martes, 17 de septiembre de 2019

La boda


—Bueno, cuéntame tú. Después te pondré yo al día. ¿Qué tal estás? ¿Y Querido, las herederas, cómo estáis todos? 
Era mi amiga Julieta, amigas desde el instituto, confidentes, casi hermanas. Hasta que me dejó tirada permitiendo que me casara mientras ella se dedicaba a vivir viendo series de Netflix completas, viajando por el mundo y despertándose tarde después de largas noches de juerga flamenca. En el fondo la he perdonado porque estoy in love con esta casa y todo ser que la habita, pero no puedo evitar cierta intención de arañarle la cara cuando la veo aparecer con dos bolsas de La Condesa en una mano y un anillo de Bvlgari en la otra. 
—No voy a andarme con paños calientes. La vida en pareja es dura, los años desgastan, la capacidad de dejarnos sorprender cada vez es menor; el día a día apenas nos permite conversar largo y tendido, las redes sociales nos absorben, el trabajo, la compra, las herederas, la casa, el grifo que gotea, este mes no llegamos, malos entendidos, tropiezos… y debajo de todo eso, un amor que necesita atención para mantenerse vivo. Pero aquí seguimos, felices a pesar de todo.
—Genial, cuanto me alegro. ¿A que no sabes quién se casa?
—Hija pues no sé, ¿Terelu? —No— contesta con los ojos en blanco.
—A ver, dame una pista. ¿Primeras o segundas nupcias?
—¿Y qué más da? 
—Pues no sé, por acotar más que nada. 
—¡Yo, yo me caso! ¡Yo! ¡Yoooooo! Ajá, la hora de la venganza había llegado. 
—¡Ohhhh, no puede ser! Al final has sucumbido a los ruegos y preguntas de James. ¿Para cuándo? Cuéntame todo. ¡Todo! Estoy tan feliz por ti. 
Y era verdad. Todas las dificultades que trae de regalo la vida en pareja han ido a alojarse a una zona de mi cerebro que no riega bien y solo siento una emoción infinita por ellos. 
—Será en diciembre, una boda en blanco, como la de Andrea de Mónaco. No puedo ser más feliz con James, es tan bla, bla, bla, y tan bli, bli, bliiiii. 
Tuve que abstraerme por unos momentos del monólogo de la musa de Mr. Wonderfull para poder concentrarme en lo verdaderamente importante: qué-me-pongo. 
Boda de invierno. Ya hay que ser retorcidos. Pálida, vestido de tela de cortina bien calentito, pelo encrespado por la humedad, botas catiuscas por si llueve, ventisca en la puerta de la iglesia mientras esperas a que salgan los novios para tirarles el arroz… no sé, llamadme pesimista, pero ir espectacular a esta boda se me complicaba por momentos. 
Volví a sintonizar Radionovia con la esperanza de que ofreciera por fin la información sobre el lugar del enlace entre elogio y elogio al futuro esposo. Solo era cuestión de paciencia y de esperar tres cuartos de hora.
 Ahora, James, un primor.
 —Y bueno, todo será muy familiar. Nos casaremos en un pequeño castillo que heredó la madre de James el año pasado… 
—¿Un castillo? Continúa, querida— aquello mejoraba considerablemente el tema del encrespamiento capilar cuanto menos. 
—Sí, está en un pequeño pueblecito, a las afueras de Londres. Ya verás, te va a encantar. 
Bueno, bueno, qué manera de venirse arriba la boda de mi amiga, qué digo amiga, mi hermana Julieta. Cómo me gustan las bodas de invierno, cómo son de bonitas, con tu ropa interior completa, no por partes como cuando llevas un vestido con la espalda al aire, un hombro sí, otro no y media pierna fuera. 
Llegué a casa a punto de explotar porque no había encontrado un baño (limpio) de camino a casa y por el notición que estaba deseando contar a Querido. Una vez hube satisfecho mi primera y más básica necesidad, senté a Querido a mi lado en el sofá y le pregunté: 
—Cari, ¿dónde has querido viajar siempre y no has podido porque al hacer el Interrail no te dio el presupuesto cuando eras joven y con las herederas no te da la vida ya de mayor? 
—Pues no sé. ¿Ya has decidido qué fin de semana quieres que visitemos Setenil de las Bodegas? 
—No cari. 
—¿Las cuevas de Aracena? 
—No, cari, no. ¡A Londres! ¡Nos vamos a Londres! De carrerilla le conté todo el pastel; que si Julieta se casa, que si James es una fantasía hecha realidad, que si el castillo, que si las catiuscas, que si fin de semana romántico en Londres, que si a ver con quien dejamos a las herederas, que si… 
—¿Dejar a las niñas? ¿Vamos a ir solos? ¿Tú y yo solos? —los ojitos se le salían de las cuencas, le hacían chirivitas, le daban vueltas como a Marujita. 
—Claro, cari, porque, no voy a andarme con paños calientes, la vida en pareja es dura. Los años desgastan, la capacidad de dejarnos sorprender cada vez es menor; el día a día apenas, apenas… tú, yo y la chispa, cariño. 
Después de meses de preparativos, buscar el vestido perfecto, muchos nervios y supervisar cada detalle en lo referente al cuidado de las herederas en mi ausencia, por fin, llegó el gran día. Querido y yo volábamos a Londres solos al fin. 
Al principio la conversación fue algo forzada. Nos sentíamos raros sin escuchar a alguien interrumpiendo al medio, sin la heredera menor colgada de mi cuello, pudiéndonos mirar a los ojos mientras dialogábamos. Nos habíamos propuesto no monopolizar las conversaciones hablando sobre ellas y, aunque al principio nos costó muchísimo porque todo nos recordaba a las niñas (sobre todo otras familias a las que veíamos pasear por la calle con sus hijos de la mano y no a miles de kilómetros como habíamos dejado a las nuestras, snif), finalmente y tras cinco intensos minutos, lo superamos y pudimos enlazar temas interesantes y necesarios para nuestra salud mental. 
Todo era perfecto. Londres, sus calles, su noria, su Big Ben, su Megan y su Harry, todo. Todo menos el nivel de inglés de los ingleses que es bastante superior al mío. El mío está bien para solucionar alguna duda del cole, traducir algún meme sencillito, reírme con lo del “Relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”; me vengo a mover en ese nivel. De momento. De este año no pasa que lo mejore, tal y como me prometo todos los primeros de enero. Querido, en cambio, maneja la lengua de Shakespeare como si de un Colin Firth ibérico se tratase, de modo que tuve que utilizarlo de traductor simultaneo en la boda. De lo que no entendía, claro, porque si captaba alguna frase al vuelo a la que me veía capaz de contestar, entonces le daba un tironcillo del brazo, murmuraba entre dientes aquello de “déjame terminar”, y continuaba, con una media sonrisa a lo britihs, con la endeble conversación… hasta que esta moría irremediablemente de puro enmudecimiento. Así que más que como la Reina Leticia el día de su pedida de mano, me sentía como ZP en una cumbre de la ONU. 
Resuelta a que nadie notara las carencias que tanto me disgustan, me dispuse a seguir la ceremonia con total normalidad, mimetizándome con el ambiente hasta tal punto, que por un momento llegué a pensar en inglés. ¡Oh my God! En mi cabeza, como ecos de recuerdos de un pasado no tan lejano, resonaban sin parar aquellas palabras grabadas a fuego en alguna parte de mi cerebro: 
—My mother is rich. I´m big Muzzy. My mother is rich. I´m big Muzzy. 
Por desgracia, decir que mi madre era rica y que en casa respondía al nombre de “gran Muzzy” no me serviría para mucho aquella noche. Pero allí mismo, mientras se oficiaba una ceremonia tan emotiva como sencilla, descubrí algo que realmente sí me permitiría comunicarme con los angloparlantes como si de uno de ellos me tratase. Justo a mi lado, una señora de unos sesen…setenta años, seguía atenta el enlace con una copa de vino en la mano. ¿Pero qué veo? ¿Vino en la ceremonia? En la fila de enfrente descubro al doble de Hugh Grant de joven degustando tan feliz una cerveza. Y más allá más vino. Y más cerveza. Esto sí sabía hacerlo, aquí jugaba en la misma liga. Busqué al camarero con la mirada y muy dignamente le pedí: 
—One beer, please. 
Toma ya acento de Chambrigde. Ahora ya sí. Con mi cerveza en la mano, saludé a toda la familia del novio sin decir una sola palabra. Esa era yo; resolutiva, comunicativa y amante de las tradiciones inglesas. 
Brindis al aire, guiños de ojos, sonrisas de colegas ebrios antes de que empezara la fiesta… eso solo puede pasar en una boda en la que todo, absolutamente todo, está pensado con amor. A partir de ahí, solo me quedó disfrutar de los novios, de los amigos, de Querido, de la alegría que flotaba en el ambiente porque simplemente se estaba celebrando el amor. 
Y eso, hables el idioma que hables, siempre une más que las propias palabras.


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