Cuando eres madre en la vida, no te
queda otra que hacer sacrificios por ellos. Los sacrificios abarcan un amplio
abanico de posibilidades de sacrificarse; por ejemplo, un pequeño sacrificio es
darle a tus queridas hijitas el último trozo de chocolate que ibas a tomarte tú
con el café de la tarde, porque no te va sentar bien comértelo mientras ellas
te miran con ojitos amorosos suplicantes o bien porque el coro de llantos ha
llegado a un punto insufrible para tus oídos y decides desprenderte del dulce
botín antes de que te exploten los tímpanos. Ya sé que si me estás leyendo,
señora Supernanny, pensarás que hago
muy mal porque cedo a sus caprichos después de montarme el sarao maravillao, pero antes de juzgarme a mí, te recomiendo que
estudies el caso de la señora del espetec, que se lo esconde a su familia para
comérselo ella y no le da ni a sus hijos que están en edad de crecimiento ni a
los abuelos que están en edad de decrecimiento.
Luego están los sacrificios tamaño
mediano, como por ejemplo no comprarte unas botas nuevas porque al niño le ha
crecido un pie como para quedarse dormido en horizontal, y necesita zapatos
nuevos. Tú sacrificas esas botas de cuero que te tienen loca porque no caíste
en vendarle los pies de chico como si fuera una geisha y ahora necesita calzado
nuevo prácticamente cada mes.
O sacrificar la siesta.
O sacrificar tu dieta por picotearle
cada tarde el bocadillo de nocilla.
O sacrificar tus ojos tragándote
capítulos de dibujos de niñas/cerditas/hadas repelentes.
Y un largo etcétera.
Luego, para mí, está el sacrificio
mayor: llevarlas al campo.
No me gusta el campo, no lo
disfruto, no estoy cómoda con la ropa de ir al campo ni con los zapatos de ir
al campo. Ya sé si que me estás leyendo, Paula Echevarría, me dirás que tengo
que tener un oufit rupestre preparado
y que es una buena ocasión para lucir mis New
Balance a juego con el coletero, pero antes de juzgarme a mí, te recomiendo
que estudies el caso de la señora del espetec, que parece que se va a ir a
vivir a una comunidad amish en cuanto se acabe el salchichón que tenía
emparedado en la cocina y con un guarda de seguridad vigilándolo.
Pero como a madre coraje no me gana
ni Belén Esteban, el sábado pasado, un sábado de esos que te apetece ponerte
tacón y arreglarte el pelo para irte de tapitas por Triana, me puse las
zapatillas de deporte, compré cuatro kilos de zanahorias, me maquillé
discretamente como se maquillaría Paula para ir al campo y me metí en el coche
dispuesta a llevar a mis niñas a pisar Naturaleza. Yupi.
Nos levantamos con el canto del
gallo, bueno, de la gallina, de la heredera pequeña, vamos. Preparé mi bizcocho
genovés relleno de salmón y gorgonzola y mi pastel de zanahorias para
mimetizarnos con la población animal sin perder (del todo) el glamour. Vestí a
las niñas con un modelo inspirado en Dora
la exploradora porque nunca sé que ponerles en estos casos. El caso es que
empezaron a hablar como si viviésemos en Miami y a andar de perfil con la
cabeza de frente, así que tuve que cambiarles de modelo campero. Luego me metí
un momento en el Instagrán de Paloma
Cuevas que siempre va muy mona (además compartimos funda del Bugaboo y eso une mucho) y elegí para mí
algo muy parecido a lo que ella llevaba puesto para ir a tirar la basura un día
que Enrique tenía corrida y se fue sin tirarla antes.
Querido decidió vestirse solo
cuando me vio acercarme con el tablero del Pinterest
de Marichalar.
Por fin, media hora después de la
indicada, nos unimos a la pandilla para iniciar el viaje hacia la reserva de
animalitos del bosque.
Qué bonito todo, qué solazo, que
temperatura más buena, quién lleva las cervezas en el coche que necesito
anestesiarme, la niña que tiene pipí, pues ponla en un árbol que estamos en el
campo, pues ponla tú que ese emú me mira raro, pues dale una zanahoria, pues ni
muerta me acerco a una zanahoria de distancia, pues mira que eres pija, pues
mira que eres rústico, pues te has bebido tres cervezas y ya estás tardando en
mearte, pues mira que eres bruto que se dice hacer pipí, mami que no
aguanto, pues aguanta un poquito, que no aguanto, aguanta un poquito, que no he
aguantado, pues ahora pone papá el coche al sol y se seca en un momento, pues
va a oler a pergañeta el coche, pues qué más da si llevo oliendo a caca de cebra
desde que has bajado la ventanilla del coche para que meta la cabeza el
dromedario, que no es un dromedario, pues el camello, que no es un camello,
pues lo que sea el bicho ese hombre ya, es una llama, cari, como la de yo y mi
llama, pues llama se llama, nos vamos a la clínica dental a a a. Todo precioso.
— ¿Mamá cuándo vemos los tigres con luces?
— ¿Con luces? No, mi vida, eso es en China cuando
celebran el Año Nuevo. Y es un dragón, no un tigre.
— Que no mamaaaaaaaaaaaaaaaá, que hay tigres con
luces, nos lo dijo papá anoche.
— Querido, podrías explicarle a las niñas que los
tigres tienen rayas, mala leche, hambre y un millón de dientes afilados pero
que no tienen luces?
— Claro que sí, ahora mismo: Hijitas mías, los tigres
son unos gatitos muy grandes que no tienen luces.
— Pero papaaaaaaá ¡Dijiste que íbamos a ver a los
tigres con bengalas!
Y primer sofocón del día. Para que
dejara de llorar, le contamos emocionados que nos dirigíamos al espectáculo
marino. Sí, Supernanny, para que dejara
de llorar, has leído bien. Ya sé, ya sé, mi niña es carne de Hermano Mayor, está cantado.
Así que terminamos el recorrido en
coche por la Selva Amazónica y nos fuimos a ver el espectáculo marino. Todos
iban felices, cantando canciones de elefantes, de jirafas, de ornitorrincos...
Yo iba pensando en las ganas que tenía de sentarme en mi sofá del piel de
avestruz, que no tengo pero que ahí está, apuntado junto a mis Manolos y a mi brazalete Cartier, en la lista de "Cosas que
comprar cuando se independicen o les dejen de crecer los pies".
— Mami ¿qué le pasa al foco?
— Es una foca, hija. ¿No te lo ha enseñado la seño en
el cole? — estoy que lo bordo, Supernanny.
— ¿Y cómo sabes que es una foca, mami? ¿No tiene pito?
— Porque lo digo yo que soy tu madre. Toma, come
patatas, anda.
La foca en realidad era un león
marino, me lo dijo mi Querido que se había visto veintisiete capítulos de El hombre y la Tierra (y el mar) la
noche antes. Él es así, le gusta documentarse antes de hacer cualquier viaje,
ya sea el de la luna de miel por el Báltico o el camino hasta el mercadona los sábados por la
mañana.
— ¿Has visto, Cari? Ese edificio de ahí ha sido
pionero en Sevilla en cuanto a la instalación de ascensores inteligentes que
suben y bajan plantas con solo dar palmadas.
— Uy, pues ahí se monta Farruquito y se lo carga en
cinco minutos.
— A veces pienso que eres morena teñida, Cari.
Comimos a la sombra de los pinos y
hasta tomamos café porque a alguien que seguro odia el campo tanto como yo, se
le ocurrió construir en medio de todo aquel alarde de Naturaleza salvaje, un
restaurante con su máquina de expreso y todo. Alargué la sobremesa todo lo que
pude pero la tentación de abandonarme en medio de aquel paraje sin parangón era
cada vez más fuerte, a juzgar por el poco o nulo caso que me hacían y por las
ganas que tenía todo el mundo de ir a ver a las aves rapaces. Yo no tenía
ninguna porque imaginaba que la pobre lechuza, nocturna como yo de toda la
vida, iba a estar de un humor de perros por tener que hacer monerías para los
excursionistas a plena luz del día. Me la imaginaba claramente atacándonos a
todos, sobre todo a mí porque igual que los perros huelen el miedo, las
lechuzas también. Si no el miedo, seguro que olía el tupper con los filetes de pollo empanado que tenía en el bolso, por
si me cruzaba en un descuido con un lobo hambriento o similar. Pero no convencí
a nadie y allí que fuimos todos a ver a los pajaritos carroñeros.
El público aplaudía enloquecido ante
el vuelo de los hermanos halcones, ante el paseo por entre las piernas de los
allí presentes de un buitre leonado, ante la lechuza que se posaba en las
cabezas de los niños cuyos padres sacaban fotos satisfechos porque ya tenían
imagen para la felicitación navideña de este año. Yo preferí mirar hacia abajo
para evitar que alguno de ellos viera comestibles mis ojos o que el señor
cuidador tuviera la ocurrencia de ponerme un pájaro en mi pelo. Ahí no, claval.
Mi pelo es como el cáliz que buscaba Indiana Jones: sagrado.
Por fin los pajaritos se fueron a
dormir y yo vi la luz al final del túnel: ¡Volvíamos a casa! Sentí una emoción
por mi cuerpo similar a la que produce el quitarse los tacones después de seis
horas de bailar reaguetón. La mismita.
— Bueno Cari, ha estado bien ¿no?
— Sí Cari, súper bien. Las niñas han disfrutado un
montón y yo soy feliz viéndolas felices a ellas.
— ¡Pues hay bonos anuales! ¡Y tienen hasta cabañas
para poder quedarte un fin de semana entero! ¿Te imaginas?
No Querido, no me lo imagino. Soy
capaz de hacer el sacrificio de divorciarme antes de tener que venirme aquí a
pasar un fin de semana familiar en medio de la selva. Soy capaz incluso de
sacrificarme y quedarme ese fin de semana solita en casa mientras las niñas y
tú disfrutáis de ese momento padre/ hijas en medio del puñetero campo.
Pensándolo bien, soy muy capaz de hacerlo. Al fin y al cabo, desde que te
conviertes en madre, has de renunciar a tantas cosas que por una más no me voy
a quejar. No se hable más, sacrifico botas este mes también y os venís la
semana que viene a estrechar lazos paternofiliales.
Lo
que sea por la familia.
No sabía yo nada de ese cariño tan profundo que le tienes al campo! Lo de los Manolo, el brazalete de Cartier y tu sacrificio de estar un finde completamente sola, es común a todas las madres.
ResponderEliminarPues no se hable más; ¿para cuándo reservo? ;)
EliminarGenial como siempre.
ResponderEliminarMuchas gracias, Clydesly! ¿Puedo llamarte Cly? ;)
EliminarBuenísimo!
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