Si me conocieras
en persona (sí, así soy yo; un ser de carne y hueso que aunque pudiera parecer a
priori inalcanzable, sigue manteniendo los pies en la
tierra a pesar del éxito, porque eso es lo que hacemos los artistas de verdad
como Bustamante o yo), sabrías que soy la mujer menos romántica sobre la faz de
la tierra en la que tengo los pies.
Y tú dirás, pero
¿cómo es posible, si eres la redactora estrella de un consultorio sentimental al
que acuden miles de almas desconsoladas en busca de tu consuelo? Cómo, si eres
el faro que guía a la barca perdida en el Mar del Amor cuando su estrella se ha
apagado, dejándolo a la deriva, perdida, sin rumbo y en el lodo… Si eres la
diosa Venus del sur, velando siempre por los intereses del verdadero amor desde
tu concha de vieira gigante… Si eres la Wonder Woman del Universo Love luchando
día a día para que los encuentros venzan a los desencuentros… Si eres la Norma
Duval del Partido del Corazón de Purpurina.
Si eres Cupido
reencarnado en mujer.
Si eres la Bego
de su rincón.
La respuesta es
muy sencilla: finjo. Soy una impostora del romanticismo. La Milli Vanilli de
las relaciones. Una mercenaria de Interflora; asalariada de joyeros del barrio;
vendida al Moët & Chandom Rosé.
Para compensar
la falta de romanticismo, me defino como una persona bastante dramática, muy
dada a la exageración, al uso de la paráfrasis y las descripciones innecesarias
que no hacen otra cosa que ornamentar mi discurso para darle cierta
profundidad. Dicho de otro modo, soy un poquito intensa. En todo. Podría haberme
ceñido a dar la información objetiva de mi carencia de sentido romántico y
haber terminado ahí, pero a mi lado intenso le parecía que había que otorgar
una vuelta de tuerca innecesaria a lo Risto Mejide y seguro que a esta hora tengo a la
mitad de mi club de fans sin hacer sus deberes, intrigados perdidos, buscando
por la red quien fue el tal Milli Vanilli que me representa.
Pero a pesar de
no ser nada romántica, me considero una persona muy preocupada por mantener mi
relación amorosa en su más alta cota de felicidad y bienestar mutuo. Dicho en
otras palabras, y cito textualmente palabras de Querido, soy… “la cansina de la
chispa”.
Y es que es tan
importante mantener viva la chispa de la relación. La llama encendida. El ascua
en la sardina.
De manera que
cuando me percato de que la cosa decae porque no nos lanzamos miradas cómplices
y picaronas en la puerta del cole o en la cola del Mercadona, le digo a
Querido:
—Cari, la
chispa.
Él ya sabe que
esas tres palabras junto con el codazo en el hígado que lo acompaña, viene a
ser como la batseñal brillando en el estrellado cielo de Gotham: Robin, vete sacando
el batmóvil a pasear que hay una emergencia.
Y ahora, claro,
vienen los problemas. Porque cuando tu pareja se empeña en vivir con una
mariposa eterna en el estómago pero no permite alimentarla con flores ni poemas
de amor, ¿de dónde sacas la gasolina para el batmóvil?
Querido siempre ha
sido un hombre de recursos, de modo que al principio se las ingeniaba tirando
de conversaciones eternas sobre nosotros y vinos de reserva, acompañándolas
siempre con su exquisito sentido del humor. Pero llega un momento en el que el
misterio se esfuma porque prácticamente conozco hasta el orden en el que su
madre le introdujo los alimentos cuando comenzó con la alimentación complementaria.
Nos conocemos tanto que puedo adelantarme mentalmente al chiste que hará cuando
viajemos en el coche y una de las herederas libere gases vía rectal y todos se
rían proclamando a voces su inocencia en tan flagrante delito…
Los recursos han
ido agotándose, algo completamente natural después de la llegada de las tres
herederas y de Netflix, circunstancias ambas que dificultan una visión clara de
la hoguera en la que habita la chispa de nuestra relación. Distraídos como
estamos, es más complicado percatarnos de su estado: si mantiene las constantes
mediante respiración asistida… o, lo que es aún peor, si ha subido al cielo de
las chispas también llamado divorcio inminente (Imminent Divorce Heaven).
Hasta que una
noche pasó lo que tenía que pasar:
—Cari, la
chispa— le dije mientras hundía mi codo entre sus costillas al percatarme de
que llevaba diez días con el mismo pijama.
Querido entonces
entornó los ojos a lo oriental, frunció el ceño a lo Ana Pastor y empezó a
sudar a lo Camacho. Sabía que cada vez el reto era mayor y que ambos lo
teníamos cada vez más difícil para sorprendernos. Yo ya nos veía en el despacho
de mi abogada diciéndole, con lágrimas en los ojos, que se nos había roto el
amor de tanto usarlo, que no había terceras personas y que excepto el jarrón
con las cenizas de la tía abuela Margarita y su casa de la playa, no quería
nada más. La tensión era cada vez mayor, ambos nos mirábamos esperando que el
otro encontrara la inyección de adrenalina que necesitaba ser clavada, como una
estaca vital, en el corazón de nuestra moribunda chispita.
—¡Ya lo tengo!
—grité saltando del sofá —¡Disfraces! —pero me arrepentí al instante al
imaginarme como una Catwoman de Burgos.
—¿Puedo
componerte un poema? — chilló Querido desesperado.
—¿Bromeas? ¡Podría
ser el golpe letal a nuestra chispa! Vamos, vamos, vamos. Tiene que haber algo,
tiene que haberlo…
Ambos nos
sentábamos y levantábamos del sofá con nuevas ideas a cada cual más peregrina.
Eran tales los nervios, que parecíamos concursantes de Masterchef con el plato
sin montar y con Jordi Cruz en la nuca gritando que en un minuto tendrían que
salir doscientas raciones para un grupo de ultras muy hambriento.
Y entonces se le
ocurrió. Querido, mi Mcguiver del amor, me tomó de las manos y me dijo:
—Cari, haz una
lista.
—¿Perdona?
¿Ahora? ¿De la compra?
—Una lista con ideas
para mí. Una lista donde me digas muy claro que cenar en DiverXo una vez cada
diez años o pedir pizza todos los primeros domingos de cada mes, alimenta a la
mariposa que vive en ti. Ilumíname. Muéstrame la delgada línea roja que separa
el cursi romanticismo de un buen festín de adrenalina para nuestra chispa
matrimonial.
Aquella noche no
pudimos dormir. Como poseídos por la mariposa gigante del amor, escribimos
folios y folios con nuevas ideas con las que sorprendernos el uno al otro cada
vez que los años, las herederas o los aparatos tecnológicos, quisieran hacernos
creer que el amor no todo lo puede.
Y aquello fue lo
más romántico que pudo pasarme jamás.
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