—Pues verá, señor, resulta que
padezco de hidrofobia. Soy completamente incapaz de vivir cerca del mar, de
modo que no puedo aceptar el puesto que me ofrece, por muy acogedora que sea la
isla y por muy céntrica que esté situada la nueva oficina. Lo siento, créame
que lo siento. No podría trabajar; ni siquiera podría dormir pensando día y
noche en la posibilidad de que un inmenso tsunami pudiera engullirme en medio
segundo.
El Señor Antúnez, mi jefe desde
hacía doce años, me miraba interrogante, contrariado, serio, pero yo adivinaba
en su rostro la burla y la incomprensión, esas dos constantes en mi vida. No
añadió ni una palabra más. Hizo un gesto de despedida con la cabeza y salió
dando un portazo de mi pequeño despacho. Mi…pequeño…despacho… Cómo me gustaban
esas palabras, así, tal y como estaban colocadas. Me costó diez años de
peticiones formales a través de los formularios reglamentarios. Recurrí también
a las súplicas directas aprovechando los buenos resultados de cada mes pero,
como ni una ni otra fórmula resultaba, comencé a fumar con el objetivo de
aprovechar el descanso que los fumadores hacían en la azotea del edificio, con
el propósito de entablar conversaciones con mis jefes y aprovechar cada ocasión
que se presentara para continuar con los ruegos oportunos. Hasta que finalmente
las peticiones formales, las informales y las súplicas dieron su fruto. Como
daño colateral del periplo peticionario me sobrevinieron dos neumonías y un
herpes labial, menudencias si lo comparaba con la felicidad de poder contarle a
mamá que tenía un despacho, el mío, el mejor de todos.
Mi dependencia era pequeña, sin
ventilación, cargada de estanterías donde se almacenaba el material fungible de
la oficina y hasta los productos de limpieza. Sin más mobiliario propio que una
silla de tapicería roída y una mesa abollada casi en la totalidad de su
superficie, pero situada de manera que, si dejaba la puerta abierta con la
excusa de que entrara un poco de aire, podría pasar el día entero mirando su
perfil, su mano izquierda, su lunar en la mejilla.
Poca gente sabía de mi
enfermedad, prácticamente nadie; apenas mamá, mi psiquiatra y ahora el Señor
Antúnez. No me avergonzaba de ello pero tampoco entendía por qué habría de
predicarlo a los cuatro vientos como si aquello fuera un miembro prominente o
si dominara cinco idiomas a la perfección. En cualquier caso, no había mucho
que contar. Todo sucedió una mañana mientras corría por mi playa como solía
hacer cada día, tal y como me había recomendado mamá. Ella siempre me
aconsejaba bien, era su trabajo, decía. No le gustaba verme siempre encerrado
en mi dormitorio. En realidad lo que no le gustaba era no verme en absoluto, de
modo que entraba cada cinco minutos aproximadamente y siempre sin llamar,
porque abusaba de la confianza que teníamos por nuestro parentesco familiar. Solía
quejarse de mis escasos cambios de posición, mínimos evidentemente por el
escaso margen de tiempo transcurrido entre queja y queja. Abría la puerta de
golpe, con los ojos entornados como si tuviera sangre oriental, pero de la zona
más oriental de Oriente, y miraba mis manos lo primero. Luego hacía un barrido
visual general de la habitación, se quejaba de mi sedentarismo preocupante y
volvía a cerrar de nuevo. Yo retornaba a mis lecturas eróticas y a mi onanismo
interruptus, con mi reloj a la vista para, dentro de cuatro minutos y medio,
esconder la revista, sacar la mano del pantalón y coger de nuevo el libro que
no me estaba leyendo en esos momentos: “Es fácil superar la hidrofobia si sabes
cómo”.
Una tarde, al salir al baño para
orinar y lavarme las manos, mamá me llamó a su lado para mostrarme su último
pasatiempo televisivo. Fijé la vista en el televisor de mamá y descubrí un
universo paralelo: era mi playa, mi mar, mi sol, pero aderezado en su totalidad
con mujeres de pechos descomunales que se balanceaban al son de la música y
hombres cuyos cuerpos torneados harían levantar de su tumba, donde quiera que
esté, al mismísimo García Lorca. Me excusé ante mamá fingiendo un repentino
dolor de barriga y huí literalmente al baño. Aquello era un despropósito de
cuerpos, de testosterona y feromonas, de gemelos apretados y labios hinchados.
Alivié el sofoco que provocó una nueva erección en mí y salí de nuevo algo más
relajado a investigar el motivo por el cual mi madre había querido mostrarme
aquella bacanal de senos y posaderas.
—Tienes que salir a hacer
deporte, Ernesto. No es sano que vivas encerrado entre cuatro paredes haciendo
Dios sabe qué cosas. Mañana mismo vamos a la zapatería y te compro una
zapatillas deportivas ¿entendido?
Entendido.
A la mañana siguiente a las nueve de la mañana y dos minutos, salíamos de la
zapatería con mis zapatillas nuevas ya puestas. A las nueve y quince minutos mi
madre me saludaba desde el balcón de casa mientras estrenaba mi nuevo
pasatiempo. Era todo un deportista, aunque de las señoras voluptuosas no había
ni rastro. Si bien, he de reconocer que el mar de día es, también, una
maravilla. De noche ya lo conocía; solía sentarme frente a él para desahogar en
sus aguas mis penas y de paso, aumentar la cantidad de agua con la infinidad de
lágrimas que habré vertido en la arena. Yo era de mar y luna pero la visión de
esos senos iluminados por los rayos de sol y enjuagados en aguas saladas, me
abrieron los ojos de par en par.
De
modo que adopté el hábito tan saludable de correr cada día varios kilómetros
por la playa, hasta que una mañana, justo cuando mi madre me saludaba desde el
balcón, haciendo aspavientos extraños como si estuviese ayudando a un avión a
aterrizar en plano paseo marítimo, noté de repente una descarga eléctrica en mi
pierna derecha y en el testículo del mismo lado. Cuando bajé la cabeza,
descubrí a aquella mala bestia queriéndome arrancar a bocados toda la parte de
mi anatomía que tenía metida en la boca.
Desperté
en el hospital, en una habitación blanca, solo. Tras el cristal me miraban unas
catorce personas apuntando a toda velocidad en sus carpetas lo que fuera que
les estuviera contando una señora bastante atractiva con un fonendoscopio
colgado del cuello.
De
cintura para abajo no notaba absolutamente nada pero no quise tocar para
mantener la intriga y porque tenía los brazos escayolados e inmovilizados hasta
los hombros. Era como un click de Playmóbil postrado en una cama de hospital.
Poco
a poco me fueron informando de la gravedad de mis heridas, del pronóstico que
me tenían reservado y de la posibilidad de que hubiera desarrollado alguna
fobia a consecuencia del intento de
asesinato del perro que, además, tenía la rabia. Por fortuna, conservaba todo
los miembros y confiaban en que continuara evolucionando hasta la total
recuperación física. De la mental se ocuparían después.
En
efecto, una vez recibí el alta en planta, me dieron cita para la unidad de
psiquiatría, a la que podría acudir sin necesidad de continuar ocupando una de
las escasas camas con las que contaba el hospital.
Me
recibieron tres doctores y cinco estudiantes, todos ellos con gafas y fonendos
colgados de sus respectivos cuellos. Me hicieron algunas preguntas y pasaron
directamente a la acción proyectando en una pantalla gigante fotos de perros,
de dientes de perros, de perros salvajes y creo que hasta de algún hombre lobo.
A continuación y sin haberme dado apenas tiempo a secarme las lágrimas ni a
cambiarme el pantalón sobre el que me había orinado, siguieron regalándome
imágenes, pero esta vez de playas, cataratas, ríos revueltos y tsunamis del
Pacífico. Después de aquello me dormí sobre la camilla de urgencias gracias al
efecto de las cuatro pastillas tranquilizantes que me administraron ante mi
insistencia de querer tirarme por la ventana.
Certificado
ante notario, ocupación del nuevo novio de mi madre que insistió en
acompañarnos a la consulta por si tornaban mis impulsos suicidas, me
diagnosticaron de hidrófobo nivel máximo y recomendaron a mi madre una mudanza
inmediata a tierras de interior si quería evitar una muerte prematura de un familiar
tan allegado como era su único hijo.
Mi
madre se ocupó de todo; me alquiló un apartamento en el centro de la ciudad más
céntrica del país, me buscó psiquiatra y me hizo la maleta en tiempo récord. De
modo que me fui de mi casa, me fui lejos del que fue mi mar, lejos de mi
confidente, de mi paño de lágrimas, del lugar al que siempre regresaba cuando
de repente y sin saber por qué, me volvía invisible y el resto del mundo dejaba
de verme. Aún tengo que dar gracias al cielo porque tuve suerte y sigo vivo
pero, fue tan grande el trauma de verme morir a dentelladas, que asocié para
siempre aquel dolor inmenso al olor del mar. Y ya no pude volver a él.
Logré un puesto en mi empresa
dispuesto a empezar de cero. Dejaría en el mar el control férreo al que me
sometía mi bienintencionada madre; los cumpleaños sin tartas ni velas para
evitar caries y diabetes; la indiferencia de los chicos que jugaban en la calle
cuando me acercaba con la intención de patear la pelota con el mismo ímpetu con
que ellos lo hacían; y el rechazo de todos y cada uno de mis compañeros de
clase. El agua se llevaría lejos todos los secretos que corría a contarle de
noche, cuando ella dormía y yo me escapaba a desahogar mi dolor en la arena,
imaginando que con cada ola se iba un poco de mi pena.
De modo que el día de la
entrevista decidí parecer seguro de mí mismo, una persona de mundo, un hombre
con chispa. Caminé por la calle animándome mentalmente con todas mis fuerzas,
como nunca antes lo había hecho… nadie. Atrás quedó mi mar y con él se fue el
otro Ernesto, el tímido, el burlado, el débil de cuerpo y mente. Aquel mordisco
me lo arrancó, lo tiró al agua y en ella murió ahogado. Adiós. Hasta siempre. Aún
tendría que agradecerle al monstruo rabioso que me hubiera dado la oportunidad
de renacer en un nuevo hombre, hidrofóbico, sí; solo, también, pero nuevo a
estrenar.
Y surtió efecto. Conseguí el
puesto de ayudante del secretario de dirección en una gran empresa de seguros.
Comencé poniendo cafés y pasando informes por la trituradora, pero tanto empeño
le ponía y tan solícito me mostraba, que con el tiempo logré convertirme en el
mismísimo secretario. Teresa me felicitó la primera y la última el día de mi
ascenso. Vino a mí sonriente, vestida de rojo y con el pelo recogido del lado
izquierdo. Ese día me fijé en su lunar y además, me enamoré de ella. En
realidad lo que hice fue ponerle nombre a mis noches de insomnio pensando en su
cara, en sus manos, en su boca, en que algún día me mirara y me dijera, tal
vez, “hola, ¿cómo estás, Ernesto?” Supe que la descomposición que sufría mi
cuerpo al verla no era otra cosa que amor. Amor y atracción física real y
palpable, sobre todo palpable cuando sin poder evitarlo, adornaba mentalmente
las fotos de las revistas eróticas con
su cara, a modo de psicópata de película basada en hechos reales, de esos que
recortan de las fotos de boda de la acosada la cara del marido y ponen la suya
propia, pero sin intención maligna de ningún tipo. Si acaso lo único que había
era una intención copulativa natural y
humana. Acepté que la amaba y la deseaba
y me dispuse a vivir sin la más mínima esperanza, sobre todo desde que anunció,
una tarde de enero especialmente fría, que se casaba con el Señor Antúnez.
Y así pasaron los años, viviendo
en aquel pequeño trastero que era mi gran despacho, suspirando por Teresa y
agradeciendo como agua imaginaria de mayo las sonrisas que me dedicaba, el
contacto con su mano en la máquina de café. Cada mañana me levantaba feliz
sabiendo que tenía todo el día por delante para admirarla sentada en su sillón,
desviando las llamadas a sus destinatarios correspondientes. Ella vivía, ajena
a mi amor, feliz con el suyo.
Pero un día Teresa comenzó a
marchitarse.
No sabría decir cuál fue el
momento en el que se empezó a apagar ni supe el motivo hasta hace
aproximadamente un año, cuando en la cena de Navidad de la empresa, el Señor
Antúnez apareció de la mano de una hermosa mujer, aunque para mi gusto
excesivamente joven en comparación con él. Teresa, por lo visto, había comido
algo en mal estado y decidió guardar reposo unos días. Unos días que a mí se me
hicieron semanas, meses, años.
A partir de entonces me propuse
conquistarla. Poco a poco, sin prisas, erosionando sutilmente su corazón para
hacerme con él sin que se diera cuenta. Teresa era la única mujer a la que
había amado y la única que me había sonreído. Ella era mi motivo diario para
vivir, la razón de que el antiguo Ernesto siguiera hundido en el fondo del mar.
Me dispuse a ser un gran galán,
un enamorado a la antigua usanza, de los que regalaban flores y escribían
poemas de amor a la luz de la luna. Compré perfume y corbatas nuevas. Di lustre
a mis zapatos cada noche antes de acostarme y empecé a cuidar especialmente mi
higiene dental. Compré hermosas plantas, cuadros alegres, una colcha nueva para
mi cama. Me apunté a cursos de cata de vinos, me aficioné a la ópera y al
teatro, volví a leer a los clásicos y también los periódicos para poder
mantener una digna conversación sobre distintos temas de actualidad. Y así, sin
darme cuenta, empecé a creer en mí, a sentirme fuerte, a pensar en que algún
día ella podría agarrar mi mano y no solo rozarla.
Día tras día me obligaba a hablar
con Teresa de cualquier tema mirándola a los ojos, riendo sus ocurrencias,
desoyendo al antiguo Ernesto que se ahogó en el mar. Y poco a poco empezó a mirarme de otra manera, volvió a
pintarse los labios y a regalar más sonrisas en la oficina. Tan feliz la veía y
tanta confianza había ganado en mí, que una mañana, cuando la encontré dudando
junto a la máquina de café, me armé de valor, la miré a los ojos y le pregunté
si querría tomar algo alguna vez. Conmigo. Los dos.
Teresa me miró con ternura y
asintió con la cabeza. Luego bajó la mirada y juraría que se fue sonriendo.
Yo declaré oficialmente muerto y enterrado
al antiguo Ernesto y fui a comprarme un traje nuevo a los grandes almacenes en
la hora de la comida. A mi vuelta me esperaba el Señor Antúnez para proponerme
mi marcha a la nueva oficina en una isla a dos mil kilómetros de Teresa. Ni por
todo el oro del mundo volvería a estar cerca de él. Lejos de ella. Ahora ni
siquiera me importaba quedarme sin trabajo porque por fin, después de cuarenta
y seis años de vida, era feliz. Teresa vendría conmigo a hablar, tomar un café,
quizá me ayudaría encontrar un nuevo trabajo, quizá querría que lo dejásemos
todo y viajásemos en una autocaravana por el centro de Europa. Estaba decidido;
había visto la luz al final del túnel. Ella era mi luz, la recompensa venida
del cielo para dar, por fin, sentido a mi vida. ¿Qué habría hecho sin ella?
¿Dónde hubiera acabado mis días de no ser por Teresa, su sonrisa, el roce de su
mano?
Mañana. Por fin. Mañana me
despojaré de los últimos miedos, de los pocos que quedan. Se están yendo de mí
con cada imagen de ella. Ay Teresa; te pienso y crezco. Cambio. Vivo.
Mañana te hablaré de amor y
entrelazaré mis manos con las tuyas. Mañana te diré que nací cuando te vi,
porque antes estaba muerto, hundido en el mar aun contemplándolo desde la
orilla.
Mañana, amor mío. Mañana, mi
amor.
He llegado a la oficina ansioso
por verla. He madrugado más que de costumbre; quería asegurarme de que mi
aspecto físico fuera impecable y me he afeitado, recortado cejas y pelillos de
la nariz, me he cepillado los dientes, pasado la seda dental entre ellos,
enjuagado la boca con un colutorio especialmente fuerte, he vuelto a repasarme
el afeitado, he puesto caras frente al espejo intentando encontrar la mueca más
favorecedora aunque, a decir verdad, no he llegado a encontrarla. Finalmente me
he vestido con el traje nuevo que adquirí ayer en los grandes almacenes. Antes
de salir de casa me he aliviado manualmente para asegurar que los impulsos
meramente eróticos no entorpecieran la fluidez de mis palabras, ya de por sí
escasa. Luego he pasado revista a mi imagen en el espejo y me he dicho,
mirándome a los ojos, las cuatro verdades del Universo: La amo. La amo. La amo.
La amo.
He llegado algo pronto a la
oficina. Apenas unos rayos de sol iluminan su mesa, pero ella no está. Tampoco
su ordenador, ni la blanca camelia que con tanto esmero cuidaba. No está su
sonrisa, ni sus dedos repasando las teclas del teléfono. No están las fotos ni
su bolígrafo preferido, aquel del pompón verde que a veces, distraída, se metía
en la boca y sacaba casi a la vez con una mueca de asco tan divertida, que
evitaba que la sonrisa se borrara de mi cara en todo el día. En su mesa no
queda ni rastro de ella.
Conforme han ido transcurriendo
los minutos, los asientos han sido ocupados y los ordenadores encendidos, pero
ella no está. Ni siquiera puedo preguntar por su ausencia, no me sale la voz.
A media mañana el Sr. Antúnez ha
venido a mi despacho, ha puesto un pañuelo sobre mi mesa y sobre él se ha
apoyado ligeramente para decirme, en un tono de falsa camaradería, que no me
preocupe; mantendrá mi puesto en tierra firme pues se ha informado acerca de mi
enfermedad y sería un ser carente de la más mínima humanidad si me hubiera
trasladado a la otra oficina, tan cerca de mi mayor enemigo. ¿Qué clase de
hombre sería él si lo consintiera? Los hombres, decía, tenemos que apoyarnos y
respetarnos siempre. Sobre todo respetarnos. Y dicho esto sonrió, se incorporó
y haciéndome un gesto hacia la mesa de Teresa, guiñó un ojo y se fue por donde
había venido. Será ella la que vivirá rodeada de mar, de mi mar, de aquel que aún
me retiene dentro.
Ahora mi consuelo es pensar que
cuando pasee descalza por la playa yo iré, con cada ola, a besarle los pies.
FIN
Precioso Bego. Cuentas la historia como algo realmente cercano, es hermoso. Te ries con algunos fragmentos, el sentido del humor está ahí, como siempre. Pero a la vez, el sentimiento profundo que está detrás. Me ha encantado. Besos :)
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