domingo, 9 de noviembre de 2014

La consultora sentimental.

     Generalmente no suelo hablar mucho de mi trabajo como consultora sentimental porque, para qué decir otra cosa, los angustiados y lacrimógenos casos a los que trato de poner remedio y mostrar una salida digna son, en una gran mayoría, infidelidades fugaces que no pasan de un morreo cargado de ponche con cocacola en medio de una fiesta de instituto; dilemas morales y vitales tales como "qué puedo hacer si se entera el Kevin de que me gusta su hermano el militar porque me pone mazo el tattoo que lleva en la nuca"; encrucijadas fatales como "me encuentro entre la espada y la pared porque me he enamorado de mi profesora de lengua pero mi madre aún me trata como un niño aunque ya tengo catorce años y medio y sé bajarme porno de internet". Así que por mucho que le diga a mi madre que he cumplido mi sueño de trabajar en una revista de prestigio (obviar que es la segunda revista del mercado menos valorada por los lectores no es mentir ¿no?), que tengo mi propio despacho (integrado en mi propia casa, sobre la mesa de la cocina para ser más exactos) y que puedo viajar gratis a cuenta de la empresa para escribir mis artículos (de la cocina al salón, del salón al baño, mil y un destinos nuevos por descubrir); la verdad verdadera de todo este asunto, es que mi trabajo de consultora sentimental es, a fecha de hoy y seguramente hasta el final de mis días, una verdadera y auténtica mierda.
     Las pocas consultas que me llegan, lo hacen en un lenguaje encriptado que tardo horas en traducir aunque ultimamente ahorro tiempo paseándome por los botellones y pidiendo a los que veo menos afectados etílicamente,  si hacen el favor de explicarme lo que aquellas arrobas y aquellas kas solitarias están queriéndome decir. Ahorro tiempo que luego invierto rezando a todos los santos para que ninguna de las herederas aprenda a maquillarse de aquella manera ni a vestirse de la otra, pero hay veces que las plegarias no son suficientes y tengo que pasarme al día siguiente por las bibliotecas para recuperar mi fe en las nuevas generaciones. Luego pienso en como era yo misma con quince años y en que tampoco he acabado tan mal, de no ser por este maldito trabajo de mierda que me está secando el cerebro. Pero por lo demás no me puedo quejar. O por lo menos puedo quejarme con todas las letras y en español estándar.
     El caso es que a mí también me pasa lo que le pasa a mucha gente cuando dicen eso de "ja, ja, ja, perdona que intente extirparte este lunar aquí en medio de la playa, es deformación profesional porque soy médico dermatólogo, no desconecto nunca del trabajo y para mí la playa es el paraíso perdido de la felicidad suprema"; o aquellos de "ja, ja, ja, disculpa que intente educar a tu hija en la cola del supermercado porque tú lo estás haciendo fatal, es deformación profesional porque soy maestra de primaria con un máster en educación en valores de hijos ajenos"; o aquellos de "ja, ja, ja, no te tomes a mal que te rocíe con un desodorante mientras te agarras a la barra del autobús, es deformación profesional porque soy una persona higiénica y me ducho todos los días y además tengo la pituitaria sensible". En realidad me ha pasado una vez pero ha sido tan intensa que me ha devuelto la fe en mi trabajo y creerme que soy psicóloga por ciencia infusa debido a mi apabullante e infinita inteligencia. Y sin más preámbulo, procedo a relatar mi experiencia de deformación profesional para que conste por escrito para los futuros estudios que se hagan sobre mi persona y mi obra cuando mi persona y mi obra sean mundialmente famosas como desfacedoras de entuertos o, lo que es lo mismo, consultoras sentimentales o de cuestiones de amor.
     Resulta que con el cambio de hora se ve que me lié y salí despavorida de la cama pensando que era lunes a las diez de la mañana, que Querido llegaba tarde al trabajo y, lo que era peor aún: ¡¡las niñas no llegaban al cole!! El móvil tenía una hora, el reloj de la TDT otra, el teletexto no iba, Mariló no estaba en las Mañanas de la uno, el móvil de Querido apagado, el Flip&Flap de las niñas sin pilas, yo maldiciéndome por no haber aprendido en los Scout a saber la hora del día exacta mirando la posición del sol y la sombra que arroja el geranio medio seco de mi ventana; en fin, un cúmulo de situaciones adversas que, añadidas a que casi me parto el dedo meñique (otra vez) con la minipata psicópata de la chaise longue, posibilitaron que cuando al final pude ver que eran las siete y cuarto de un domingo al parecer soleado (los métodos tradicionales del pasado nunca fallan y mi teletexto volvió a la vida al fin), tenía los ojos como platos y ninguna gana de volver a dormirme, de modo que me serví un café, me puse hielo en mi dedo moribundo y disfruté de uno de los placeres de la vida: desayunar sola en el más absoluto silencio.
      Cuando recogí todo lo que se pudiera recoger en silencio de la casa, me hube duchado con masaje exfoliante incluído, puesto mascarilla en el pelo, depilado las cejas, maquillado, peinado y hasta panchado el pelo, eran las nueve y media y nadie había dado señales de vida despierta, así que cogí el bolso y me dispuse a disfrutar de otro de los placeres de la vida: pasear sola, ir a comprar el periódico y tomar un café en una terraza leyendo los artículos de opinión (y los de la revista del corazón que regalan, claro).
     Y a la calle que me lancé de cabeza... ¡Sí, les dejé una nota!¡Sí, les dejé el desayuno preparado! ¡Sí, les dije que me llamaran cuando se despertaran! ¡Sí, soy de esa clase de madres pesada a más no poder, hombre ya!
     Era una preciosa mañana de otoño. Ni una nube en el cielo y la temperatura justa para lucir chaqueta de entretiempo, esa que tiene cinco temporadas pero que parece nueva porque el entretiempo suele durar un día o dos cada año. Paseé sin prisas, echando de menos una sillita sobre la que apoyar mis manos, sí, pero sin prisas y en buena compañía; yo misma, mis pensamientos, mis proyectos.
     Compré mi periódico y me dispuse a sentarme en la terraza de un coqueto café famoso por sus tartas y sus pasteis de Belem, una especialidad portuguesa a la que deberían darle un premio Nobel o tres. Estaba realmente en la Gloria, saboreando el momento que me había regalado aquel domingo, disfrutando de no tener que estar pendiente de nada más que de mí. Un gustazo que imagino aprendes a valorar cuando de las veinticuatro horas del día, te dedicas minuto y medio a ti mientras te duchas, eso sí, con la mampara abierta y cantando "Libre soooooooy, libre soooooooooooy, no puedo ocultarlo másssssssssss" para entretener a la herederapegatina correspondiente.
     Y en esas estaba yo cuando me da por pegar la oreja a la mesa vecina en la que conversaban dos amigas que debían de rondar mi edad, lustro arriba, lustro abajo.
          —"¿Pero que tengo que hacer para que comprenda que irnos a vivir juntos no va a significar nada más que ser más felices; que quiero preparar la cena junto a él cada noche y tomarme con él el primer café de la mañana; que quiero ir a hacer la compra con él al súpermercado y planear juntos el menú semanal... e invitar a nuestros amigos a cenar a casa, a nuestra casa, y quedarnos luego los dos cuando la noche termine y salga por la puerta el último invitado?"— decía una de ellas entre lágrimas.
          —Igual no se lo has dicho claro y tal vez él no se imagine que tienes esos planes para vostros. Ya sabes que los hombres, en el fondo, son tan inseguros...— intentaba consolarle la otra.
La primera de las mujeres hablaba realmente angustiada y sin querer nos vi a Querido y a mí el día en que nos fuimos a vivir juntos. Los años calman y nos acostumbran a la felicidad y la torna en bienestar, pero aquellos primeros momentos, aquellos amaneceres juntos, nos los cambiaría por nada del mundo. 
          —¿Tú crees? ¿Será que no cree que yo quiera?— casi imploraba un sí, una respuesta reconfortante
          —Seguro, nena. Él te quiere y seguro que algún día comprenderá que ha llegado el momento de dar el paso, el que sea, pero hacia delante.
     La amiga la creyó, se limpió las lágrimas y cogió su móvil para enviar un mensaje me juego la cabeza seguramente al escurridizo novio.
     Al otro lado de mi mesa, tres mujeres que debían de rondar mi edad, lustro arriba, lustro abajo, intercambiaban perlas de sus respectivos intentando superar en admiraciones a la intervención inmediatamente anterior.
          —Pues el mío ha salido tres veces esta semana a ver el fútbol a casa de un amigo—decía una.
          —¡Ja! Pues el mío salió anoche hasta las siete de la mañana y se fue directo a la oficina para no despertarme— decía otra.
          —¡Ja, ja! Pues al mío le he encontrado tres revistas porno en el cajón de los calzoncillos y ha tenido la cara de decirme que no eran suyas, que se las estaba guardando a un amigo. Superad eso.—concluyó la otra.
     Allí siguieron media hora más enumerando una tras otras las batallitas de sus parejas y tengo que reconocer que algunas daban para un monólogo de los de Dani Rovira pero llegó un momento en el que las risas se volvieron ideas y las ideas en una gran idea madre de todas, así que carraspeé, me levanté de la silla y como si de un mitin de campaña electoral se tratara, procedí a poner en práctica mi deformación profesional.
          —Señoras, disculpad pero soy deformación profesional, no, bueno, disculpad pero tengo deformación profesional y no he podido evitar, es que soy, bueno, trabajo en un consultorio, en realidad es una revista y yo contesto cartas y todo eso, a veces son auténticos montones de mierd... A ver, empiezo:
     Disculpen pero no he podido evitar escucharlas dada la proximidad de nuestras mesas y me gustaría que me permitieran darles una opinión ya que me dedico a esto profesionalmente, a escuchar problemas amorosos y opinar sobre ellos, pero ojo, aportando siempre una visión profesional, objetiva y constructiva porque bueno, es mi profesión y ahora he hablado por deformación profesional...¡Dios!¿Por qué a la gente le quedan tan bien esas malditas dos palabras y yo soy incapaz de decir nada coherente con ellas? En fin señoras, tengo la respuesta a todas sus preguntas, la razón de por qué no se compromete contigo; de por qué los maridos de estas dos señoras salen tanto con los amigos y por supuesto, la causa por la que su marido aún compra ese tipo de revistas y lo que es peor, no sabe dar mejores excusas que esa.
     Ellas me miraban expectantes, bueno todas menos la amiga de la llorona, que agarró la cartera y el bolso con una fuerza sobrehumana.
          —La razón, queridas, no es otra que—aquí hice una pausa maliciosa, me terminé el café y además me encendí un cigarro—, no es otra que esta: Piter Pan existe y se afeita. 
     Una soltó una risita floja, otra ahogó una carcajada y las tres señoras de díscolos maridos se miraban unas a otra como si tuvieran luces en la cara y estuvieran jugando al Simón dice.
         —Quiero decir que esas actitudes demuestran que se resisten a crecer, que prefieren ignorar que rozan los cuarenta, los cincuenta, los ochenta si me apuráis. Piter Pan se afeita, ya no es un niño pero sigue pensando que lo es. Ahí tenéis vuestra respuesta.
     Recogí mi bolso y emprendí el camino de vuelta a casa feliz porque le había solucionado la vida a cinco mujeres esta mañana. Podría decirse que semana tras semana lo había logrado y al fin me había convertido en una verdadera consultora sentimental. Y me gustaba.
     Entré en casa y me los encontré dando saltos en la chaise longe que había estado a punto de amputarme un dedo esta mañana. El salón totalmente revuelto, el desayuno sin terminar, los peces casi muertos de inanición. Pero esa mañana, en vez de dar órdenes como una sargenta, cortarles y rollo y pasarme malhumorada todo el domigo, decidí dejar a Peter Pan jugado con sus campanillas un rato más mientras yo devolvía las veinte llamadas que debo a las amigas que quiero y para las que no suelo tener tiempo. 

     Por supuesto, cuando terminé las llamadas, Peter Pan y Campanillas engulleron lo que quedaba de desayuno, recogieron el salón y forraron con papel de pompitas las patas rompehuesos del sofá. Se llevaron también una charla de regalo sobre la necesidad de colaborar todos en casa que comenzó muy bien y terminó mentando a Supernany y a Hannibal Lecter. No pude evitarlo; es que soy madre y ama de casa y está claro que es deformación profesional.