jueves, 22 de marzo de 2018

Volver

Volví a la oficina a reencontrarme conmigo misma. Podría haberme ido a saludar al sol debajo de un árbol en Botsuana igualmente, pero últimamente me da miedo volar y también los leones, de modo que escogí salir de mi zona de confort pero a un lugar desde el que pudiera llegar andando a casa después de reencontrarme conmigo o con quien fuese.
Llegué a la redacción después de cinco noches sin dormir porque notaba algo en el estómago que me pinchaba sin compasión alguna y me impedía conciliar el sueño. En urgencias lo llamaron "ansiedad";  yo lo llamé "autocastigo divino". Le puse nombre una vez me hubo jurado el doctor que me atendió aquella noche en urgencias, que era físicamente imposible que me hubiera tragado  un objeto punzante de las dimensiones que yo imaginaba, sin querer y/o dormida, y que además, si por una casualidad remota de la vida esto hubiera ocurrido porque, tal y como he sospechado en alguna ocasión, no soy de este planeta, se vería perfectamente en la ecografía que me realizaron atendiendo a mis súplicas y a mis amenazas de quedarme allí suplicando hasta que me atendieran o me quedara dormida, lo que sucediera antes. Querido les informó también de que soy una persona muy perseverante y también hipocondríaca. Además les señaló el rincón donde esperaban, muertitas de sueño y a punto de entrar en fase "pasadas de rosca" en breves instantes,  nuestras tres herederas, esperando que tal visión resultase decisiva en la decisión de llevarme a realizar la ecografía y dejarme de oír un rato. Y resultó.
— Tiene usted un estómago de una niña de diez años— me dijo con la vista fija en esa pantalla de Canal Plus codificada del ecógrafo.
— ¿Tan pequeño?— contesté alarmada a la par que emocionada porque se me hubiera reducido sin necesidad de bypass gástrico ni nada.
— De sano— contestó obviando por completo mis ilusiones recién hechas.
— ¿No hay ningún tenedor?
— Ninguno.
— ¿Un tridente? ¿Un palillo? ¿Un playmobil de mi sobrino?
— Normalmente las urgencias por playmóbiles nos llegan por traumatismos tras haber pisado alguno. Nunca vino nadie con uno de ellos en el estómago, al menos ningún adulto y mucho menos con el muñeco entero, señora. 
— ¿Entonces qué es lo que me pincha? Porque algo me pincha, eso es seguro. Igual habría que hacerme un TAC o una resonancia con contraste o quizás operarme de urgencia con laparoscopia con cirugía mínimamente invasiva, que viene el verano? 
— ¿Es usted sanitaria?
— Uy, qué va. Mucha gente me lo pregunta porque suelo acertar con los diagnósticos de amigos y conocidos pero esta cultura hospitalaria me viene por mi hipocondría, mi afición a buscar en Google todas mis posibles enfermedades y a las series de médicos para contrastar impresiones. También puede deberse a que tuve una amiga que me enseñó a tomar las constantes vitales y lo que era una mariposa, la febrícula y lo mal que huele la valeriana natural.
Cuando terminé mi breve explicación, el doctor había desaparecido sin dejar rastro. Me pareció bastante descortés por su parte pero, como nadie me dijo lo contrario, me quedé esperando por si volvían para trasladarme a la máquina de resonancias con visión nocturna. Además, en bragas y con la sábana de esparto típica de los hospitales, no podía haber llegado muy lejos. Miré y remiré la imagen que se había quedado congelada en el ecógrafo y terminé por encontrar dos cigotos, los restos de la pizza de anoche y un trozo de una goma MILÁN que me tragué en quinto de primaria. Lo de los cigotos me pareció raro pero entonces pensé que igual este hombre me había estado mirando el útero en vez del estómago porque hay mucho degenerado suelto y una ya no está segura ni un hospital pero en tal caso ¿cómo habrían llegado allí la pizza y el trozo de goma? Realmente es complicado el mundo del decodificador de ecografías, también llamado médico radiólogo. 
Me devolvieron de nuevo al mundo real unos gritos de dolor que por la intensidad, podrían haber sido perfectamente de mi marido al cortarse con un folio, pero no por el timbre, pues era una agudísima voz femenina que podrían haber sido perfectamente mía de no ser porque tenía la boca cerrada. 
— ¿Pero señora, qué hace usted aquí? ¡Hace cuatro horas que le entregué el alta a su marido y le dije que podía irse a casa! 
— ¿A casa? ¿En bragas? Y ya que está aquí  de nuevo ¿eso son cigotos o podrían ser quistes buenorros?
— Será benignos, señora.
— ¿Y es capaz de adivinarlo solo con mirar la imagen a distorsionada? ¿Ni una biopsia de urgencias ni nada?
— No hay quistes, señora. No hay tenedores, ni pinchos ni muñecos de playmobil. No hay nada más que una cierta ansiedad que usted está somatizando en forma de pinchazos en el estómago como nos ha pasado a todos en situaciones de mucho estrés. Diazepán, señora. Un vasito de leche caliente y a dormir. Yoga. Váyase de compras o al teatro, pero deje esta camilla libre a esta señora va a terminar con una peritonitis por su culpa. Buenos días.
— Uy, pues eso hay que operarlo pero ya ¿eh?
Prácticamente salí volando de aquella sala. Me puse el vestido en el pasillo y caminé hacia la sala de espera para darle la buena nueva a mi familia: mamá está sana. De momento. Por hoy, quiero decir. Busqué y rebusqué pero allí no había ni Querido ni heredera alguna a la que alegrar la mañana con lo de mi somatización del estrés pretraumático por la vuelta al trabajo. A punto estaba de somatizar un dolor nuevo ante la ansiedad por el abandono de mi familia cuando caí en la cuenta de que estaba en el siglo veintiuno y que existía el móvil, Siri y las Apps que te dicen en cero coma donde está tu media naranja en la que tanto confías. Efectivamente, un whatsapp con la confirmación de mi abandono hizo que asomara a mis ojos una lágrima: "Cari, las niñas y yo nos vamos a casa; necesitamos dormir. El doctor ha confirmado que estás bien y al ir a recogerte, he visto que dormías profundamente en la camilla, así que he sentido una paz interior muy grande y acto seguido, un pánico muy grande también al pensar en el momento en que volvieras a despertarte y a chillar y a quejarte y he pensado que maricón el último y que te cojas un taxi cuando despiertes. Pero te quiero y te idolatro como siempre o más”. Y en absoluto a su labio una frase de perdón.
            Cogí un taxi, llegué a casa, me duché y decidí que ya era hora de respirar hondo y volver a la vida que tenía antes de ella. Volvería a mis consejos, a mis artículos, a mi escueto pero amado público que tanto me habría echado de menos. Y de noche no dormiría; la miraría. Me quedaría quieta a su lado, oliéndola, viéndola respirar. Y algún día lograría que separarnos fuera algo normal. Ya lo había logrado dos veces antes; una tercera no podría ser más complicada.
            Y entré. Pisé a fondo en mis tacones y después de muchos besos, abrazos y palabras varias de bienvenida, me senté en mi despacho. Cogí un bolígrafo, un folio y casi temblando me escribí: HE VUELTO. ¡LO CONSEGUÍ!