Volví a la
oficina a reencontrarme conmigo misma. Podría haberme ido a saludar al sol
debajo de un árbol en Botsuana igualmente, pero últimamente me da miedo volar y
también los leones, de modo que escogí salir de mi zona de confort pero a un
lugar desde el que pudiera llegar andando a casa después de reencontrarme
conmigo o con quien fuese.
Llegué a la
redacción después de cinco noches sin dormir porque notaba algo en el estómago
que me pinchaba sin compasión alguna y me impedía conciliar el sueño. En
urgencias lo llamaron "ansiedad"; yo lo llamé "autocastigo
divino". Le puse nombre una vez me hubo jurado el doctor que me atendió
aquella noche en urgencias, que era físicamente imposible que me hubiera
tragado un objeto punzante de las dimensiones que yo imaginaba, sin
querer y/o dormida, y que además, si por una casualidad remota de la vida esto
hubiera ocurrido porque, tal y como he sospechado en alguna ocasión, no soy de
este planeta, se vería perfectamente en la ecografía que me realizaron
atendiendo a mis súplicas y a mis amenazas de quedarme allí suplicando hasta
que me atendieran o me quedara dormida, lo que sucediera antes. Querido les
informó también de que soy una persona muy perseverante y también
hipocondríaca. Además les señaló el rincón donde esperaban, muertitas de sueño
y a punto de entrar en fase "pasadas de rosca" en breves
instantes, nuestras tres herederas, esperando que tal visión resultase
decisiva en la decisión de llevarme a realizar la ecografía y dejarme de oír un
rato. Y resultó.
— Tiene usted un estómago de una
niña de diez años— me dijo con la vista fija en esa pantalla de Canal Plus
codificada del ecógrafo.
— ¿Tan pequeño?— contesté
alarmada a la par que emocionada porque se me hubiera reducido sin necesidad de
bypass gástrico ni nada.
— De sano— contestó obviando por
completo mis ilusiones recién hechas.
— ¿No hay ningún tenedor?
— Ninguno.
— ¿Un tridente? ¿Un palillo? ¿Un
playmobil de mi sobrino?
— Normalmente las urgencias por
playmóbiles nos llegan por traumatismos tras haber pisado alguno. Nunca vino
nadie con uno de ellos en el estómago, al menos ningún adulto y mucho menos con
el muñeco entero, señora.
— ¿Entonces qué es lo que me
pincha? Porque algo me pincha, eso es seguro. Igual habría que hacerme un TAC o
una resonancia con contraste o quizás operarme de urgencia con laparoscopia con
cirugía mínimamente invasiva, que viene el verano?
— ¿Es usted sanitaria?
— Uy, qué va. Mucha gente me lo
pregunta porque suelo acertar con los diagnósticos de amigos y conocidos pero
esta cultura hospitalaria me viene por mi hipocondría, mi afición a buscar en Google
todas mis posibles enfermedades y a las series de médicos para contrastar
impresiones. También puede deberse a que tuve una amiga que me enseñó a tomar
las constantes vitales y lo que era una mariposa, la febrícula y lo mal que
huele la valeriana natural.
Cuando
terminé mi breve explicación, el doctor había desaparecido sin dejar rastro. Me
pareció bastante descortés por su parte pero, como nadie me dijo lo contrario,
me quedé esperando por si volvían para trasladarme a la máquina de resonancias
con visión nocturna. Además, en bragas y con la sábana de esparto típica de los
hospitales, no podía haber llegado muy lejos. Miré y remiré la imagen que se
había quedado congelada en el ecógrafo y terminé por encontrar dos cigotos, los
restos de la pizza de anoche y un trozo de una goma MILÁN que me tragué en
quinto de primaria. Lo de los cigotos me pareció raro pero entonces pensé que
igual este hombre me había estado mirando el útero en vez del estómago porque
hay mucho degenerado suelto y una ya no está segura ni un hospital pero en tal
caso ¿cómo habrían llegado allí la pizza y el trozo de goma? Realmente es
complicado el mundo del decodificador de ecografías, también llamado médico
radiólogo.
Me devolvieron
de nuevo al mundo real unos gritos de dolor que por la intensidad, podrían
haber sido perfectamente de mi marido al cortarse con un folio, pero no por el
timbre, pues era una agudísima voz femenina que podrían haber sido
perfectamente mía de no ser porque tenía la boca cerrada.
— ¿Pero señora, qué hace usted
aquí? ¡Hace cuatro horas que le entregué el alta a su marido y le dije que
podía irse a casa!
— ¿A casa? ¿En bragas? Y ya que
está aquí de nuevo ¿eso son cigotos o podrían ser quistes buenorros?
— Será benignos, señora.
— ¿Y es capaz de adivinarlo solo
con mirar la imagen a distorsionada? ¿Ni una biopsia de urgencias ni nada?
— No hay quistes, señora. No hay
tenedores, ni pinchos ni muñecos de playmobil. No hay nada más que una cierta
ansiedad que usted está somatizando en forma de pinchazos en el estómago como
nos ha pasado a todos en situaciones de mucho estrés. Diazepán, señora. Un
vasito de leche caliente y a dormir. Yoga. Váyase de compras o al teatro, pero
deje esta camilla libre a esta señora va a terminar con una peritonitis por su
culpa. Buenos días.
— Uy, pues eso hay que operarlo
pero ya ¿eh?
Prácticamente
salí volando de aquella sala. Me puse el vestido en el pasillo y caminé hacia
la sala de espera para darle la buena nueva a mi familia: mamá está sana. De
momento. Por hoy, quiero decir. Busqué y rebusqué pero allí no había ni Querido
ni heredera alguna a la que alegrar la mañana con lo de mi somatización del
estrés pretraumático por la vuelta al trabajo. A punto estaba de somatizar un
dolor nuevo ante la ansiedad por el abandono de mi familia cuando caí en la
cuenta de que estaba en el siglo veintiuno y que existía el móvil, Siri y las Apps
que te dicen en cero coma donde está tu media naranja en la que tanto confías.
Efectivamente, un whatsapp con la confirmación de mi abandono hizo que asomara
a mis ojos una lágrima: "Cari, las niñas y yo nos vamos a casa; necesitamos
dormir. El doctor ha confirmado que estás bien y al ir a recogerte, he visto que
dormías profundamente en la camilla, así que he sentido una paz interior muy
grande y acto seguido, un pánico muy grande también al pensar en el momento en
que volvieras a despertarte y a chillar y a quejarte y he pensado que maricón
el último y que te cojas un taxi cuando despiertes. Pero te quiero y te
idolatro como siempre o más”. Y en absoluto a su labio una frase de perdón.
Cogí
un taxi, llegué a casa, me duché y decidí que ya era hora de respirar hondo y
volver a la vida que tenía antes de ella. Volvería a mis consejos, a mis
artículos, a mi escueto pero amado público que tanto me habría echado de menos.
Y de noche no dormiría; la miraría. Me quedaría quieta a su lado, oliéndola,
viéndola respirar. Y algún día lograría que separarnos fuera algo normal. Ya lo
había logrado dos veces antes; una tercera no podría ser más complicada.
Y
entré. Pisé a fondo en mis tacones y después de muchos besos, abrazos y
palabras varias de bienvenida, me senté en mi despacho. Cogí un bolígrafo, un
folio y casi temblando me escribí: HE VUELTO. ¡LO CONSEGUÍ!