Para todo hay una primera vez en la vida, incluso a veces ella misma nos sorprende
guiando nuestros pasos por caminos a los que a priori nunca imaginamos que
podríamos llegar; y no solo llegar, sino caminar, incluso, qué demonios, correr,
escalar, hacer el pino puente ¡bailar desnudos bajo la luz de la luna roja en
agosto! La vida tiene sorpresas escondidas tras las esquinas para recordarte cuánto
merece la pena vivirla y la capacidad de lograr que abras puertas a las que
nunca creerías que te pudieras enfrentar. Vencer tus miedos, coger el toro por
los huev…
Me he hecho un piercing.
En un estudio de tatuajes.
Me quité las perlas antes de entrar en un acto de súbita tontería, la
verdad; allí mismo, una chica se había colocado dos, con sendas incrustaciones
de zafiros además, para simular los ojos de las hormigas Trancas y Barrancas
que se acababa de tatuar.
—Es como nos
llamamos mi Cari y yo en la intimidad— me dijo tras alabarle el buen gusto a
ella y la firmeza de su pulso al tatuador—. Los dos tenemos los ojos muy
grandes, una moto, un pijama lila y somos mirmecólogos, ji, ji, ji.
—Vaya… —apreté
los labios en una muesca de dolor— ¿y eso tiene cura?
— Ji, ji, ji, me
recuerda usted a mi madre. No es una enfermedad, señora. La mirmecología es una
rama de la Zoología que trata del estudio las hormigas.
— ¿Y las estudiáis
una a una? — dije sin acritud ninguna aún habiéndole recordado a su madre; aún
habiéndome llamado señora; aún teniendo ese tono de piel que solo se consigue
tras una semana en Sancti Petri sin niños al cargo… lo dije sin acritud después
de asumir por fin que había llegado a esa edad en la que podría tener una hija
de veinte años sin necesidad de haber sido madre adolescente. Esto debe de ser
aquello que hablan de alcanzar el Nirvana. O madurar, no lo sé.
La jovial Barrancas (¿por qué doy por hecho que Trancas era el novio?)
salió del estudio sin una muestra de dolor en su cara. Feliz con sus
hormiguitas subiéndoles por el tobillo de mirmecóloga enamorada.
Llegó el momento.
— Hola buenos
días. Vengo a ponerme un piercing porque, verá usted, sufro de migrañas desde
que tengo uso de razón y me han comentado que…
— Un momento que
aviso al perforador— y se dio la vuelta dejándome con la palabra en la boca y
el miedo en el cuerpo. ¿Un perforador? ¿Eso no es maquinaria pesada? ¿Podría
pedir la epidural? ¿Realmente me duele tanto la cabeza como para que venga este
señor con nombre de película de cine de adultos poco imaginativa a mutilarme
viva?
Pero entonces apareció él, un querubín de enormes ojos azules y unas
rastas que daban ganas de sacar el peine del bolso y dejarle el pelo como si
acabara de hacerse un alisado japonés (soy madre, a las madres nos gusta
desenredar, nos vuelven locas las melenas lisas sin enredos, desenredar,
desenredar, desenredar). Apareció, me lo explicó todo como para rubias y en un
momentín en el que vi mi vida entera pasar, me colocó el piercing curativo.
Dolió, pero no tanto como lo que escuché al llegar a mi propia casa.
—Mamá, qué
fuerte, te pareces a (NOMBRE NO RETENIDO)— ante mi cara de extrañeza, Heredera
mayor aclara: — ¡la cantante! ¡la que lo peta ahora, mami!
Corrí a mirar un calendario y con los dedos temblorosos, conté los años
transcurridos desde mi primer parto hasta el día de hoy. No salían las cuentas.
¿Estaban adelantando la edad del pavo como si se tratara del cambio de hora en
otoño? ¿Es por todo el colacao que
han tomado? ¿Será por lo que dice la tía Eusebia que le echan a las comidas y por
lo que los tomates no saben a tomates sino a corvina marinada?
Mientras barajaba la posibilidad de meterla en un internado, la Heredera
mediana tomó la voz cantante y me ilustró en mi propio móvil, desbloqueándolo en
mi propia cara y con mi propio número ultrasecreto, el video de la cantante migrañosa.
—Venga mami,
baila como ella y te hacemos un musicali.
Dije que de musicalis nada porque
no sabía si me estaban hablando de una audición para “Madre no hay más que una,
el musical” o de un video viral que me convertiría en youtuber instantáneamente,
pero ¿quién puede negarse a un bailecito con sus herederas para mostrarles quien
era la reina del movimiento de cadera antes de que la cantante migrañosa
naciera? Yo no, desde luego.
Y en medio del salón, con las manos en la cintura, esperé a puerta gayola
los primeros acordes del temazo que lo peta. Comenzaron a sonar las primeras
notas, bah, nada para alguien que ha bailado al ritmo de Chimo Bayo estando
sobria. Mami molona se contonea como en una peli de Tarantino segura de haber
dejado boquiabiertos a todos los miembros de su familia. La cantante migrañosa se
pasea en chándal por una calle de imitación del Bronx pero en España, a juzgar
por los grafitis en castellano de un tal Toño. Apenas una minicoreografía consistente
en cruzar los brazos a la altura de las caderas colocando los dedos como si
estuviera sumando con ellos pero intentando que nadie se dé cuenta y en poner
cara de mala muy mala. Aprecio también una leve cojera o un dejarse caer
cansada de sumar llevándose cuando, sin previo aviso, el ritmo la posee y entra
en trance, en shock postraumático y en una crisis de epilepsia aguda.
— ¿Pero niñas,
queréis que le dé un lumbago a vuestra madre o qué se os pasa por esas mentes
de bebés milenials?
Ellas se ríen a lo Peppa Pig que incluye tirarse al suelo para enfatizar
lo gracioso que es todo y yo me quedo hipnotizada mirando los movimientos de la
cantante migrañosa. Qué manera de mover cuerpo y melena y qué dolor de
cervicales me entra solo con mirarla.
Y
entonces vuelvo a pensar en que para todo hay una primera vez en la vida y en
que a veces, ella misma nos sorprende guiando nuestros pasos por caminos a los
que a priori nunca imaginamos que podríamos llegar; y no solo llegar, sino
caminar, incluso, qué demonios, ¡bailando Hip Hop!
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