas y una gran pizarra Veleda (a mis seguidores millenials os debe de estar pareciendo el artículo de hoy un capitulo de Amar en tiempos revueltos) o buscarle una pareja al gato y meterle viagras en el pienso.

Dudé durante horas. Dudé a solas. Dudé con Querido. Dudé en sueños y dudé con el café mañanero.

Y por fin encontré la solución: mudarnos a Finlandia donde en los colegios lo explican todo muy bien y ya vuelven a casa con el trauma ahorrado y demás.

—Mamá—

—Hija—

—Ya sé el motivo por el que los bebé no se deshacen con los jugos gástricos— me dijo muy seria.

—¿Sí? ¿Y cuál es? —necesité más que nunca oler la maldita canela.

—Bueno mamá, creo que papá, tú y yo debemos tener una conversación urgente.

Sonreí y asentí. Había llegado el momento de afrontarlo, aquel que había estado temiendo desde el día en el que el predictor predijo que iba a ser madre por primera vez: la heredera primera se estaba haciendo mayor.