martes, 16 de julio de 2019

Julieta y el fin del mundo.




No sé, Julieta, tampoco es para tanto, ¿no? Tú siempre has vivido al límite en cierto sentido, al día, quiero decir. Ni siquiera tienes despensa en casa porque no sabes dónde vas a despertar cada mañana. “¿Y si me cae un tiesto encima mientras voy caminando por la calle y me deja en coma cerebral o difunta?”, me has dicho siempre. Pues tenemos el tiesto encima y no hay manera de esquivarlo.



No tiene sentido que llores, Julieta. Mírame a mí; toda la vida ahorrando, pasando de largo cuando me gustaba un vestido; poniendo mil excusas cuando ibais de conciertos, de cenas, al cine, que ni un cine me permitía, Julieta, porque tenía que guardar para el coche. O para el piso. O para el plan de pensiones. Como cuando fuisteis de viaje a París, ¿te acuerdas? Cuando te enrollaste con él sabiendo que llevaba años, ¡años!, gustándome. Ya salió el tema, ¿ves? No quería, Julieta, no quería porque él no tiene cabida en nuestro último día de vida, pero qué me dijiste entonces, ¿lo sabes? Pues lo mismo, lo de tu tiesto y tu coma cerebral, que la vida hay que vivirla porque nunca se sabe. Esto es igual, Julieta, igual.


La verdad es que no tenían que haberlo anunciado así, a bombo y platillo. Esto se hace en silencio, en secreto, en plan misión de la NASA y punto. A ver a qué viene someter a toda la población a este estrés premortuorio que no sirve para nada más que para colapsar los teléfonos, las urgencias hospitalarias y los tanatorios con todos los que se han adelantado y terminado con su vida, motu proprio, por el placer de ser enterrado como Dios manda, con sus coronas de flores y su misa de difuntos, antes de que el gran final nos deje fritos a todos de cualquier manera y sin una flor que llevarnos a la tumba.
Venga, levántate del suelo. Hagamos balance, que eso relaja mucho y así te vas al otro mundo con todos los chacras bien puestos y con la paz interior a tope. Piensa, relaja, respira. Son cuarenta años con una media de treinta parejas sexuales al año desde los quince. Esos son muchos, Julieta. Muchos, no sé, y para un día que me queda en el convento no pienso levantarme a por la calculadora. ¿Ves? Le has sacado todo el jugo a la vida, Julieta. Has exprimido vida y hombres como nadie. Muchos de ellos estarán ahora pensando en ti, como Romeos sin cabeza. Seguro que alguno te escribe un mensaje antes de que le pongan la inyección letal al mundo. Qué barbaridad, Julieta, son muchos, ¿no? Y ni una enfermedad de transmisión sexual, ni un embarazo no deseado ni nada. Admirable. Ya, ya, no llores, que lo del embarazo deseado se te antojó después, cuando te conté lo mío y tú empezaste a saltar imaginándonos a las dos paseando barrigas y herederos juntas. Qué ilusión te hizo, ¿verdad? A mí también, no como a él, que se quedó blanco, mudo, quieto. Aquel día no me pegó. Bueno, estuvo sin pegarme unos días, la verdad, que todo hay que decirlo, y más ahora que no sabemos si lo del Juicio Final resulta cierto o no, y lo mismo le rebajan condena por eso. Nosotras en cambio estábamos felices, poniéndonos cojines debajo de la ropa y dejándonos caer en los sillones como si fuésemos a parir de un momento a otro. Yo ya te había perdonado lo de París porque por cuatro besos no iba a echar a perder una amistad de tantos años y, aunque a veces me acordaba, la intensidad del dolor era bastante menor. Me llevó tiempo, porque una herida de puñal en la espalda tarda su tiempo en cicatrizar, pero el perdón os lo di porque os quería demasiado a los dos. Igual porque no quise dejar el camino libre tampoco. No sé, eso nos lo diría un psicoanalista, pero ya no voy a pedir ni cita porque no creo que haya ninguno de guardia sabiendo que mañana finiquitan el planeta. Aunque si abrieran la consulta ahora mismo, se forraban. Y para qué ya, ¿verdad? “Se hace multimillonario el día antes del Fin del Mundo”. Qué pardillo, en vez de estar por ahí, repartiendo su esperma a diestro y siniestro, fumándose los habanos que guardaba para la boda de su hija.


Una lista. Hay que hacer una lista, Julieta.



Cosas que hacer antes del fin del mundo. Yo, por ejemplo, diría que tengo que llamar a mi madre. No sé ni como no lo he hecho ya, soy una hija horrenda. Aunque es lógico, de tal palo, ya sabes. No contesta. Igual en la residencia les han dado una pastillita a todos y los han puesto a dormir para que les dejen pasar el último día en paz sin recoger orines rancios y pelos blancos del suelo. Adiós, mamá. Nos vemos en el otro lado. O puedes hacerte la tonta y fingir que no me conoces, así evitas que te pueda avergonzar otra vez. Sí, ya sé, Julieta, era un día importante para ella, una medalla por lo bien que había trabajado toda su vida, una mujer de su época, todos los osbstáculos que tuvo que salvar, todas las bofetadas del abuelo que aguantó estoica acumulando un odio que, parece ser, me vomitó a mí encima. Es una lástima lo de la falta de psicoanalistas hoy, de verdad te lo digo, Julieta. En el fondo sabes que me vio, pero no conjuntaban bien su Dior blanco impoluto con la cara deformada de su hija y el parte donde hablaban de las múltiples patadas y puñetazos que su adorado y reputado yerno le había propinado. Por suerte, como ella decía, ni siquiera había comentado lo de mi embarazo entre sus amistades. No estaría de Dios, decía. Eso decía.


También podría llamarlo a él. Quizás luego, Julieta. Dejémoslo para el final, cuando no haya tiempo para los reproches y solo queden buenos deseos para todos. Incluso para él. Luego, Julieta.


             Es curioso. Toda la vida diciendo que no me podía morir con las ganas de conocer esto o de hacer, no sé, aquello, y estoy en blanco en cuanto a últimos deseos. Prueba tú, Julieta. Dime, algo habrá que nunca hayas hecho y quieras probar. Pero no llores más, desde luego son ganas de gastar lágrimas y tiempo y pañuelos tontamente. A ver, ¿esto tiene solución? No. ¿Vas a arreglar algo llorando? No. ¿Van a frenarse los efectos de la bomba de mierda que ha tirado el puto loco este? Ya lo han dicho, no hay solución. Da gracias, o no, a que estamos en la otra punta del mundo y somos los últimos de la cola en respirar el gas pestilente, así que venga, Julieta, concéntrate, que tenemos tiempo de montarnos una despedida a lo grande.



 Algo habrá.


             Yo así la verdad es que no puedo, Julieta, me lo pones muy difícil, cariño. Casi hubiese sido mejor estar en la otra punta del mundo y que a estas horas ya estuviésemos criando malvas tan tranquilas y tan felices. Qué bochorno de tarde; me estás haciendo eternas las últimas horas de mi vida. Eternas.
Anda, ven, ponte de pie, déjame ver esa cara. Aparta ese pelo mojado, déjame secarte los ojos, así, a besos, tus mejillas, tu boca, besos, Julieta, que todo lo pueden. Dame las manos, tranquila, pónmelas aquí, en mi pecho, ¿lo notas? Es mi corazón. Está latiendo, Julieta. Aún no ha llegado el gas. Estamos vivas, Julieta. Desnúdate, quítate la ropa y vamos a bailar. Mira, yo ya estoy. Soy libre, Julieta. Libre para besarte. Libre para tocar mi cuerpo. Libre para cantar a gritos, para bailar, para mostrar toda mi piel. No llores, Julieta. Seguro que nunca habías hecho esto. Siempre haciéndote la liberada aunque en realidad nunca lo fuiste. Fingiendo ser como ellos. Aparentando siempre, como que no te dolió que yo me quedara con él. Ya no tienen sentido las mentiras, no juguemos más porque esto se acaba y me quiero ir en paz. Yo lo sabía, Julieta. Sabía que mi hijo y el tuyo, de haber logrado sobrevivir uno y ser concebido el otro, hubiesen sido hermanos; que tus viajes no eran más que estancias en la cama para recuperarte de la última paliza por pedirle que me dejara; que además de ti y de mí, había muchas más. Tienes que aguantar, me decía mi madre. Aguanta porque, en casa, la señora eres tú. Y eso fui. La señora, la amiga, la hija. No me mires así porque ya no tiene sentido. Ni siquiera lloré, ¿sabes? Igual al principio, cuando me mentías a la cara y me traicionabas por la espalda, pero después no, después incluso le decía que se echara desodorante si sospechaba que se iba contigo porque sabía cuánto te molestaban los malos olores. Tiene gracia que vayamos a morir por uno. Muertas por un mal olor. Qué poco glamour, Julieta, qué poquita clase está teniendo este fin del mundo.
Y ahora te ríes. Te hablo de malos olores y abro la caja de Pandora de tu risa. Tu risa. No puedo soportar que se apague para siempre, Julieta. Huye, corre, vamos, vete, sálvate. En algún lugar tiene que haber un cohete a la luna, un bunker antibombas, algún lugar donde puedan nombrar esa risa Patrimonio del Universo y que dure por siempre. No puedo respirar, la pena por saberte muerta me ahoga. Tú ríes nerviosa. Yo te miro angustiada por primera vez desde que supe la maldita noticia. Y de repente descubro que lo único que quiero hacer antes de morir es abrazarte y que me abraces. No quiero un final apoteósico, Julieta; no quiero tachar frases de una lista dramática; no quiero unirme a la orgía espontanea que recorre la parte del mundo que queda viva a estas horas.


            Ven.


Vamos a tumbarnos.


            Apaga la luz. Calla Julieta. Calla, calla, Julieta. No, no lo llamaré, Julieta. Olvídalo. Ya no nos hará más daño jamás. Ven. ¿Adónde vas? Julieta.
Julieta.


            Vuelves con las manos ensangrentadas y tu sonrisa en la cara.


—Esto es lo que había en mi lista. No llores; mañana estaría muerto de todas maneras.




Bego Guerrero.


Julieta y el fin del mundo. El día antes del fin del mundo. Editado por StreetLib. Madrid, 2018. ISBN 9788829562459.


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