domingo, 9 de noviembre de 2014

La consultora sentimental.

     Generalmente no suelo hablar mucho de mi trabajo como consultora sentimental porque, para qué decir otra cosa, los angustiados y lacrimógenos casos a los que trato de poner remedio y mostrar una salida digna son, en una gran mayoría, infidelidades fugaces que no pasan de un morreo cargado de ponche con cocacola en medio de una fiesta de instituto; dilemas morales y vitales tales como "qué puedo hacer si se entera el Kevin de que me gusta su hermano el militar porque me pone mazo el tattoo que lleva en la nuca"; encrucijadas fatales como "me encuentro entre la espada y la pared porque me he enamorado de mi profesora de lengua pero mi madre aún me trata como un niño aunque ya tengo catorce años y medio y sé bajarme porno de internet". Así que por mucho que le diga a mi madre que he cumplido mi sueño de trabajar en una revista de prestigio (obviar que es la segunda revista del mercado menos valorada por los lectores no es mentir ¿no?), que tengo mi propio despacho (integrado en mi propia casa, sobre la mesa de la cocina para ser más exactos) y que puedo viajar gratis a cuenta de la empresa para escribir mis artículos (de la cocina al salón, del salón al baño, mil y un destinos nuevos por descubrir); la verdad verdadera de todo este asunto, es que mi trabajo de consultora sentimental es, a fecha de hoy y seguramente hasta el final de mis días, una verdadera y auténtica mierda.
     Las pocas consultas que me llegan, lo hacen en un lenguaje encriptado que tardo horas en traducir aunque ultimamente ahorro tiempo paseándome por los botellones y pidiendo a los que veo menos afectados etílicamente,  si hacen el favor de explicarme lo que aquellas arrobas y aquellas kas solitarias están queriéndome decir. Ahorro tiempo que luego invierto rezando a todos los santos para que ninguna de las herederas aprenda a maquillarse de aquella manera ni a vestirse de la otra, pero hay veces que las plegarias no son suficientes y tengo que pasarme al día siguiente por las bibliotecas para recuperar mi fe en las nuevas generaciones. Luego pienso en como era yo misma con quince años y en que tampoco he acabado tan mal, de no ser por este maldito trabajo de mierda que me está secando el cerebro. Pero por lo demás no me puedo quejar. O por lo menos puedo quejarme con todas las letras y en español estándar.
     El caso es que a mí también me pasa lo que le pasa a mucha gente cuando dicen eso de "ja, ja, ja, perdona que intente extirparte este lunar aquí en medio de la playa, es deformación profesional porque soy médico dermatólogo, no desconecto nunca del trabajo y para mí la playa es el paraíso perdido de la felicidad suprema"; o aquellos de "ja, ja, ja, disculpa que intente educar a tu hija en la cola del supermercado porque tú lo estás haciendo fatal, es deformación profesional porque soy maestra de primaria con un máster en educación en valores de hijos ajenos"; o aquellos de "ja, ja, ja, no te tomes a mal que te rocíe con un desodorante mientras te agarras a la barra del autobús, es deformación profesional porque soy una persona higiénica y me ducho todos los días y además tengo la pituitaria sensible". En realidad me ha pasado una vez pero ha sido tan intensa que me ha devuelto la fe en mi trabajo y creerme que soy psicóloga por ciencia infusa debido a mi apabullante e infinita inteligencia. Y sin más preámbulo, procedo a relatar mi experiencia de deformación profesional para que conste por escrito para los futuros estudios que se hagan sobre mi persona y mi obra cuando mi persona y mi obra sean mundialmente famosas como desfacedoras de entuertos o, lo que es lo mismo, consultoras sentimentales o de cuestiones de amor.
     Resulta que con el cambio de hora se ve que me lié y salí despavorida de la cama pensando que era lunes a las diez de la mañana, que Querido llegaba tarde al trabajo y, lo que era peor aún: ¡¡las niñas no llegaban al cole!! El móvil tenía una hora, el reloj de la TDT otra, el teletexto no iba, Mariló no estaba en las Mañanas de la uno, el móvil de Querido apagado, el Flip&Flap de las niñas sin pilas, yo maldiciéndome por no haber aprendido en los Scout a saber la hora del día exacta mirando la posición del sol y la sombra que arroja el geranio medio seco de mi ventana; en fin, un cúmulo de situaciones adversas que, añadidas a que casi me parto el dedo meñique (otra vez) con la minipata psicópata de la chaise longue, posibilitaron que cuando al final pude ver que eran las siete y cuarto de un domingo al parecer soleado (los métodos tradicionales del pasado nunca fallan y mi teletexto volvió a la vida al fin), tenía los ojos como platos y ninguna gana de volver a dormirme, de modo que me serví un café, me puse hielo en mi dedo moribundo y disfruté de uno de los placeres de la vida: desayunar sola en el más absoluto silencio.
      Cuando recogí todo lo que se pudiera recoger en silencio de la casa, me hube duchado con masaje exfoliante incluído, puesto mascarilla en el pelo, depilado las cejas, maquillado, peinado y hasta panchado el pelo, eran las nueve y media y nadie había dado señales de vida despierta, así que cogí el bolso y me dispuse a disfrutar de otro de los placeres de la vida: pasear sola, ir a comprar el periódico y tomar un café en una terraza leyendo los artículos de opinión (y los de la revista del corazón que regalan, claro).
     Y a la calle que me lancé de cabeza... ¡Sí, les dejé una nota!¡Sí, les dejé el desayuno preparado! ¡Sí, les dije que me llamaran cuando se despertaran! ¡Sí, soy de esa clase de madres pesada a más no poder, hombre ya!
     Era una preciosa mañana de otoño. Ni una nube en el cielo y la temperatura justa para lucir chaqueta de entretiempo, esa que tiene cinco temporadas pero que parece nueva porque el entretiempo suele durar un día o dos cada año. Paseé sin prisas, echando de menos una sillita sobre la que apoyar mis manos, sí, pero sin prisas y en buena compañía; yo misma, mis pensamientos, mis proyectos.
     Compré mi periódico y me dispuse a sentarme en la terraza de un coqueto café famoso por sus tartas y sus pasteis de Belem, una especialidad portuguesa a la que deberían darle un premio Nobel o tres. Estaba realmente en la Gloria, saboreando el momento que me había regalado aquel domingo, disfrutando de no tener que estar pendiente de nada más que de mí. Un gustazo que imagino aprendes a valorar cuando de las veinticuatro horas del día, te dedicas minuto y medio a ti mientras te duchas, eso sí, con la mampara abierta y cantando "Libre soooooooy, libre soooooooooooy, no puedo ocultarlo másssssssssss" para entretener a la herederapegatina correspondiente.
     Y en esas estaba yo cuando me da por pegar la oreja a la mesa vecina en la que conversaban dos amigas que debían de rondar mi edad, lustro arriba, lustro abajo.
          —"¿Pero que tengo que hacer para que comprenda que irnos a vivir juntos no va a significar nada más que ser más felices; que quiero preparar la cena junto a él cada noche y tomarme con él el primer café de la mañana; que quiero ir a hacer la compra con él al súpermercado y planear juntos el menú semanal... e invitar a nuestros amigos a cenar a casa, a nuestra casa, y quedarnos luego los dos cuando la noche termine y salga por la puerta el último invitado?"— decía una de ellas entre lágrimas.
          —Igual no se lo has dicho claro y tal vez él no se imagine que tienes esos planes para vostros. Ya sabes que los hombres, en el fondo, son tan inseguros...— intentaba consolarle la otra.
La primera de las mujeres hablaba realmente angustiada y sin querer nos vi a Querido y a mí el día en que nos fuimos a vivir juntos. Los años calman y nos acostumbran a la felicidad y la torna en bienestar, pero aquellos primeros momentos, aquellos amaneceres juntos, nos los cambiaría por nada del mundo. 
          —¿Tú crees? ¿Será que no cree que yo quiera?— casi imploraba un sí, una respuesta reconfortante
          —Seguro, nena. Él te quiere y seguro que algún día comprenderá que ha llegado el momento de dar el paso, el que sea, pero hacia delante.
     La amiga la creyó, se limpió las lágrimas y cogió su móvil para enviar un mensaje me juego la cabeza seguramente al escurridizo novio.
     Al otro lado de mi mesa, tres mujeres que debían de rondar mi edad, lustro arriba, lustro abajo, intercambiaban perlas de sus respectivos intentando superar en admiraciones a la intervención inmediatamente anterior.
          —Pues el mío ha salido tres veces esta semana a ver el fútbol a casa de un amigo—decía una.
          —¡Ja! Pues el mío salió anoche hasta las siete de la mañana y se fue directo a la oficina para no despertarme— decía otra.
          —¡Ja, ja! Pues al mío le he encontrado tres revistas porno en el cajón de los calzoncillos y ha tenido la cara de decirme que no eran suyas, que se las estaba guardando a un amigo. Superad eso.—concluyó la otra.
     Allí siguieron media hora más enumerando una tras otras las batallitas de sus parejas y tengo que reconocer que algunas daban para un monólogo de los de Dani Rovira pero llegó un momento en el que las risas se volvieron ideas y las ideas en una gran idea madre de todas, así que carraspeé, me levanté de la silla y como si de un mitin de campaña electoral se tratara, procedí a poner en práctica mi deformación profesional.
          —Señoras, disculpad pero soy deformación profesional, no, bueno, disculpad pero tengo deformación profesional y no he podido evitar, es que soy, bueno, trabajo en un consultorio, en realidad es una revista y yo contesto cartas y todo eso, a veces son auténticos montones de mierd... A ver, empiezo:
     Disculpen pero no he podido evitar escucharlas dada la proximidad de nuestras mesas y me gustaría que me permitieran darles una opinión ya que me dedico a esto profesionalmente, a escuchar problemas amorosos y opinar sobre ellos, pero ojo, aportando siempre una visión profesional, objetiva y constructiva porque bueno, es mi profesión y ahora he hablado por deformación profesional...¡Dios!¿Por qué a la gente le quedan tan bien esas malditas dos palabras y yo soy incapaz de decir nada coherente con ellas? En fin señoras, tengo la respuesta a todas sus preguntas, la razón de por qué no se compromete contigo; de por qué los maridos de estas dos señoras salen tanto con los amigos y por supuesto, la causa por la que su marido aún compra ese tipo de revistas y lo que es peor, no sabe dar mejores excusas que esa.
     Ellas me miraban expectantes, bueno todas menos la amiga de la llorona, que agarró la cartera y el bolso con una fuerza sobrehumana.
          —La razón, queridas, no es otra que—aquí hice una pausa maliciosa, me terminé el café y además me encendí un cigarro—, no es otra que esta: Piter Pan existe y se afeita. 
     Una soltó una risita floja, otra ahogó una carcajada y las tres señoras de díscolos maridos se miraban unas a otra como si tuvieran luces en la cara y estuvieran jugando al Simón dice.
         —Quiero decir que esas actitudes demuestran que se resisten a crecer, que prefieren ignorar que rozan los cuarenta, los cincuenta, los ochenta si me apuráis. Piter Pan se afeita, ya no es un niño pero sigue pensando que lo es. Ahí tenéis vuestra respuesta.
     Recogí mi bolso y emprendí el camino de vuelta a casa feliz porque le había solucionado la vida a cinco mujeres esta mañana. Podría decirse que semana tras semana lo había logrado y al fin me había convertido en una verdadera consultora sentimental. Y me gustaba.
     Entré en casa y me los encontré dando saltos en la chaise longe que había estado a punto de amputarme un dedo esta mañana. El salón totalmente revuelto, el desayuno sin terminar, los peces casi muertos de inanición. Pero esa mañana, en vez de dar órdenes como una sargenta, cortarles y rollo y pasarme malhumorada todo el domigo, decidí dejar a Peter Pan jugado con sus campanillas un rato más mientras yo devolvía las veinte llamadas que debo a las amigas que quiero y para las que no suelo tener tiempo. 

     Por supuesto, cuando terminé las llamadas, Peter Pan y Campanillas engulleron lo que quedaba de desayuno, recogieron el salón y forraron con papel de pompitas las patas rompehuesos del sofá. Se llevaron también una charla de regalo sobre la necesidad de colaborar todos en casa que comenzó muy bien y terminó mentando a Supernany y a Hannibal Lecter. No pude evitarlo; es que soy madre y ama de casa y está claro que es deformación profesional.


jueves, 9 de octubre de 2014

Las catadoras

Yo soy muy de otoño, de olor a tierra mojada, de rebequita en el bolso por si acaso. Y del momento libros, con la lista del cole en la mano y ansiosa por llegar a casa, abrirlos y leerme esa misma tarde todas las lecturas que abrían cada tema del libro de lengua.
 En aquella época ya quería ser madre solo por poder ser yo la que llevara a mis hijitos de la mano, con sus huskys azules abrochaditos y sus botas de agua todavía brillantes, a la librería de mi barrio a repetir la ceremonia de cada septiembre. Y por supuesto, pediría más rollos de papel de forrar libros, que mi madre siempre se quedaba corta. Aquel olor a plástico, a libretas nuevas, a faber castell del número dos perfectamente afilado. 
— ¡Y este año ya está en quinto!— le diría orgullosa a la dependienta. La misma de todos los años. La misma a la que mi madre le compró los libros de quinto de su primogénita, claro, porque yo, en realidad,  siempre he sido heredera universal de mi hermana, que es un título que se me otorgó al nacer y que me quitó ella en cuanto se dio cuenta.
—¡Uy, en quinto! ¿Y tú que quieres ser de mayor, guapo?— le preguntaría ella a mi niño y solo a mi niño porque lo que quisieran estudiar los demás no le interesaría ni un pelo.
—Yo quiero ser gigoló— diría él orgulloso porque ya le habría salido bigotillo y habría descubierto una cierta y novedosa tendencia a mirar los escotes femeninos.
—Ja, ja, ja, estos niños... Escuchan barbaridades en la tele y luego las repiten como papagayos. Y eso que nosotros no sintonizamos Telecinco— respondería yo con una sonrisa mientras que le tapaba la boca al heredero con mi cartera de Carolina Herrera, con el logo para fuera y el precinto de garantía visible para que no cupiese duda ninguna.
A mí me daban envidia los papás comprando uniformes, zapatos nuevos, paquetes de folios de quinientos. Yo quería ser esa mamá que decide lo que comprar y lo que no en la tienda de ropa, en la carnicería, en el Carrefour. Aquella era una tarea que solía desempeñar mi madre y que además parecía que le gustaba porque no dejaba que nadie se interpusiera en su camino, ni siquiera yo, su ojito derecho, su miniyo. Ella tenía su táctica para no hacerme ni caso cuando le pedía alguno de mis objetos necesarios y vitales como una raqueta de tenis (deporte que nunca he practicado) o una moto para ir al instituto que estaba a cuatro minutos de casa andando. 
—Mamá, necesito urgentemente una plancha para el pelo— rogaba yo, con lágrimas en los ojos para dotar de cierto dramatismo mi súplica.
—Pero hija, si tú tienes el pelo más liso y lacio del espacio sideral— me replicaba ella al segundo.
—Pero mamá ¡todas la tienen!— contestaba yo dándole el mayor motivo de peso imaginable por una mente adolescente.
—¡Ay hija, parece que te ha hecho la boca un fraile!—
Y fin de la discusión. Ahí me había dado. Mi talón de Aquiles. Mi criptonita. Un misterio mayor que las caras de Belmez; que el Santo Sudario; que los jeroglíficos de hombre de perfil/hombre con cabeza de perro de perfil/pajarito/pajarito/serpiente de las pirámides egipcias. Mi madre me contestaba aquello del fraile y ya me tenía entretenida toda la tarde pensando en el señor religioso, en lo que querría decir aquellas palabras encriptadas y con el miedo en el cuerpo por si se presentaba el buen hombre una mañana en mi casa a decirme eso de "Yo...soy...tu paaaaaaadre". Con el tiempo y la maternidad encontré el sentido de aquella frase célebre en mi familia y que se convirtió en respuesta fácil y recurrente cuando yo pedía algo, aunque fuera un poco de agua porque me había añugado con la carne del cocido.
Batallitas aparte, ya digo, soy muy fan del otoño. Mejor dicho: era muy fan del otoño.
Ahora la cosa ha cambiado porque tengo dos hijas expertas catadoras de virus.
La cosa empieza el primer día de cole. Ellas entran en el bendito recinto escolar sanas como manzanas, lustrosas, lozanas. Y al día siguiente ya las tengo a las dos metidas en la cama con cuarenta de fiebre y la producción mundial de mocos saliendo por esas dos naricitas. ¿Cómo lo consiguen? Pues a base de un duro entrenamiento y una compenetración que roza el espectro siamés. Ellas entran, otean el paisaje, una mira hacia la izquierda y la otra hacia la derecha y en el momento en el que una de las dos visualiza al primer virus, ese pobre infeliz que llega al colegio portando una maleta atada con una cuerda, su boina y su gallina vírica debajo del brazo, da la señal de alarma: coge del brazo a la otra parte contratante y ponen cara de Hello Kitty (bueno, la mayor pone cara de Hello Kitty guiñando su ojo y arqueando la ceja correspondiente; la pequeña es más de poner cara de la hija del de Gangan Style, pero su hermana ya lo sabe y no se decojona ríe en su cara oriental). 
Una vez que ambas lo han localizado, acotan un perímetro de seguridad con la cinta de carroceno que le han quitado al padre de la parte de atrás del coche y desalojan el colegio para poder trabajar a lo CSI Los Mocos. Y allá que van a por el indefenso virus que se rinde nada más verlas porque mis niñas son muy monas y muy irresistibles. Ellas lo cogen, lo churrupetean y se lo meten por todas sus mucosas para hacer pruebas de resistencia al pobre virus. Y luego, por si acaso, se lo meten en la boca para podérmelo presentar nada más llegar a casa, en plan ¡Mami, te traemos una sorpresa!. Son un amor, de verdad, no porque sean mías que lo diría igualmente si fueran de la vecina del cuarto o del segundo.
Ya por la noche, después del bibe, ellas cogen sus portátiles de plástico y escriben el informe pertinente según los datos concluyentes de las pruebas empíricas a las que ha sido sometido el puñetero alicuéncano viral. Lo pasan por i(maginario)mail a sus amiguitos y luego a dormir que hay que descansar porque mañana nos esperan fiebres, vómitos y efectos colaterales varios.
El año que viene, cuando vayamos a la dependienta de la librería de mi barrio (que por cierto, debe de ir a la misma esteticién que Ana Blanco porque es igual de imperturbable por el paso del tiempo) y ella les pregunte que qué quieren ser de mayor, mis niñas pondrán sus miradas Hello Chino y dirán:
—Nosotras seremos catadoras— dirán ellas
—¿De vino?— dirá la Ana Blanco librera, asombrada por el precoz interés por el mundo de la enología de mis pequeñas sabelotodo.
—De virus, señora, que es en lo que "lo petamos" nosotras— contestarán mis pequeños angelitos.
Y yo les taparé la boca con mi cartera de Carolina Herrera con su logo para fuera y el precinto de garantía visible para que no quepa duda ninguna.

domingo, 22 de junio de 2014

Temporada nupcial

Llega un momento en la vida en el que se te juntan cinco bodas por temporada nupcial. Cinco alegrías; cinco despedidas de soltera, cinco opotunidades de lucir vestidazo, morenazo (propio o agarrado de tu brazo) y taconazo; bailar en plan golfa sin que nadie te tache de lo mismo o bailar en plan verbena de pueblo sin que nadie te tache de verbenera del idem. En fin, ir a cinco bodas el mismo año es un plan estupendo siempre que todas ellas hayan tenido lugar antes de que un pequeño ser humano se inserte en tu vida.
Que está muy bien, que nadie se asuste que todo esto de emparejarse y multiplicarse está estupendamente en general. Que igual hay algún momento, una vez cada tres años pongamos, en el que fantaseas con la idea de un sofá limpio o un hacer lo que realmente te dé la gana un puñetero día pero digo que así, groso modo, es un no parar de besos y abrazos y te quieros y eres la mejor todo el día. Vaya, lo que se conoce como felicidad absoluta o dicha celestial.
A lo que me refiero es al tema bodas. Solo. Digo que cuando eres una matriarca en toda regla, eso de ser invitada a cinco bodas deja de ser todo lo que era para pasar a requerir un complicado plan de ajustes y recortes similar al que tuvo que hacer el padre de Siete novias para siete hermanos cuando se levantó un día y se encontró con el pastel. Porque...
-No te sirven los vestidos premamá, los de antes del primer embarazo, cuando un mes de ensaladas daba resultado y  no había nadie dejando trocitos de pan con nocilla a tu alcance. 
-No te sirven los zapatos premamá, los de diez centímetros de tacón. Y me refiero a que te sirvan toda la noche. Repito: toda la noche sin echar mano de las alpargatas envueltas en la bolsa del carrefour que guardas bajo el asiento del coche.
-Olvídate de ir a las cinco despedidas. Si acaso vas a una y cerquita de casa por si ocurre algo importante y que su padre no pueda resolver como... como... bueno, algo importante en plan invasión alienígena, el fin del mundo o que una de las niñas tenga fiebre.
-Olvídate de lucir morenazo a menos que ir a la playa o piscina no signifique para ti, estar toda la jornada "toma la crema/ponte los manguitos/no te metas ahí/ deja de comerte la tierra-el cesped/ no cojas esa colilla/ al agua tú solo ni se te ocurra/ ven aquí que no veo a tu hermano/ ven aquí o nos subimos/ que nos subimos/ se acabó, nos subimos/fin de la jornada playera o piscinera. Enhorabuena si puedes llevar morenazo agarrado del brazo.
-Olvidate de comer tres veces al día. Si tienes que hacer cinco regalos, te recomiendo las sopas de sobre, ricas y nutritivas... ummmmmm.
-También puedes ahorrar maquillándote tú misma; peinándote tú misma; haciéndote tú misma el tocado; fabricándote tú misma un vestido mínimal vintage chic nature friendly con un par de hojas de parra de buen tamaño o reciclando uno de tu abuela. 

Pero no todo van a ser recortes y ajustes. Tener cinco bodas es tener cinco oportunidades para beber como una auténtica cosaca rusa que acaba de terminar una lactancia prolongada de cinco años. Tampoco hay límite para degustar todo tipo de manjares aunque la cosaca que vive en ti domine claramente la situación y te haga perseguir al camarero de las cervezas.

 Hay otra ventaja y es que a fuerza de tanta sopa ingerida, tu vejiga ha ensanchado y ahora aguantas horas sin tener que hacer pis.

Y llegó el momento del baile. Aquí hay pocas diferencias porque la copita de champán se te ha subido a la cabeza malamente y ya no conoces decoro ni saber estar ninguno y lo único que quieres es bailar como bailabas antes... libre, divertida, sin vergüenza ni dolor de pies. Bailar contigo esa canción que te hacía sentir la más sensual del mundo. Bailar sin más.

Pero los momentos en la vida, igual que llegan, se van. Y ahora las temporadas de bodas no lo son tanto, alguna amiga que decidió esperar y que al final acabó vistiéndose de blanco, o de marfil, o de rosa chicle. O una hermana. Aunque estas, las de la hermana, se esperen con tanta o más ilusión que la tuya, porque ella, la última hermana en casarse, merece toda la felicidad del mundo, la boda más preciosa del mundo y el amor más grande del mundo. 

Y cuando pasan las bodas, los banquetes, las celebraciones en la playa o en el juzgado,  toca afianzar, construir, superar... Y no olvidar que decir: — "Ha sido un fin de semana inovidable, cariño"— ,puede ser vital para la chispa del matrimonio.
Pero de eso hablaremos otro día.

jueves, 24 de abril de 2014

La decisión.



Hace muchos años que no hago el amor con alguien distinto a él, Teresa. No voy a saber, ya verás. Me quedaré tiesa como una estaca y empezaré a temblar como una tonta. ¿Y si me pasa lo que con Ramón, al que conocí en la consulta de Rodrigo? Mira que me lo dijiste, que fuera con cuidado, que si visitaba desde hacía quince años a un psiquiatra era por algo, y anda que te equivocaste. El pobre Ramón allí, desnudo, jadeando y con los ojos que se le salían de las cuencas y yo sin poder parar de reír a carcajada limpia. Y aquella vena que se le hinchaba más y más y aquellos ojos que miraban a través de mí, aquella mandíbula apretada y yo sin poder parar, Teresa. Al final es que me tuve merecido el mes y medio que pasé en coma. Yo creo que le voy a decir que estoy enferma. Es que imagínate que me pasa lo que con Alberto, que se me descompuso el cuerpo y no llegué ni al baño del restaurante. Me quedé allí pinchada, en medio de veinte desconocidos y sin poder hacer nada por detener lo que salía de mí, Teresa. Solo veía ojos que alternaban su cara con la mía y risas, solo se escuchaban risas. Yo creo que no voy, es que está claro que nunca volveré a hacer el amor, Teresa. Mejor lo acepto, me trago estas malditas pastillas y vuelvo con él para siempre.

                                  Dos mujeres desnudas. Pablo Ruiz Pizasso. 1906


Este relato resultó segundo finalista en el I Certamen de Microrrelatos Tusitala. Badajoz, Abril 2014. Está recogido en la I Antología de Narrativa Breve del CELARD: Varios autores. Escritores de cajón. Badajoz, 2014, páginas 117- 118.

viernes, 28 de marzo de 2014

Pide un deseo

Aquella noche, como todas las noches, la estrella encargada de hacer realidad los deseos de los niños que cumplían años, apuntaba pensamientos sin perder detalle. A través de la ventana, entraba sigilosa en sus sueños y volvía a salir sin hacer ruido. Un beso en la frente y un casi imperceptible "Feliz cumpleaños, Adrián... o Lola... o Jaime", y se despedía hasta el año siguiente. Y vuelta a empezar.
Era el segundo año que visitaba a Paloma. La miró descansar junto a su hermana Carlota y sonrió satisfecha al comprobar que la estrella encargada de hacer realidad los deseos de los mayores, cumplía a la perfección con el de sus padres de verlas crecer felices.
Y sin más, entró en sus sueños. 
— Hola, ¿quién eres?
— ¿Puedes verme?— respondió asustada la estrella, pues nunca antes ningún niño le había hablado
—Claro, estás aquí, jugando conmigo en la arena. ¿Has traído algún cubo?
La estrella sonrió.
—No hace falta, ¿ves? Podemos construir un gran castillo solo con tu imaginación. Basta con que lo desees.
Paloma no pareció muy convencida.
—Pero lo que yo deseo es hacer un gran castillo con mi cubo. Llenarlo una y otra vez y volcarlo. Así, ¿ves? El castillo no es lo divertido; lo que me gusta de verdad es dar la vuelta a mi cubo, levantarlo despacito y adivinar antes de apartarlo del todo, si se desmoronará enseguida... o no.
—Entonces, dime, pequeña Paloma; ¿cuál es tu deseo este año?
Paloma la miró expectante: 
—¿Y se hará realidad?
—Sí— asintió la estrella
—¿Pida lo que pida?
—Así es. Ese es mi trabajo
—¡Pues entonces quiero tener un superpoder!—gritó triunfadora. 
Pero entonces, la estrella dudó. ¿Tendría ella capacidad suficiente para poder hacer realidad el deseo de Paloma? Tal vez tendría que rellenar algún tipo de solicitud especial o pedir un permiso distinto para poder acceder al almacén donde se guardaban los deseos imposibles. Seguramente su abuela sabría indicarle los pasos a seguir en estos casos, al fin y al cabo ella era una experta en hacer realidad los deseos que se creen imposibles. Ella puso a María en el seno de la anhelante Victoria; ella sembró ideas en la mente de Rafael cuando quiso ser poeta; ella, sin ir más lejos, paraba el tiempo cada vez que un bebé se apoyaba en el pecho de su madre por primera vez. Estaba segura: su abuela le indicaría lo que tenía que hacer.
—¿Y cuál es ese superpoder, Paloma?—
—Es uno que me gustaría tener siempre... uno que tuve el día que nací y que a veces lo tengo y otras, otras no. Es un superpoder que me hace cosquillas en la barriga y que hace reir a papá aunque venga enfadado de la oficina. Yo quiero ese superpoder a todas horas, estrellita. Yo solo quiero hacer felices a los demás todos, ¡todos los ratos del mundo!— exclamó al fin.
La estrella la miró emocionada. Miró sus rizos rubios y su cara de ángel y pensó en que tal vez, aquella palomita se había caído del cielo y que era en realidad un ángel que venía a repartir alegría entre los que tuvieran la fortuna de tenerla cerca. 
— Pues claro que sí, pequeña. Y vendrás conmigo y juntas, podremos hacer del mundo un lugar mejor. Yo les concederé deseos y tú los harás felices a todos y no habrá más discusiones, ni enfados, ni malos días, ni malos modos. Lo primero será buscarte una estrella fugaz para que puedas desplazarte y luego, bueno, tu propia nube aunque de momento, podrás vivir en la mía y luego...—
La pequeña Paloma dormía plácida en su camita.
—¿Vendrás conmigo?
—Es que... es que... yo quiero... con mamá—  susurró entre sueños.
Desde la ventana, vio como su padre le colocaba las sábanas para que no tuviera frío y como su madre las besaba a las dos en las mejillas sin dejar de sonreir con la mirada.

El deseo de Paloma hacía dos años que se había hecho realidad, de manera que la estrella se concentró en el último deseo de la niña y su mamá durmió abrazada a ella aquella noche... y otra más... y otra más.


Y colorín colorado, este cuento se ha acabado
Y mis  niñas bonitas, dormiditas se han quedado.


FELIZ CUMPLEAÑOS, PALOMA.
Que todos tus deseos se hagan simpre realidad, sobre todo aquellos que parecen imposibles.
Te quiero
Mamá.


miércoles, 19 de marzo de 2014

Feliz día del Padre

        — Bueno, la verdad es que , al fin y al cabo, ser padre tiene que ser duro— dijo Julia sin levantar la vista del suelo de mármol recién pulido de su recién estrenado dúplex del centro.
      En ese momento, nuestras miradas se encontraron dos a dos; nuestros ojos buscaban otra pareja de iguales para encajarse como en un puzzle. Casi podía escucharse el "crashksx" que emitían al unirse para siempre antes de... que todo aquello explotara en una gigantesca carcajada unánime expulsada de las quince gargantas femeninas presentes en la inauguración del ático de Julia.
      Nosotras somos así, un poco traviesillas, un pelín brujas sin escrúpulos si me apuras y tengo que decirte la verdad del mundo. Pero todo tiene una explicación.
      De las quince gargantas presentes, habían salido (no por sus gargantas, se entiende) treinta y dos hijitos de sus padres y sus madres. Lo cual arroja la escalofriante cifra de dos coma trece hijos por garganta. Este dato nos dirige irremediablemente a otro que resulta tanto o más escalofriante que el anterior: si las quince gargantas estaban reunidas en soledad, significaba que en esos momentos había quince padres cuidando de sus dos coma trece hijos, presumiblemente también en soledad. Una barbaridad.
      Decidimos subir el volumen de los teléfonos móviles por si los papás nos llamaban y estuvimos como cuarenta minutos sin para de bailar al ritmo de los politonos más "hot" del momento (vale, eran politonos hot hacía diez años, pero más mérito tiene descargarse el Dale, dale don Dale enviando daledonde al 5555). No pasó ni un ángel ni medio, aquello fue una auténtica fiesta de luces y sonido.
      A los cuarenta minutos cesaron las llamadas, los mensajes, todo intento de comunicación humana con nosotras. Ahora sí que sí, ¡ahora algo raro pasaba seguro! De manera que nos lanzamos en plancha a por nuestros terminales (ya hablo como una auténtica teleoperadora de telefonía móvil por mi maldita costumbre de no dejar a nadie con la palabra en la boca) y colapsamos la lineas como si de los primeros segundos de un año nuevo se tratara. Una vez volvió la linea tras amenazar con no renovar nuestro compromiso de permanencia con las respectivas operadoras, comprobamos que los quince padres de las treinta y dos criaturas habían desconectado sus terminales (en cuanto llegue a casa me pongo a escribir cien veces: celulares, móviles, teléfonos, esmarfones, ladrillos, azulejos, aifons... o si no, mejor le mando mi currículum a Vodafone). 
        — Esto solo tiene una explicación posible— se escuchó desde el baño.
      Las catorce restantes apartamos de nuestros pendientes los esmarfons (¡yeah!) y nos acercamos con cautela a la puerta del baño donde llevaba diez minutos encerrada Inés. La cautela era, más que nada, por darle tiempo a salir y no plantarnos allí delante de la puerta en el justo momento en que la abriera y nos embriagara la posible esencia de sus entrañas intestinales. Al fin salió cuando nos faltaban cuatro pasos para llegar a ella y triunfal dijo:
        —Tienen un grupo de wasap—
      Un unánime "aaaaahhhhh" salió de las catorce gargantas.
        — Y además...— continuó
     Todas contuvimos la respiración. La expectación era máxima.
        — ¡No solo lo usan para mandarse fotos de ingenieras y neurocirujanas desnudas! Además... ¡hablan!
      Y otro "aaaahhhhh" salió de las asombradas gargantas. Esta vez nos salió aún mejor después del primer ensayo de hacía veinte segundos.
      Al rato, el esquirol de los papás que era además, el marido de Inés Bones, envió un wasap a su mujer para informar de que  treinta y dos niños y cuatro papás habían conciliado el sueño sin problemas y se encontraban ya probablemente en el quinto (sueño, se entiende). Nadie había tenido que acudir a urgencias ni tirar de Apiretal. Todo controlado.
      Y así fue como nuestra conversación de una noche en la que nos habíamos prohibido hablar de hijos, maridos y trabajos, se convirtió en una noche en la que no dejamos de hablar de hijos, maridos y trabajo.
      Todas teníamos quejas: el mío no baja la basura ni aunque vea en el descansillo a los de CSI que vienen a estudiarla por el olor que emana de nuestro portal; el mío le hace la papilla de frutas al niño con kiwi en vez de ciruela; el mío baña a los niños con champú y les lava el pelo con gel del cuerpo; el mío no me mira como antes; trabajo diez horas fuera de casa y no tengo tiempo ni de depilarme las cejas; trabajo dieciocho horas dentro de casa y no tengo tiempo ni de depilarme las cejas; llevo dos nohes sin dormir pero he preparado una superfiesta de cumple a mi peque con unos macarrons y minicupcakes estupendos; y yo con un cuentacuentos que además les enseña los planetas del Sistema Solar; y yo me los llevo a todos a una visita guiada por Disneyland Triana sobre hielo, y de paso compro cuatro cosas en el Mercadona de al lado y preparo comida para toda la semana...
        — Bueno, la verdad es que , al fin y al cabo, ser padre tiene que ser duro— dijo de nuevo Julia.
      Y entonces no hubo búsquedas de miradas, ni explosiones ni carcajadas porque en ese preciso instante, nos dimos cuenta de que, ser padre, cuando tienes al lado a una mujer que quiere y puede hacerlo todo y además bien, es complicado estar a la altura y cubrir al menos, la mitad de sus expectativas.
      Está claro que ser padre también es complicado por eso conviene recordar de vez en cuando que, en esto también, somos un equipo.




FELIZ DÍA DEL PADRE A TODOS LOS BUENOS PADRES QUE ME RODEAN... EMPEZANDO POR EL QUE MÁS QUEREMOS EN EL MUNDO: EL DE MIS HIJAS.
Te queremos, papá.

viernes, 14 de febrero de 2014

El día de San Valentín

Ya he comentado en alguna ocasión que mis amigas y yo somos un poco secta; un grupito un poquito cerrado, amante del "culo veo, culo quiero",  muy fan de enterarnos de todo lo que pasa en la vida de cada una de nosotras. Y no es porque seamos envidiosas o cotillas, es por un único motivo real y  posible: que somos unas amigas completamente sectarias.
Resulta que el miércoles por la noche estábamos todas con nuestros mensajes de buenas noches vía wasap, cuando Alicia soltó la liebre:
—Buenas noches chicas, me voy a la cama que Felipe aún no ha apagado la luz y eso solo significa una cosa en nuestro idioma marital, jijijijiji. Besos. Emoticono ojos de corazón.
Como era de esperar, los mensajes de apoyo y ánimos a nuestra querida amiga se convirtieron en Trending Topic esa noche en el grupo sectario. Aplausos, fuegos artificiales, otros emoticonos en posiciones menos decorosas... todo era poco para hacerle saber a nuestra ámiga más pudorosa, que nos alegrábamos por ella y que la envidiábamos profundamente. Una vez hubo quedado esto claro, los mensajes dejaron de sonar. Ni un "jijijijiji", ni un triste "hasta mañana"... nada. Estaba claro que había llegado el momento del "culo veo, culo quiero". 
A la mañana siguiente, con unos emoticonos con la piel más estirada y visiblemente oxigenada, nos dimos los buenos días antes de llevar a los niños al colegio.
—Beno, ¿sabéi quhé día ef hoy? —escribió Inés con problemas visibles con el autocorrector de su móvil.
—¿Hoy?— contestó Belén
—Jueves ¿no? Sí, jueves porque la niña tiene un cumpleprincesas a las cinco, yo ginecóloga a las cinco y cuarto y la peque su clase de percusión para bebés hiperactivos a las seis menos cuarto. Es jueves, ¿por?— dije al fin
—¿Jueves y qué mas?jijijijiji — dijo la cándida Alicia que parecía vivir en el mismo mundo paralelo que Inés
—Alicia suéltalo que te gusta más un misterio que comer con las manos— le respondió Belén.
—¡Jeves 13 de frebrero!—dijo al fin Inés— Fhalta un día para Santo Valentía. Y dos millones de corazones rosas inundaron las pantallas de nuestros móviles.
Un minuto y medio después, cuando pudimos descifrar el mensaje del autocorrector de Inés, caímos en la cuenta de que era San Valentín y que nos había pillado a todas sin una mísera hoja de goma eva roja para hacerle unos pisacorbatas de corazones caseros a nuestros queridos.
—Yo tengo una idea jijijijijijijii— Alicia atacó de nuevo. 
Dos minutos después de que nadie le contestara porque ya nos sabemos su jueguito de crearnos la intriga y marearnos hasta conseguir que lleguemos tarde a dejar a los niños y a nuestros respectivos trabajos caseros o callejeros, salieron de esos dedos delicados unas palabras que ni en un millón de años hubiéramos podido imaginar que saldrían. Qué decir de imaginar que la inocente, pudorosa y siempre serena Alicia iba a conocer de la existencia de...
—Un tuppersex jijijijijiji ¿Quién se anima? Tengo todo preparado: cócteles, un picoteo ligero, una chica con una caja llena de juguetes y la casa para mí sola esta noche. A las nueve os espero, ¿vale? Besos tupperamigas jijijijijijiji
No dábamos crédito. En ese momento había seis ojos fuera de sus respectivas órbitas oculares. ¿Seria un virus telefónico que se hubiera hecho con el control de la voluntad de Alicia? ¿Sería  un virus mental que se hubiera comido la zona del cerebro de Alicia donde imperan el razocinio y el pudor? Siete minutos después, Inés contestó.
—Yo voy—
—Y  yo—
—Yo también—
Pues ya teníamos plan para esta noche y un regalazo para San Valentín. 

Cuando llegó Kassandra con su maleta rosa de lunares blancos, tres capas de maquillaje y una falda idéntica a la que se ponía mi abuela para estar por casa, estábamos las cuatro nerviosas y borrachas a partes iguales. Abrimos el vino para quitarnos la vergüenza de los primeros momentos y nos pasó lo de siempre: que no sabemos parar. El caso es que no funcionó. Las cuatro nos quedamos mudas, apenas se escuchaban los jijijijijiji de Alicia  encubriendo los sonidos de nuestras barriguillas gritando famélicas por un trocito de pan o del fua de pato que acababa de salir de la cocina.
—No comaís nada... no quierro que los saborres que vais a probarrrr ahorra se vean alterrados por otrros menos erróticos— susurró Kassandra con su exagerado y ¿sugerente? acento del este.
Sabía que las cuatro estábamos imaginando un pastel de chocolate con forma de pene gigante y no era por vicio, era por el hambre que pasábamos por la operación bikini más precoz del mundo. Pero no, cuando Kassandra abrió su maleta flamenca, no vimos ningún pene gigante, ni siquiera de los comestibles. Allí había conejitos fluorescentes, lencería poco sutil tanto en la forma como en el sabor a sandía pasada que tenía (¿dónde estaba el maldito fua?), botes con mejunjes secretos porque sin gafas no veo esas letras minúsculas, bolas de colores como para marcarnos allí mismo una partida de billar y una caja negra que no nos enseñó... hasta el final.
Nosotras ya llevábamos un rato en plan niñas pequeñas de "venga Kassi, ¿qué es?¿qué es? ¿qué es?. Y ella "todavvía no es el momento, señorrrras... todavvvvvía no es el momento, señorrrrrrras... todavía no es el momento, ¡coño!". Lo sabía; Kassandra tenía de rusa lo que yo de estrecha de huesos.
Pero llegó el momento. Por fin el momento soñado. El fua estaba inmejorable, no se notaban para nada los tres recalentados que llevaba. Y una vez nuestras barriguitas dejaron de tronar, Kassandra nos sacó la caja misteriosa.
—Esta es nuestra caja parra los amantes más apasionados— ella seguía con su acento, se creería que como estábamos borrachas no nos íbamos a dar cuenta jijijijijijijijiji— Es la caja que volverrá locos a vuestros marridos. Es la Caja negrra de la habitación rrrrroja del amorrrr.
A ver, que no, que me muero de vergüenza si me tengo que poner delante de mi Querrrrrido con un látigo y unas cosas que la verdad, no escuché ni para qué servían. Yo me quedé con la copla de las esposas que es una cosa que viene muy bien tener en casa por si entra un ladrón y consigues reducirlo tirándole las bolas de colores a la cabeza. Luego lo esposas en plan Detective Murray y se lo entregas a la Guardia Civil envuelto para regalo. Pero ¿y si no? ¿ Y si las ve mi Querido y se cree que me va ese momento cuero y deja de comprarse la ropa en Ralhp Laurent para comprársela al mismo minorista que Lorenzo Lamas? Yo lo veía todo muy confuso así que no me arriesgué y dije que sí a la propuesta de mis íntimas amigas: Nos quedábamos con la maleta entera que luego ya repartiríamos. Nos acababa de poseer el espíritu salido del santo valiente a la vez que se había apoderado de nosotras el momento "culo veo, culo quiero" tan tradicional en una secta como la nuestra.

 PD: Me pasé todo el catorce de febrero en la cama con un par de aspirinas y una palangana. Seguro que fue el tanga sabor a sandía pasada. Maldita Alicia y sus satíricas perversiones

lunes, 3 de febrero de 2014

La sospecha

Recuerdo aquellos años con nostalgia...  y aquellos vestidos cortos, aquellos vaqueros ajustados, aquellos escotes generosos. Recuerdo cuando al pasar junto a una obra, la cuadrilla en pleno recitaba sus mejores composiciones poseída por la fuerza de la testosterona que despertaba a mi paso. Ay... qué buenos poetas se han forjado en esta tierra a golpe de ladrillo. Métáforas sentidas en lo más hondo del corazón que salían por sus bocas como surtidores de pasión y que sin querer, te hacían pisar un poco más fuerte por la calle de la autoestima.
—¿Hola? Querida, ¿me estás escuchando?— me interrumpió con un susurro.
Maldita Candy Candy y su egocentrismo.
Qué subidón de guapura me entraba, qué contoneo de cadera les daba por respuesta, qué movimiento de melena les dedicaba. Y no hace tanto, ¿cuánto puede hacer? a ver, ¿dos años? ¿cuatro? No, no puede hacer tanto, aunque un par de añitos antes de la boda empecé con mi afición a la repostería, abandoné mi afición a los gimnasios y ¿Siete? ¿Siete años? Dios, no puede ser. O sí. Ya está. Soy una señora mayor.
—¡¡¡Te estoy diciendo que creo que Mario tiene una amante!!!!— me volvió a interrumpir, esta vez gritando a la vez que me sujetaba la cara con sus manos heladas, me la zarandeaba de un lado a otro y me hacía sentir la peor persona del mundo.
Y de repente se desvanecieron mis albañiles sospechosamente parecidos al señor que hace el anuncio de Invicctus, se alejaron de mi mente para dejar paso a un Mario que avanzaba a grandes zancadas, se plantaba delante de mí y me decía al oído: "Tenías razón. El hombre perfecto no existe". Luego sonrió y le brilló el colmillo izquierdo. 
—Lo sabía— dije dando un golpe seco en la minimesa de la minicafetería en la que nos sirvieron los minicupcakes menos quitapenas del mundo— Oiga, por favor, traiga rápido los dos muffins más creciditos que tengan. Y un cubo de helado de chocolate. ¡Rápido!
Es una ilusión que tengo desde siempre, de toda la vida del mundo, vamos. Eso de consolar a una amiga compartiendo un litro y medio de helado con sirope de lo que sea, en plan "soy tu amiga Kelly, de Minnesota, estoy contigo y me salto la dieta para que sepas cuanto te apoyo en tu decisión amorosa". 
—¿Lo sabías?— me dijo ahogándose en un suspiro eterno, desinflándose como un souflé de algodón de azucar, mirándome con los ojos irritados de tanto refregárselos por no dar crédito a lo que veía: a mí, su amiga del alma, conocedora de la más terrible de sus sospechas.
Que no cari, que no lo sabía concretamente, que lo sabía en general, que todos son iguales, que al final el que nace para pito nunca llega a ser corneta, que eso es el maldito wasap que está destrozando matrimonios, que no es el primer caso, que yo es que el Facebook lo quemaba, que qué dolor de entrepierna le daba yo a todo el que sólo pensase en engañar a su pareja, que qué jugoso les salen a estos los muffins, que no llores, que no merece la pena, que ni se te ocurra rechazar la casa de la Toscana, que a todo esto, ¿cómo te has enterado?, bueno es igual, lo importante es que estés segura que le vamos a meter un puro por el c...
—Se llama Rebeca, es compañera suya en el restaurante y es guapísima— y yo guardé silencio.
Claudia se secó las lágrimas, se recogió el pelo en una coleta y continuó.
—Ella es divertida, ¿sabes? y le hace reir. LLeva la ropa limpia, sin manchas de papilla, sin etiquetas colgando porque se olvidó de cortarlas. Siempre huele a perfume y siempre está perfectamente maquillada. Ella no es como yo, todo el día atacada de los nervios por si el bebé necesita algo y no lo entiendo, por si tengo que hacer la compra, por si Mario necesita algo que ahora mismo, no me apetece mucho darle. Ella nunca está cansada y no para de moverse por el restaurante subida a unos taconazos como los que yo me ponía antes de... bueno, antes. Y Mario la ve cada día y luego llega a casa y me ve a mí hecha un desastre, sin más conversación que el niño esto o el niño aquello... y anoche lo llamó. Él no se dio cuenta de que yo no estaba dormida y se fue al pasillo a hablar muy bajito. Le he dejado un mesaje en la nevera— se recostó sobre su mano y esperó con la mirada una respuesta. Mi respuesta.
Justo en ese momento, Querido me llamó al móvil. Le colgué tres veces y a la cuarta, preocupada por si a las niñas les ocurría algo, contesté. Las niñas estaban bien pero Mario andaba como un loco buscando a Claudia por media ciudad.
—¿Qué pasa, cielo?— me preguntó angustiado.
—Que necesito pasear a Claudia por delante de una obra— le contesté. Pagué la sobredosis de chocolate y me llevé a Claudia a caminar y, agarradas del brazo, recordamos nuestros años de instituto, nuestros primeros novietes, nuestras ilusiones. Y así, casi sin querer, la llevé de vuelta a su casa, donde Mario la esperaba desecho, roto de dolor por su abandono.
—Déjale hablar y, si no lo crees, no sigas a su lado... pero si ves en sus ojos sinceridad y tu corazón te pide abrazarlo, no destroces vuestra vida por los fantasmas que han creado tus inseguridades. Tú sigues siendo perfecta con tres tallas más, con el pelo recogido y con la camisa llena de manchas. Tú eres la mujer con la que eligió pasar el resto de su vida, tú eres única y maravillosa así, tal cual— la abracé fuerte y le dije al oído que la esperaba en el parque de enfrente. 
Pero no volvió.
Y Mario no volvió a olvidarse ni un solo día de recordarle su amor.




martes, 14 de enero de 2014

El deseo

           Desde que tengo uso de razón, acostumbro a formular deseos coincidiendo con la ingesta de las doce uvas reglamentarias, la última noche del año. En los primeros tiempos de esta costumbre, solía liarme entre los cuartos y las campanadas, como mi abuela pero con menos delito que ella, que ya llevaba practicando trescientos años. Así que hasta los doce años estuve haciendo una pequeña trampa que consistía en formular mis doce deseos en uno solo; algo así como un superdeseo compuesto por deseitos. En vez de pedir una Nancy, dos patines, Momo, El Quijote para niños, un rimel que pudiese desaparecer justo antes de entrar en casa y que me besaran los siete chicos que me gustaban (por turnos, no todos a la vez, claro está), lo que hacía era pedir "porfa, porfa, que el año nuevo me traiga solo lo que yo he pedido y no una bata nueva por si vienen visitas a casa". Y ya está; mataba doce pájaros de un tiro y me tomaba las uvas sin estreses ninguno ni riesgo de atragantamiento.
          Pero con las campanadas de los trece años, envalentonada por la experiencia que me daba toda una vida aprendiendo a diferenciar entre "carrillón, cuartos y campanadas", me decidí a pedir los deseos por separado porque estaba visto que así, en plan todos a una como Fuenteovejuna, no funcionaba. Y para prueba, la colección de batas invernales que poseía.
          Aquel año me dio tiempo a pedir tres deseos justo antes de que mi madre se atragantara de la risa por ver a mi abuela decir, a la tercera campanada y con la boca llena de uvas: "bha ejthá; bho bha he tehjminabo", toda orgullosa enseñando sus manos y su copa vacía. Era la campeona mundial de comedores de uvas anuales. Así que tuve que salvarle la vida a mi madre y, cuando estuvo fuera de peligro, ya estaba Chiquetete cantando en la tele. Otro año perdido. 
          Alcancé la perfección el año que pedí los doce deseos enteritos sin que nadie me molestara. Fue cuando ingresé de novicia en un convento, la tarde de aquel treinta y uno de diciembre. Al día siguiente por la mañana me fui con la excusa de ir a por tabaco y ya no volví. Y se ve que no obré del todo bien porque no se me cumplió ni uno solo de los deseos: ni necesité tres tallas más de sujetador, ni me crucé por casualidad con Ethan Hawke ni por supuesto, se enamoró de mí, víctima de un flechazo que duraría eternamente; ni dejé de fumar ni me apunté a un gimnasio. El resto de deseos los omito con el fin de preservar la identidad de mi exvecino del segundo y de la golfa promíscua de su entonces novia, hoy mujer.
          Pero una crece, se convierte en madre y todos los deseos del mundo se concentran en tres: que sean felices, que estén sanas, que pueda acompañarlas mucho tiempo en la vida.
          Hasta este año que se me ocurrió también pedir adelgazar los equis kilos que me sobran.
          _ "¡Qué notición! Este año nos ponemos juntas a hacer dieta y nos apuntamos al gimnasio, que yo, desde el parto, solo he perdido seis de los siete que cogí... y el veranito está a la vuelta de la esquina"- me dijo mi odiada Claudia mientras su pequeño Rodrigo dormitaba plácido y lleno de lazos y puntillas en su precioso cochecito-réplica del que paseó al pequeño Felipe Juan Froilán al nacer.
          Porque Claudia ya era mamá. Dio a luz una soleada mañana de junio ataviada con un camisón Vitorio&Luccino Maternity, después de dos empujoncillos y tres suspiros. Su niño salió todo rosita, con el pelo lavado y entonando un Aleluya mientras ascendía en manos de la ginecóloga, por el haz de luz que enfocaba directamente a la laringe de su mamá vista desde la vagina. Mario lloraba, Claudia lloraba... y Rodrigo sonreía a todas las enfermeras con las que se cruzaba y ellas, embelesadas con el pequeño ladronzuelo, le obsequiaban con más pañales de la talla cero que al resto de los angelitos nacidos en la misma clínica. Y fueron felices y comieron perdices.
          Y yo accedí con un "vaaaaaaaaaale" cuyo único objetivo era el de dar por zanjado el tema para siempre jamás en la vida. Lo malo es que a Claudia, a mi Claudia, no se le olvidó y, aunque es como una hermana para mí, pasó de ser una persona dulce, amable y cariñosa, a convertirse en la peor bruja sin sentimientos que habita el planeta Tierra. 
          A las siete y media de la mañana del lunes se plantó en mi casa después de mandarme un wasap con un emoticono de ojos saltones en foma de corazoncitos y un "¡Arriba cari! En una hora estoy en tu casa para empezar en el gimnasio¡Qué ganas!" y otros dos emoticonos de ojocorazones saltones. La gran hija de perra se había levantado a las seis y media de la mañana y encima, de buen humor. Yo obviamente no lo vi al encontrarme plácidamente soñanado con que ganaba la final de Masterchef, publicaba un libro de receta, ganaba el premio Planeta y el gordo de la Lotería. Era la única manera que tenía la vida de hacer realidad los deseos que me comí con las doce uvas este año. Los sueños y el enviarme a Candy Candy deportiva prácticamente de madrugada.
         07:30h: Llamó al telefonillo una vez. Abrí mi ojo pero no pude con el segundo y me volví a dormir.
         07:33h: Llamó otra vez al telefonillo y mi Querido me introdujo su codo en el pancreas. Ni el dolor ni el sueño me permitían abrir los ojos, así que me volví a dormir.
           07:36h: Llamó una tercera vez. Le di una patada en los testículos a mi Querido en respuesta a la doble intromisión de su tobillo en mi hígado. Abrí los ojos y miré el móvil. Decenas de emoticonos adoptando un amplio abanico de emociones, desde el que me guiñaba un ojo, pasando por la sonrisa Monalisa, la sonrisa de medio lado, emoticono serio, más serio, mueca de nopuedoconlavida y finalmente, emoticono lila cabreado. Salté de la cama y me tiré al telefonillo de cabeza. 
         Apareció ante mí con cara de haber decapitado a Heidi y habérsela comido para desayunar. Así que ahí la tenía, a ella, a la Claudia que haría temblar a una pandilla de Ñetas.
         Me hizo engullir un zumo y una barrita energética sin grasas saturadas ni polisacáridos y esperó, dando golpecitos en el suelo con su pie izquierdo, a que me pusiera mi chandal pantojil y mis deportivas Puma. A las ocho menos diez estábamos en el gimnasio, apuntadas para la primera clase de spinning. 
         Supongo que esto del spinning lo inventaron los de la Inquisición pero no lo patentaron por parecerle, igual, demasiado inhumano. He visto claramente la luz al final del tunel. Y lo peor no ha sido el monitor, quien me ha prestado su ayuda  muy amablemente las dos veces que he creido sufrir un infarto agudo de miocardio... lo peor ha sido ella. ¡Ella! Era como la Sargenta de Hierro, implacable, cruel, despiadada. La miraba y la veía diciendo “Soy la sargenta de artillería CandyCandy. He bebido más cerveza, he meado más sangre, he echado más polvos y he chafado más huevos que todos vosotros juntos, capullos.” No dejé de pedalear por miedo a que me pusiera a hacer trescientas flexiones con una mano y me castigara con no volver a ver a mi familia si ni lo conseguía. No me quitaba ojo. Era mujer muerta.
         Claudia me exige cada día fotos de mi ración de comida y cena diaria. Me obliga a pesarme en la misma báscula cada lunes y si una semana no bajo de peso, me apunta a dos clases extras de kick boxing. 
         Aun así, cada noche, me envía un "Que descanses, cielo. Merecerá la pena" adornado con millones de emoticonos a los que les salen corazones de la boca.
         Yo tengo claro que este año, cuando den las doce campanadas, estaré en el séptimo sueño para no tentar a la suerte.