martes, 1 de marzo de 2016

Y QUE EL AGUA BESE TUS PIES.




—Pues verá, señor, resulta que padezco de hidrofobia. Soy completamente incapaz de vivir cerca del mar, de modo que no puedo aceptar el puesto que me ofrece, por muy acogedora que sea la isla y por muy céntrica que esté situada la nueva oficina. Lo siento, créame que lo siento. No podría trabajar; ni siquiera podría dormir pensando día y noche en la posibilidad de que un inmenso tsunami pudiera engullirme en medio segundo.
El Señor Antúnez, mi jefe desde hacía doce años, me miraba interrogante, contrariado, serio, pero yo adivinaba en su rostro la burla y la incomprensión, esas dos constantes en mi vida. No añadió ni una palabra más. Hizo un gesto de despedida con la cabeza y salió dando un portazo de mi pequeño despacho. Mi…pequeño…despacho… Cómo me gustaban esas palabras, así, tal y como estaban colocadas. Me costó diez años de peticiones formales a través de los formularios reglamentarios. Recurrí también a las súplicas directas aprovechando los buenos resultados de cada mes pero, como ni una ni otra fórmula resultaba, comencé a fumar con el objetivo de aprovechar el descanso que los fumadores hacían en la azotea del edificio, con el propósito de entablar conversaciones con mis jefes y aprovechar cada ocasión que se presentara para continuar con los ruegos oportunos. Hasta que finalmente las peticiones formales, las informales y las súplicas dieron su fruto. Como daño colateral del periplo peticionario me sobrevinieron dos neumonías y un herpes labial, menudencias si lo comparaba con la felicidad de poder contarle a mamá que tenía un despacho, el mío, el mejor de todos.
Mi dependencia era pequeña, sin ventilación, cargada de estanterías donde se almacenaba el material fungible de la oficina y hasta los productos de limpieza. Sin más mobiliario propio que una silla de tapicería roída y una mesa abollada casi en la totalidad de su superficie, pero situada de manera que, si dejaba la puerta abierta con la excusa de que entrara un poco de aire, podría pasar el día entero mirando su perfil, su mano izquierda, su lunar en la mejilla.
Poca gente sabía de mi enfermedad, prácticamente nadie; apenas mamá, mi psiquiatra y ahora el Señor Antúnez. No me avergonzaba de ello pero tampoco entendía por qué habría de predicarlo a los cuatro vientos como si aquello fuera un miembro prominente o si dominara cinco idiomas a la perfección. En cualquier caso, no había mucho que contar. Todo sucedió una mañana mientras corría por mi playa como solía hacer cada día, tal y como me había recomendado mamá. Ella siempre me aconsejaba bien, era su trabajo, decía. No le gustaba verme siempre encerrado en mi dormitorio. En realidad lo que no le gustaba era no verme en absoluto, de modo que entraba cada cinco minutos aproximadamente y siempre sin llamar, porque abusaba de la confianza que teníamos por nuestro parentesco familiar. Solía quejarse de mis escasos cambios de posición, mínimos evidentemente por el escaso margen de tiempo transcurrido entre queja y queja. Abría la puerta de golpe, con los ojos entornados como si tuviera sangre oriental, pero de la zona más oriental de Oriente, y miraba mis manos lo primero. Luego hacía un barrido visual general de la habitación, se quejaba de mi sedentarismo preocupante y volvía a cerrar de nuevo. Yo retornaba a mis lecturas eróticas y a mi onanismo interruptus, con mi reloj a la vista para, dentro de cuatro minutos y medio, esconder la revista, sacar la mano del pantalón y coger de nuevo el libro que no me estaba leyendo en esos momentos: “Es fácil superar la hidrofobia si sabes cómo”.  
Una tarde, al salir al baño para orinar y lavarme las manos, mamá me llamó a su lado para mostrarme su último pasatiempo televisivo. Fijé la vista en el televisor de mamá y descubrí un universo paralelo: era mi playa, mi mar, mi sol, pero aderezado en su totalidad con mujeres de pechos descomunales que se balanceaban al son de la música y hombres cuyos cuerpos torneados harían levantar de su tumba, donde quiera que esté, al mismísimo García Lorca. Me excusé ante mamá fingiendo un repentino dolor de barriga y huí literalmente al baño. Aquello era un despropósito de cuerpos, de testosterona y feromonas, de gemelos apretados y labios hinchados. Alivié el sofoco que provocó una nueva erección en mí y salí de nuevo algo más relajado a investigar el motivo por el cual mi madre había querido mostrarme aquella bacanal de senos y posaderas.
—Tienes que salir a hacer deporte, Ernesto. No es sano que vivas encerrado entre cuatro paredes haciendo Dios sabe qué cosas. Mañana mismo vamos a la zapatería y te compro una zapatillas deportivas ¿entendido?
            Entendido. A la mañana siguiente a las nueve de la mañana y dos minutos, salíamos de la zapatería con mis zapatillas nuevas ya puestas. A las nueve y quince minutos mi madre me saludaba desde el balcón de casa mientras estrenaba mi nuevo pasatiempo. Era todo un deportista, aunque de las señoras voluptuosas no había ni rastro. Si bien, he de reconocer que el mar de día es, también, una maravilla. De noche ya lo conocía; solía sentarme frente a él para desahogar en sus aguas mis penas y de paso, aumentar la cantidad de agua con la infinidad de lágrimas que habré vertido en la arena. Yo era de mar y luna pero la visión de esos senos iluminados por los rayos de sol y enjuagados en aguas saladas, me abrieron los ojos de par en par.
            De modo que adopté el hábito tan saludable de correr cada día varios kilómetros por la playa, hasta que una mañana, justo cuando mi madre me saludaba desde el balcón, haciendo aspavientos extraños como si estuviese ayudando a un avión a aterrizar en plano paseo marítimo, noté de repente una descarga eléctrica en mi pierna derecha y en el testículo del mismo lado. Cuando bajé la cabeza, descubrí a aquella mala bestia queriéndome arrancar a bocados toda la parte de mi anatomía que tenía metida en la boca.
            Desperté en el hospital, en una habitación blanca, solo. Tras el cristal me miraban unas catorce personas apuntando a toda velocidad en sus carpetas lo que fuera que les estuviera contando una señora bastante atractiva con un fonendoscopio colgado del cuello.
            De cintura para abajo no notaba absolutamente nada pero no quise tocar para mantener la intriga y porque tenía los brazos escayolados e inmovilizados hasta los hombros. Era como un click de Playmóbil postrado en una cama de hospital.
            Poco a poco me fueron informando de la gravedad de mis heridas, del pronóstico que me tenían reservado y de la posibilidad de que hubiera desarrollado alguna fobia a consecuencia del  intento de asesinato del perro que, además, tenía la rabia. Por fortuna, conservaba todo los miembros y confiaban en que continuara evolucionando hasta la total recuperación física. De la mental se ocuparían después.
            En efecto, una vez recibí el alta en planta, me dieron cita para la unidad de psiquiatría, a la que podría acudir sin necesidad de continuar ocupando una de las escasas camas con las que contaba el hospital.
            Me recibieron tres doctores y cinco estudiantes, todos ellos con gafas y fonendos colgados de sus respectivos cuellos. Me hicieron algunas preguntas y pasaron directamente a la acción proyectando en una pantalla gigante fotos de perros, de dientes de perros, de perros salvajes y creo que hasta de algún hombre lobo. A continuación y sin haberme dado apenas tiempo a secarme las lágrimas ni a cambiarme el pantalón sobre el que me había orinado, siguieron regalándome imágenes, pero esta vez de playas, cataratas, ríos revueltos y tsunamis del Pacífico. Después de aquello me dormí sobre la camilla de urgencias gracias al efecto de las cuatro pastillas tranquilizantes que me administraron ante mi insistencia de querer tirarme por la ventana.
            Certificado ante notario, ocupación del nuevo novio de mi madre que insistió en acompañarnos a la consulta por si tornaban mis impulsos suicidas, me diagnosticaron de hidrófobo nivel máximo y recomendaron a mi madre una mudanza inmediata a tierras de interior si quería evitar una muerte prematura de un familiar tan allegado como era su único hijo.
            Mi madre se ocupó de todo; me alquiló un apartamento en el centro de la ciudad más céntrica del país, me buscó psiquiatra y me hizo la maleta en tiempo récord. De modo que me fui de mi casa, me fui lejos del que fue mi mar, lejos de mi confidente, de mi paño de lágrimas, del lugar al que siempre regresaba cuando de repente y sin saber por qué, me volvía invisible y el resto del mundo dejaba de verme. Aún tengo que dar gracias al cielo porque tuve suerte y sigo vivo pero, fue tan grande el trauma de verme morir a dentelladas, que asocié para siempre aquel dolor inmenso al olor del mar. Y ya no pude volver a él.
Logré un puesto en mi empresa dispuesto a empezar de cero. Dejaría en el mar el control férreo al que me sometía mi bienintencionada madre; los cumpleaños sin tartas ni velas para evitar caries y diabetes; la indiferencia de los chicos que jugaban en la calle cuando me acercaba con la intención de patear la pelota con el mismo ímpetu con que ellos lo hacían; y el rechazo de todos y cada uno de mis compañeros de clase. El agua se llevaría lejos todos los secretos que corría a contarle de noche, cuando ella dormía y yo me escapaba a desahogar mi dolor en la arena, imaginando que con cada ola se iba un poco de mi pena.
De modo que el día de la entrevista decidí parecer seguro de mí mismo, una persona de mundo, un hombre con chispa. Caminé por la calle animándome mentalmente con todas mis fuerzas, como nunca antes lo había hecho… nadie. Atrás quedó mi mar y con él se fue el otro Ernesto, el tímido, el burlado, el débil de cuerpo y mente. Aquel mordisco me lo arrancó, lo tiró al agua y en ella murió ahogado. Adiós. Hasta siempre. Aún tendría que agradecerle al monstruo rabioso que me hubiera dado la oportunidad de renacer en un nuevo hombre, hidrofóbico, sí; solo, también, pero nuevo a estrenar.
Y surtió efecto. Conseguí el puesto de ayudante del secretario de dirección en una gran empresa de seguros. Comencé poniendo cafés y pasando informes por la trituradora, pero tanto empeño le ponía y tan solícito me mostraba, que con el tiempo logré convertirme en el mismísimo secretario. Teresa me felicitó la primera y la última el día de mi ascenso. Vino a mí sonriente, vestida de rojo y con el pelo recogido del lado izquierdo. Ese día me fijé en su lunar y además, me enamoré de ella. En realidad lo que hice fue ponerle nombre a mis noches de insomnio pensando en su cara, en sus manos, en su boca, en que algún día me mirara y me dijera, tal vez, “hola, ¿cómo estás, Ernesto?” Supe que la descomposición que sufría mi cuerpo al verla no era otra cosa que amor. Amor y atracción física real y palpable, sobre todo palpable cuando sin poder evitarlo, adornaba mentalmente las fotos de las revistas eróticas  con su cara, a modo de psicópata de película basada en hechos reales, de esos que recortan de las fotos de boda de la acosada la cara del marido y ponen la suya propia, pero sin intención maligna de ningún tipo. Si acaso lo único que había era una intención copulativa natural  y humana.  Acepté que la amaba y la deseaba y me dispuse a vivir sin la más mínima esperanza, sobre todo desde que anunció, una tarde de enero especialmente fría, que se casaba con el Señor Antúnez.
Y así pasaron los años, viviendo en aquel pequeño trastero que era mi gran despacho, suspirando por Teresa y agradeciendo como agua imaginaria de mayo las sonrisas que me dedicaba, el contacto con su mano en la máquina de café. Cada mañana me levantaba feliz sabiendo que tenía todo el día por delante para admirarla sentada en su sillón, desviando las llamadas a sus destinatarios correspondientes. Ella vivía, ajena a mi amor, feliz con el suyo.
Pero un día Teresa comenzó a marchitarse.
No sabría decir cuál fue el momento en el que se empezó a apagar ni supe el motivo hasta hace aproximadamente un año, cuando en la cena de Navidad de la empresa, el Señor Antúnez apareció de la mano de una hermosa mujer, aunque para mi gusto excesivamente joven en comparación con él. Teresa, por lo visto, había comido algo en mal estado y decidió guardar reposo unos días. Unos días que a mí se me hicieron semanas, meses, años.
A partir de entonces me propuse conquistarla. Poco a poco, sin prisas, erosionando sutilmente su corazón para hacerme con él sin que se diera cuenta. Teresa era la única mujer a la que había amado y la única que me había sonreído. Ella era mi motivo diario para vivir, la razón de que el antiguo Ernesto siguiera hundido en el fondo del mar.
Me dispuse a ser un gran galán, un enamorado a la antigua usanza, de los que regalaban flores y escribían poemas de amor a la luz de la luna. Compré perfume y corbatas nuevas. Di lustre a mis zapatos cada noche antes de acostarme y empecé a cuidar especialmente mi higiene dental. Compré hermosas plantas, cuadros alegres, una colcha nueva para mi cama. Me apunté a cursos de cata de vinos, me aficioné a la ópera y al teatro, volví a leer a los clásicos y también los periódicos para poder mantener una digna conversación sobre distintos temas de actualidad. Y así, sin darme cuenta, empecé a creer en mí, a sentirme fuerte, a pensar en que algún día ella podría agarrar mi mano y no solo rozarla.
Día tras día me obligaba a hablar con Teresa de cualquier tema mirándola a los ojos, riendo sus ocurrencias, desoyendo al antiguo Ernesto que se ahogó en el mar. Y poco a poco  empezó a mirarme de otra manera, volvió a pintarse los labios y a regalar más sonrisas en la oficina. Tan feliz la veía y tanta confianza había ganado en mí, que una mañana, cuando la encontré dudando junto a la máquina de café, me armé de valor, la miré a los ojos y le pregunté si querría tomar algo alguna vez. Conmigo. Los dos.
Teresa me miró con ternura y asintió con la cabeza. Luego bajó la mirada y juraría que se fue sonriendo.
Yo declaré oficialmente muerto y enterrado al antiguo Ernesto y fui a comprarme un traje nuevo a los grandes almacenes en la hora de la comida. A mi vuelta me esperaba el Señor Antúnez para proponerme mi marcha a la nueva oficina en una isla a dos mil kilómetros de Teresa. Ni por todo el oro del mundo volvería a estar cerca de él. Lejos de ella. Ahora ni siquiera me importaba quedarme sin trabajo porque por fin, después de cuarenta y seis años de vida, era feliz. Teresa vendría conmigo a hablar, tomar un café, quizá me ayudaría encontrar un nuevo trabajo, quizá querría que lo dejásemos todo y viajásemos en una autocaravana por el centro de Europa. Estaba decidido; había visto la luz al final del túnel. Ella era mi luz, la recompensa venida del cielo para dar, por fin, sentido a mi vida. ¿Qué habría hecho sin ella? ¿Dónde hubiera acabado mis días de no ser por Teresa, su sonrisa, el roce de su mano?
Mañana. Por fin. Mañana me despojaré de los últimos miedos, de los pocos que quedan. Se están yendo de mí con cada imagen de ella. Ay Teresa; te pienso y crezco. Cambio. Vivo.
Mañana te hablaré de amor y entrelazaré mis manos con las tuyas. Mañana te diré que nací cuando te vi, porque antes estaba muerto, hundido en el mar aun contemplándolo desde la orilla.
Mañana, amor mío. Mañana, mi amor.
He llegado a la oficina ansioso por verla. He madrugado más que de costumbre; quería asegurarme de que mi aspecto físico fuera impecable y me he afeitado, recortado cejas y pelillos de la nariz, me he cepillado los dientes, pasado la seda dental entre ellos, enjuagado la boca con un colutorio especialmente fuerte, he vuelto a repasarme el afeitado, he puesto caras frente al espejo intentando encontrar la mueca más favorecedora aunque, a decir verdad, no he llegado a encontrarla. Finalmente me he vestido con el traje nuevo que adquirí ayer en los grandes almacenes. Antes de salir de casa me he aliviado manualmente para asegurar que los impulsos meramente eróticos no entorpecieran la fluidez de mis palabras, ya de por sí escasa. Luego he pasado revista a mi imagen en el espejo y me he dicho, mirándome a los ojos, las cuatro verdades del Universo: La amo. La amo. La amo. La amo.
He llegado algo pronto a la oficina. Apenas unos rayos de sol iluminan su mesa, pero ella no está. Tampoco su ordenador, ni la blanca camelia que con tanto esmero cuidaba. No está su sonrisa, ni sus dedos repasando las teclas del teléfono. No están las fotos ni su bolígrafo preferido, aquel del pompón verde que a veces, distraída, se metía en la boca y sacaba casi a la vez con una mueca de asco tan divertida, que evitaba que la sonrisa se borrara de mi cara en todo el día. En su mesa no queda ni rastro de ella.
Conforme han ido transcurriendo los minutos, los asientos han sido ocupados y los ordenadores encendidos, pero ella no está. Ni siquiera puedo preguntar por su ausencia, no me sale la voz.
A media mañana el Sr. Antúnez ha venido a mi despacho, ha puesto un pañuelo sobre mi mesa y sobre él se ha apoyado ligeramente para decirme, en un tono de falsa camaradería, que no me preocupe; mantendrá mi puesto en tierra firme pues se ha informado acerca de mi enfermedad y sería un ser carente de la más mínima humanidad si me hubiera trasladado a la otra oficina, tan cerca de mi mayor enemigo. ¿Qué clase de hombre sería él si lo consintiera? Los hombres, decía, tenemos que apoyarnos y respetarnos siempre. Sobre todo respetarnos. Y dicho esto sonrió, se incorporó y haciéndome un gesto hacia la mesa de Teresa, guiñó un ojo y se fue por donde había venido. Será ella la que vivirá rodeada de mar, de mi mar, de aquel que aún me retiene dentro.
Ahora mi consuelo es pensar que cuando pasee descalza por la playa yo iré, con cada ola, a besarle los pies.
FIN

2 comentarios:

  1. Precioso Bego. Cuentas la historia como algo realmente cercano, es hermoso. Te ries con algunos fragmentos, el sentido del humor está ahí, como siempre. Pero a la vez, el sentimiento profundo que está detrás. Me ha encantado. Besos :)

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