A veces, la vida se entretiene colocando obstáculos delante de ti cuando
por fin, tras muchos esfuerzos, logras fijarte un objetivo claro y firme.
Esta vez sí, te dices convencida, empoderada perdida, con la moral rebosándote
por los ojos; pero llega ella, la vida en persona, y te dice: Ah, pues no,
ahora no es el momento adecuado. Desempodérate ahora mismo y vuelve a tu estado
natural de ameba unicelular eucariota.
Tú luchas, te resistes a abandonar al primer golpe, tú no eres de esas
que tiran la toalla en el primer hueco que ven libre en la playa, no. Tú buscas
cual sabuesa el mejor puesto equidistante entre el chiringuito y las olas,
lejos de la pandilla de vientresplanos y cerca del centro logístico del señor
voceador de cervecitas y camarones. Y allí, triunfante, clavas al fin el pincho
de tu sombrilla mientras sujetas a una heredera con un brazo, agarras a las
otras dos por los bañadores antes de que se metan en el agua sin crema solar,
sin gorro, sin manguitos y sin socorrista personal contratado para la ocasión, y
tratas de mantener cierto equilibrio, más que nada emocional.
Pero aunque tú no eres de esas,
hay veces que no puede ser. Y punto. Y tienes que aceptarlo.
Tal y como lo he aceptado yo.
Resignada. Aliviada en ocasiones. Con tilas y valerianas, por qué no decirlo. Mi
objetivo estival se ha visto frustrado, vapuleado, ninguneado, aplazado,
ignorado y hasta olvidado. Este verano,
mis planes de dejar la casa lista para que vinieran a tomar el té Meghan y
Harry se han visto truncados por una larga lista de quehaceres inoportunos que
podríamos resumir en dos: ir a la piscina a desfogar herederas y el escay de mi
sofá que, a partir de las cuatro de la tarde, se empeñaba tozudo en no dejarme
abandonar posición fetal alguna.
Pero llegó septiembre. Ah,
septiembre. El mes en el que comienza todo. La vida vuelve a fluir, el escay
del sofá te libera, el armario empieza a pedir cita para el cambio y cada
mochuelo vuelve a su olivo. Si fuera por mí, las uvas las tomaríamos el treinta
y uno de agosto. Y el champán. Tres botellas, venga. ¡Feliz curso nuevo! Pura
felicidad.
El caso es que, además, este año
la he conocido a ella. Flechazo total. Marie se llama. Es japonesa. Y le
encanta tirar cosas.
Yo, la verdad, tengo un lado
bastante Diógenes que me incita a guardar objetos que vienen muy bien para
llenar cajas a la hora de una mudanza como pueden ser los apuntes del instituto
o todos los bolsos que he ido luciendo desde los quince años aproximadamente. Pero
también tengo un lado destructor que compensa con el Diógenes y así puedo pasar
por una persona normal si vienes a mi casa. Y si no abres los cajones. Ni los
armarios. Ni el canapé de la cama.
Así que ha sido llegar
septiembre, conocer a Marie y decirle a Querido y a las herederas:
—Querido, Heredera 1, Heredera 2,
Heredera 3: que comiencen los juegos del hambre.
Querido ha empezado a sudar porque lo ha relacionado con recortes en el
suministro gastronómico así que al decirle que no se trataba de la comida, ha
comenzado a llorar porque lo ha relacionado con recortes en el suministro cervecero.
Las herederas han sufrido ataques de hipo por la impresión de ver a su padre
prometiendo, empapado entre las lágrimas y el sudor, que acudiría cada día al
gimnasio si era necesario, pero que la Paulaner era sagrada. Finalmente
se han tirado todos en el sofá a descansar cuando les he mirado fija y
seriamente mientras les recitaba aquello de:
—Buscáis limpieza, pero la limpieza cuesta, pues aquí es donde van a
empezar a pagar: con sudor. —Y he dado un golpe en el suelo con el paraguas de
Peppa Pig con el que la Heredera 3 estaba jugando a Mary Poppins hace tres días
y que aún seguía rondando por el salón. Derrotaditos solo de pensarlo.
—A ver familia, una vez superado
el susto inicial y habiendo llenado la nevera de víveres como para tres
bautizos, vamos al lío. Marie Kondo dice…
— ¿Esa quién es mamá? ¿Es una
amiga tuya?
—Es una escritora que ayuda a las
familias desastrosas como nosotros a vivir en un hogar ordenado de una vez por
todas y a que logren ser felices con pocas cosas— dije con mi mejor sonrisa
maternal.
—¿Con pocos juguetes?
—Sí.
—¿Cuánto es pocos juguetes?
—Los suficientes, cariño. Podemos
dejar aquellos con los que jugáis y regalar aquellos que no tocáis ni aunque os
estéis muriendo de aburrimiento total y absoluto y revoloteéis a nuestro
alrededor como mosquitas veraniegas— contesté con mi sonrisa maternal visiblemente
afectada.
—La idea es sencilla: vaciamos
todo en el centro de la habitación y después, cosa por cosa, decidimos si la
necesitamos o no. Si sí, se queda y si no, la abrazamos, le damos las gracias
por los servicios prestados y lo desechamos. Manos a la obra.
Bueno, la primera parte del plan
fue una fiesta brutal. Gritos, risas, piezas de construcción por el suelo,
cabezas de pinypones por las esquinas, el gato sin saber a qué juguete rodante
perseguir y las herederas dejando salir del armario el lado destructor que
llevan dentro.
—Muy bien, chicas. Ahora vamos a ver
quien es… el rival más débil— Esto lo dije enfatizándolo mucho y con cara de
malas pulgas. Esa soy yo, la mujer desactualizada.
Ni que decir tiene que todo era necesario, nada podía irse de casa y cada
uno de aquellos nenucos con las caras y los ojos tatuados con bolígrafos
imborrables era su juguete favorito, así que para dar ejemplo, decidí que
empezaríamos por organizar mi armario de los bolsos. Y allí los puse todos ordenaditos encima de
la cama, hasta la riñonera que me llevé al viaje de fin de curso en el colegio.
Cada uno con su historia, sus céntimos perdidos, algún ibuprofeno caducado, aquella
barra de labios que perdí algún día… Ah, si pudieran hablar.
—Venga, dales un abrazo mami. Y
tíralos. Venga, tíralos. Venga, mami, abrazo y gracias y tíralos.
Cogí la riñonera. ¿Pero y si se
vuelven a llevar? ¿Y si alguna vez me mudo a Oklahoma o lugar por el estilo y necesito
una para mimetizarme con los habitantes autóctonos de allí?
—Se queda— Y entonces la abracé
con fuerza y un poco asqueada por el olor a rata muerta que desprendía. Pero
era mi rata muerta y no pensaba deshacerme de ella tan fácilmente.
Con mi riñonera bien sujeta a la
cintura, nos dirigimos con paso firme hacia los dominios de Querido, quien nos
miraba con cierta condescendencia con su botella de Paulaner en la mano. El muy
incrédulo pensaba que no habría material vintage del que deshacernos entre sus
pertenencias. Pero como por arte de magia, empezaron a surgir del fondo del
armario decenas, cientos, miles de camisetas agujereadas, roídas y horribles,
directamente horribles, que imploraban una muerte digna como trapos para el
polvo cuanto menos.
—¡Esta no, esta es la que me
llevé el día de la octava! ¡Y esta cuando defendí el proyecto! ¡Y esta cuando
murió Chanquete!
Querido revivía
su pasado más o menos próximo a través de aquellas prendas y se aferraba a
ellas con la misma fuerza con la que asía su botellín a medio terminar.
—Tira tus apuntes primero.
—¡Nunca! Deshazte tú de tu
colección de chapas del mundo.
—¡Jamás! ¿Hasta cuándo piensas
guardar el calientabiberones de las niñas?
—¡Hasta que tengas nietos a los
que calentar biberones! ¿Y los cuatro mil números de los Muy Interesante? ¡Si
ya todo lo miras por internet!
—¿Pero cómo voy a tirarlos? ¡Son
documentos históricos! Es oro, cari, oro.
Y mientras, las herederas se habían disfrazado con aquellas camisetas
viejas, llenado los bolsos con los nenucos tatuados y montado una tienda con los
cientos de objetos inservibles que habían salido de su escondite aquella mañana
de septiembre.
Está claro que a veces la vida se entretiene colocándote obstáculos
delante de ti cuando te fijas objetivos, aunque igual esto sucede porque esos
objetivos marcados no tienen mucho que ver con lo que en realidad eres… o
quieres.
¡Feliz curso
nuevo!
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